ESPAÑA > LAS CUEVAS DE ALTAMIRA
La historia de Marcelino Sanz de Sautuola, descubridor junto a su hija de los impresionantes murales prehistóricos de Santillana del Mar, se hará más conocida gracias al estreno en estos días de una película donde Antonio Banderas encarna al personaje. Una oportunidad para sacarlo del olvido y recordar el valor de este hallazgo que habla al presente desde tiempos remotos.
› Por Graciela Cutuli
Hace casi un siglo y medio, un hallazgo inesperado en el norte de España sacudió las bases de los conocimientos afirmados sobre el hombre prehistórico y el alcance de su evolución. En pleno auge de las teorías de Darwin –el naturalista que describió a los indígenas fueguinos como seres “completamente desnudos y pintarrajeados”, de “bocas espumosas por la excitación y expresión salvaje, medrosa y desconfiada”, que “apenas poseían arte alguno”– parecía impensable que hombres que vivieron miles de años atrás tuvieran un desarrollo intelectual y artístico mayor. Marcelino Sanz de Sautuola, un científico aficionado mirado con desconfianza por las voces autorizadas de su época, se encargó de desmentirlo desde el día de 1879 en que entró en las Cuevas de Altamira –hoy consideradas parte del Patrimonio Mundial por la Unesco– junto con su hija de nueve años. Los dos pasarían a la historia.
“MIRA, PAPA, BUEYES” Las cuevas habían sido descubierta algunos años antes, en 1868, cuando el cazador Modesto Cubillas intentó liberar a su perro, atrapado entre unas rocas, y encontró la entrada natural a estas cavidades. Que no eran, por cierto, ninguna rareza en la provincia de Santander, de modo que una más no llamó demasiado la atención de los vecinos. Afortunadamente, la noticia llegó a oídos de Sanz de Sautuola, por entonces de veraneo en una finca cercana. No hizo falta más para despertar su curiosidad: pocos años más tarde, visitó Altamira en su totalidad y escribió, que la cueva “era completamente desconocida hasta hace pocos años; cuando yo entré por primera vez, siendo con seguridad de los primeros que la visitaron, ya existían las pinturas número 12 de la quinta galería, las cuales llaman la atención fácilmente por estar a dos pies del suelo y por sus rayas negras repetidas”. No indagó más sobre estos trazados geométricos: y sin embargo, cierta inquietud subsistía en su mente inquieta.
Algunos años más tarde –ya en 1879, aunque no se saben con exactitud ni el mes ni el día– Sanz de Sautuola volvió a Altamira acompañado por María, su hija de nueve años. Entretanto había tenido la oportunidad de examinar los objetos prehistóricos expuestos en la Exposición Universal de 1878 y regresaba movido probablemente por la intención de excavar el suelo de la gruta en busca de herramientas de sílex y hueso. Llegados cerca del ingreso, la niña se adelantó y, con la facilidad de su pequeña estatura, entró antes que su padre. Ante sus ojos frescos se presentó uno de los espectáculos más asombrosos contemplados hasta entonces por una persona de nuestros tiempos: las impresionantes decoraciones de animales dibujadas por un artista primitivo en las paredes de la cueva. “¡Mira papá, son bueyes!”, exclamó. La frase pasaría a la historia.
Los bueyes eran bisontes, trazados con maestría por una mano remota junto caballos, jabalíes y ciervos policromos. La “sala de las pinturas”, como hoy se la conoce, es un techo natural de 18 metros de largo por nueve de ancho, donde las figuras alcanzan tamaños de hasta dos metros. En tiempos modernos el suelo de la cueva fue rebajado, pero en el momento de su realización la obra sólo podía apreciarse en su integridad tumbados en el piso. Y sin embargo, como anotó con asombro el propio descubridor, al examinar estas pinturas con detenimiento “se conoce que su autor estaba muy práctico en hacerlas, pues se observa que debió de ser su mano firme y que no andaba titubeando, sino por el contrario, cada rasgo se hacía de un golpe con toda la limpieza posible, dado un plano tan desigual como el de la bóveda, y fueran los que se quiera los útiles que se valían para ello”.
Esta historia, la de un hallazgo que cambiaría la comprensión moderna sobre la capacidad artística de nuestros antepasados, es un mito entre los historiadores. Pero muchas veces desconocida del gran público. Antonio Banderas, que acaba de encarnar a Marcelino Sanz de Sautuola en el film Altamira, inspirado en el descubrimiento y las posteriores desventuras del científico aficionado ante el escepticismo con que fueron recibidas inicialmente las pinturas de la cueva, admitió que “no conocía” los hechos. “Sólo lo que sabíamos todos, que una niña descubrió las cuevas, pero no fue hasta que leí el guión. Ahí vi que había una historia que no nos hablaba sólo de este hombre, sino de todos nosotros, de nuestra capacidad de destrucción. De lanzar opiniones sin tener todos los datos en la mano, de desarrollar ese bichito de la envidia que tenemos todos dentro. Me pareció una historia interesante para reflexionar hoy, porque si vas por las calles y preguntas quién es Marcelino Sanz de Sautuola, no lo conoce nadie, y en otro país tendría estatuas y sería un hombre reverenciado”.
ORIGINAL Y REPLICA Visitar las Cuevas de Altamira no es imposible, pero sí es un privilegio reservado a muy pocos. El año pasado se decidió mantener el régimen de acceso controlado y limitado que se había impuesto tiempo atrás con el fin de preservar esta obra de arte del Paleolítico Superior, sumamente frágil y sensible a las alteraciones que implica el paso de investigadores o turistas: por eso, sólo se permite una visita a la semana para un grupo de cinco personas, a lo largo de 37 minutos, siguiendo reglas estrictas de vestimenta e iluminación. Los cinco participantes son elegidos al azar entre quienes se encuentran en el Museo de Altamira, en la vecina Santillana del Mar, el día que haya tocado en suerte. Siempre y cuando hayan llegado antes de las 10.30, sean mayores de 16 años y hayan aceptado las condiciones para ingresar. Quien quiera probar suerte, que vaya un viernes: y por las dudas, que chequee previamente en la página del museo (www.museodealtamira.mcu.es) que no hayan cambiado las condiciones.
En Francia, enfrentados a limitaciones incluso superiores en las Cuevas de Lascaux –otra obra maestra de la Prehistoria descubierta por cuatro adolescentes el 12 de septiembre de 1940– se decidió levantar una replica idéntica en las cercanías de aquellas pinturas rupestres, situadas en el sudoeste de Francia. En España se decidió seguir un camino parecido: sin cerrar el sitio arqueológico del todo, para facilitar su conocimiento se visita el Museo de Altamira de Santillana del Mar (ciudad que además bien vale la pena por la belleza de su trazado medieval). La institución se ocupa de investigar, documentar y conservar las colecciones de diversos yacimientos arqueológicos de Cantabria, una región rica en testimonios del pasado, pero las Cuevas de Altamira son su emblema, y su desvelo el estudio y conservación de las extraordinarias pinturas halladas por Sáenz de Sautuola en 1879. Allí mismo es posible ingresar en una réplica de la caverna original, muy discutida –como toda iniciativa de este tipo– pero probablemente la única solución posible para tener una idea del sitio real, acercarse a las pinturas y fotografiarlas. Además de las visitas guiadas, que se organizan en horarios específicos, el museo organiza actividades para chicos y grandes que atrapan a todos por igual, si están dispuestos a aprender por ejemplo cómo se hace fuego con maderas y cómo se arrojan lanzas a la manera de los antiguos cazadores. Una forma concreta de establecer un vínculo con ese pasado que en Altamira sale de las páginas de los libros para materializarse en las paredes de una cueva y en el arte de un hombre que, 18.000 años atrás, supo ser el primer Miguel Angel de la Prehistoria.
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