Domingo, 16 de agosto de 2015 | Hoy
CHILE. LAS TERMAS DE CHILLáN
Es uno de los pocos lugares del mundo donde se va desde la pista de esquí a darse un baño caliente en aguas termales con la nieve cayendo en el rostro. Además hay paseos en trineo tirado por perros, caminatas con raquetas, esquí de fondo y vuelos en helicóptero.
Por Julián Varsavsky
Fotos de Julián Varsavsky
El de las Termas de Chillán es un paisaje ciclotímico. Llegamos con llovizna bajo un insulso cielo nuboso que se funde con la nieve, cubriéndolo todo de blanco. El único contraste son las enramadas sin hojas de las lengas dándole un toque bucólico al ambiente. Hay viento y las pistas de esquí están cerradas. Pero nadie se hace mucho problema: por un lado, saben que un simple soplido de Eolo alcanza para cambiar de cuajo el panorama. Y por el otro, están el spa y las termas al aire libre donde experimentar la surrealista vivencia de darse un baño en aguas vaporosas, rodeados de nieve: algunos vienen aquí nada más que para darse ese gusto.
¿Por qué habría de cruzar la Cordillera de los Andes un argentino –tomando dos aviones– para ir a las Termas de Chillán? Las razones se combinan: éste es un centro termal con piscina al aire libre y cubierta al pie de las pistas, dentro de un hotel desde donde se sale esquiando directamente. Por otra parte hay una combinación ideal para familias con chicos o miembros que no esquían, pero que en lugar de conformarse con retozar en el agua caliente salen a pasear en trineo tirado por perros, practicar esquí de fondo, caminar con raquetas o a pie por caminitos blancos en un bosque nevado.
TODO CAMBIA Subo a la habitación por un ascensor panorámico con vista al paisaje nevado y a una piscina con el agua congelada. De los techos del hotel cuelgan estalactitas de hielo. Me asomo por la ventana del cuarto y veo algunos edificios para alojamiento con techo a dos aguas en medio del bosque, en el centro de un anfiteatro blanco: tengo la sensación de estar en los Alpes suizos, el ideal del paisaje invernal a nivel global. Me pregunto si no será mucho la comparación y entro a Google buscando fotos. Apoyo la netbook en el marco de la ventana, cotejo el resultado de la búsqueda con el panorama y veo que no hay mucho que envidiarle al paisaje alpino: la diferencia parece ser una mera cuestión de marketing.
Es hora de almorzar pero no aguanto el deseo de bañarme bajo la nieve. Gracias al horario encuentro vacía la piscina cubierta rodeada de paredes de vidrio: el ambiente parece una burbuja de cristal llena de vapor, un gran baño sauna finlandés donde casi no se ve nada dos metros más allá de nosotros. La pileta tiene reposeras alrededor y sus aguas vienen del volcán Chillán con hierro, manganeso y un leve nivel de azufre que no deja olor.
Me quito la bata de spa para sumergirme en la parte cubierta de esta pileta con hidrojets para masajes y un agua a 37 grados algo aceitosa. Un pequeño túnel comunica por un canal con la parte al aire libre. Tres brazadas sin sumergirme alcanzan para cruzarlo y aparezco sin transición entre las montañas arboladas cubiertas de nieve desde el borde mismo de la piscina hasta las cimas más altas.
Después de la consistente nevada del día anterior, es tanta la nieve acumulada en montañitas al borde de la pileta, que se derrama sobre las aguas licuándose en vapores que nos ingresan por las vías respiratorias como un torrente vital.
Ya del lado de afuera del vidrio emerjo en un sueño níveo. Me recuesto en el agua boca arriba y descubro que, por el alto contenido mineral, floto haciendo un imperceptible movimiento de pies y manos bajo un cielo encapotado. Pero de repente todo cambia: llega desde el Pacífico una leve ventisca y en cuestión de minutos desaparecen las nubes. El cielo queda límpido y azul mientras el sol enciende las fulgurosas montañas. La nieve acumulada a orillas de la piscina parece chisporrotear como estrellitas de artificio y el paisaje resplandece al observarlo desde mi suave nube de vapor que brota de las aguas.
Estoy sumergido hasta el cuello, so lo y sin nadie a la vista, como en estado de gracia. Me siento mezquino de ser el único espectador de semejante espectáculo natural –una efímera fiesta de blancura– que percibo en todo el cuerpo como una sensación física muy concreta. Hasta que sucede lo impensable: comienza a nevar con sol.
FESTIN CHILENO Regreso al cuarto a vestirme para almorzar en el hotel. Me siento junto al gran ventanal del comedor, un vidrio desde el suelo hasta el techo. Junto a la mesa –del otro lado de la ventana, a medio metro– sigue cayendo la nieve. Hoy el buffet temático es de platos criollos muy chilenos. Me cruzo con el chef que va por las mesas de comida supervisando todo y aprovecho para hacerle preguntas porque los nombres de los platos no me dicen mucho: como entrada me recomienda saborear el ceviche, los pejerreyes marinados y los camarones al pil pil. Como plato principal pruebo un poco de merluza austral frita con puré picante y luego chupe de jaiva. Los postres son un festín en sí mismos: huesillo, sémola con leche, peras al vino tinto, brazo de reina, plátano con jugo de naranja y azúcar.
Antes de irse el chef me sugiere llegar con apetito acumulado al almuerzo de los miércoles con buffet peruano, donde hay picante de camarones con arroz al olivar, ají de gallina y reineta con salsa de ajo tostado y cilantro. Los lunes es buffet mexicano con mesa de tacos, pollo con mole poblano, corvina a la veracruzana y costillar de cerdo a la barbacoa con frijoles refritos. La comida es por cierto abundante y uno se sirve sin límite. El apenas aeróbico deporte del esquí –uno no desciende por esfuerzo propio sino por gravedad– no alcanza a compensar semejante absorción de calorías. Por eso, para aquellos autodisciplinados que no se permiten exceso alguno, ni siquiera en vacaciones, hay un estricto menú dietético. Las cenas suelen ser a la carta en los tres restaurantes del hotel. En El Montañés se sirven platos más sofisticados con carne de ciervo y jabalí y en el Andino las especialidades son fondue, carne a la parrilla y pastas.
EL SPAEl segundo día esquiamos a gusto por todas las pistas del centro de esquí. Luego de las primeras incursiones deportivas, los cuerpos quedan doloridos y todo el mundo se dirige al spa del hotel en busca de masajes con piedras calientes, un masaje, aplicaciones de fangos del volcán en todo el cuerpo y sesiones diarias de yoga y streching.
Después de la neva nocturna amanecemos a pleno sol, con cada centímetro del paisaje rigurosamente cubierto de nieve, incluso los cables de electricidad en los postes. Salimos a caminar por el bosque nevado junto al hotel rodeados de imágenes con un romanticismo extremo. Los niños, eufóricos, se van a hacer excursiones en motos de nieve a su medida internándose a baja velocidad por caminitos en el bosque (también los adultos las hacen). Otros parten con un guía a practicar esquí de fondo –es como caminar por la nieve sin complicaciones en un plano– o eligen las caminatas con raquetas entre árboles de lenga y ñire.
El último día en Chillán experimentamos un baño nocturno. Los astros parecen confluir porque tenemos una luna llena cuyo disco perfecto se cuela por una especie de ventana entre las nubes, reflejándose en la superficie del agua. Los copitos de nieve comienzan a caer en cámara lenta y se nos evaporan en el rostro. Nadie habla y la imagen onírica nos conduce a un suave trance. La cara nos gotea: en algunos casos es sudor, en otros nieve derretida y quizás haya lágrimas de algún tipo. Pero a todos se les nota que, al menos hoy, por este rato, les alcanza con una sola cosa en la vida para ser felices: termas y nieve.
La sensación es desconcertante: estoy en dos dimensiones a la vez, una fría del cuello para arriba– y la otra cálida. Por los poros dilatados al máximo se me escurre el estrés de la gran ciudad y dolores del pasado, hago la plancha y me relajo boca arriba hasta no sentir el cuerpo, sumido en un blanco nirvana invernal.
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