TURQUíA > ESTAMBUL, ENTRE ORIENTE Y OCCIDENTE
El mar de Mármara y el Bósforo enmarcan la milenaria sugestión de la vieja Constantinopla, resaltada por cúpulas y minaretes, las joyas del palacio Topkapi y los aromas del mercado de especias. El lugar ideal para sumergirse en los placeres de un auténtico baño turco.
› Por Dora Salas
Las seis de la tarde en Turquía. En diciembre ya es noche en Estambul y desde la ventana del hotel se ven las luces urbanas y de las colinas que, de pronto, amplifican la voz del almuédano convocando a la oración. Un ritual conmovedor, en especial para quien se encuentra por primera vez en un país cuya población profesa casi en su totalidad la religión islámica. La sugestión de esa llamada se repite cinco veces al día en las tres áreas de la ciudad, muy agitada y rumorosa a toda hora.
La sensación de estar en otro mundo aumenta cuando la convocatoria religiosa sorprende mientras se recorren las zonas históricas. Pero esta impresión, siempre fuerte, no es la única que se experimenta en Estambul, que antes fue Bizancio y Constantinopla. La Cisterna Sumergida, las mezquitas con sus cúpulas y alminares (minaretes) y los tesoros del palacio Topkapi impactan en el centro histórico por su bagaje artístico. Y no falta, por supuesto, la fascinación del Gran Bazar y el Mercado de Especias, que abren las puertas a un muestrario poco conocido de artesanías y sabores.
CUPULAS, MINARETES Y JOYAS La antigua Bizancio, a orillas del estrecho del Bósforo, se alza como puente entre Asia y Europa, con territorio en ambos continentes y como cruce entre las aguas del mar de Mármara y el mar Negro. Dos sectores urbanos se encuentran en la zona europea, al sur y al norte del Cuerno de Oro, y uno en la asiática, en la orilla opuesta del Bósforo.
El centro histórico se alza entre el mar de Mármara y el Cuerno de Oro y avanza hacia el Bósforo en el área del palacio Topkapi. En este corazón milenario se encuentran las mezquitas más hermosas de la ciudad, los antiguos mercados y los restos de la Constantinopla romana.
La compleja historia de la Basílica de Santa Sofía (Divina Sabiduría), símbolo de la arquitectura bizantina y que fue catedral ortodoxa, catedral católica de rito latino, mezquita y museo desde 1935, se refleja en las modificaciones que tuvo a través de los siglos, alcanzada por cambios de poder y afectada por incendios y sismos. Edificada por voluntad de Constantino el Grande en el siglo IV, tras dos reconstrucciones -en tiempos de Teodosio II y Justiniano- en el siglo XV fue convertida en mezquita, se le agregaron cuatro minaretes y se la adaptó al culto islámico.
Con una gran cúpula central de 31 metros de diámetro, durante 500 años fue la mezquita principal y se tomó como modelo de otras, entre ellas la del Sultán Ahmed (más conocida como la mezquita Azul), que se alza imponente con seis alminares, sólo uno menos que La Meca. Una sucesión de cúpulas y semicúpulas lleva al domo principal, decorado interiormente con 20.000 mosaicos, mientras 260 ventanas dan paso al sol que reverbera en el templo.
Una visita especial merece la mezquita de Solimán el Magnífico, cuya imponente silueta se advierte desde cualquier punto de la ciudad. Construida por orden del sultán en la segunda mitad del siglo XVI, se destacan la columnata de mármol, granito y porfirio que rodea al patio exterior, una gran cúpula y las semicúpulas que embellecen la estructura. Solimán I, su hija preferida, otros familiares y dos de sus sucesores están sepultados en el cementerio detrás del templo, uno de los más suntuosos de Estambul.
Cerca de Santa Sofía y de la mezquita Azul espera el amurallado palacio Topkapi (palacio de la Puerta de los Cañones), eje del imperio otomano de 1465 a 1853. Desde una posición privilegiada, en el área de la acrópolis de la antigua Bizancio, mira al mar de Mármara, al Bósforo y al Cuerno de Oro. Entre los patios, jardines y numerosos edificios se encuentra la sala del Tesoro, en la cual es difícil apartar la mirada de objetos preciosos como un trono de ébano con incrustaciones de marfil y madreperla; el diamante Kasikci, de 86 quilates; y un puñal adornado con grandes esmeraldas.
Por su parte, el edificio del Harén –“cosa reservada, prohibida” en árabe- permite acercarse al modo de vida de los sultanes turcos que allí residían. Ambientes lujosos, totalmente decorados con mayólicas de colores armoniosos, entre otras dependencias tiene las destinadas a la madre del sultán, sus mujeres, las madres de sus hijos varones y los eunucos. Un derroche impactante de poder y de arte.
MAGIA SIN TIEMPO Visitar la Cisterna Basílica es penetrar en un espacio mágico, suspendido en el tiempo. Una fuerte impresión de irrealidad crece a medida que se desciende en la semipenumbra, entre efectos lumínicos de altas columnas, cuya base se encuentra en el agua de esa laguna artificial en la que se deslizan algunos peces.
La Yerebatan Sarayi es una antigua cisterna subterránea que construyó Constantino y amplió Justiniano en el siglo VI para llevar agua al palacio imperial y prevenir el riesgo de la destrucción del Acueducto de Valente, del cual se nutre. Su nombre viene, al parecer, de una basílica pagana destruida. En su origen tenía 336 columnas dispuestas en 12 hileras de 28, en su mayoría con capiteles jónicos y corintios y unos pocos dóricos, que sostienen pequeños arcos de ladrillos. Esta obra grandiosa se enriqueció con la reforma de Justiniano, pues se usaron materiales recuperados de diferentes períodos que la convirtieron en una especie de reserva arqueológica. En ese extraño ambiente se destacan dos cabezas monumentales de Medusa tomadas, al parecer, del foro de Constantino. Según la leyenda, la insólita posición del personaje -que está boca abajo- busca alejar el poder maléfico de su mirada, que convierte en piedra a quien la contempla. Y, sin duda, todo es creíble en el lugar.
Muy pocos queda, en cambio, del hipódromo romano y de las riquezas que lo adornaban. Solo se conservan tres de esos monumentos: la Columna de Constantino, la Columna Serpentina y el Obelisco de Teodosio. La Columna Serpentina provenía del templo de Apolo de Delfos. Es una espiral formada por el entrecruzamiento de tres serpientes cuyas cabezas sostenían un trípode dorado sobre el cual se apoyaba un vaso también de oro, ambos desaparecidos en la antigüedad.
El Centro Histórico reserva otras dos experiencias inolvidables: recorrer el Gran Bazar y sumergirse en los aromas del Mercado de Especias. El primero se presenta como un laberinto de galerías, arcadas y corredores al que se accede por 12 puertas principales y 20 secundarias. Sus numerosos puestos ofrecen artesanías y todo tipo de productos, desde objetos de cobre, manteles bordados, jabones de aceite de oliva, manoplas y esponjas de crin de caballo especiales para los baños y masajes turcos (capítulo especial para relajarse y disfrutar), vasitos de colores para el té que se toma a toda hora y que se ofrece popularmente en señal de bienvenida, mesitas de madera tallada, collares y pulseras, aros y talismanes. De todo un poco o más bien de todo mucho y variado. El regateo es de rigor y no pedir rebaja desilusiona al vendedor. “¿Es española?”, me preguntó un comerciante mientras le pedía menor precio. “No, argentina”, le dije y a partir de ese momento se lanzó a hablarme en inglés de Maradona y del “Burrito” Ortega. El memorioso futbolero quiso luego venderme tazas y vasos con un mayor descuento “por nacionalidad”, dijo zalamero. Hombres por todas partes, vendedores y amigos, tomando té o jugando a los dados. Y al preguntar por algún objeto en venta, torrente de explicaciones.
Como broche de oro de esta parte vieja de la ciudad, nos dejamos llevar por los sabores y aromas del Mercado Egipcio o de Especias, sus frutas secas y los condimentos más variados y coloridos, donde la tentación me hace comprar algunos para ensayar la “sopa de yogur”, que lleva estragón y otras especias.
Y con esa fantasía gastronómica, me alejo del Centro Histórico cruzando el Cuerno de Oro por el Puente Galata para adentrarme en el otro sector europeo de Estambul, sus barrios característicos, sus modernos negocios de tapices y la pujanza de la Plaza Taksim. Y, por supuesto, para el final del recorrido queda atravesar el puente sobre el Bósforo, que saluda al viajero con un simbólico “Bienvenido a Asia”.
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