CORRIENTES > A PIE Y A CABALLO EN EL IBERá
Desde Colonia Pellegrini, dos circuitos se alejan de la dimensión acuática de los Esteros del Iberá: una caminata por la selva en galería del Sendero de Interpretación y una cabalgata bajo la luna llena por el submundo cultural de los correntinos que viven en ranchos de adobe en el desolado y paradisíaco paraje Uguay.
› Por Julián Varsavsky
Fotos de Julián Varsavsky
Un viaje a Colonia Pelegrini, en los Esteros de Iberá, tiene dos dimensiones: la acuática, dominada por la fauna, y la terrestre, donde el sujeto es el hombre local, cuya vida es reflejo y consecuencia del paisaje. Por lo general, las miradas suelen centrarse sólo en la primera opción.
Partimos a media tarde en una camioneta 4x4 para internarnos en los senderos de tierra que conducen a los desolados parajes donde viven pequeños grupos familiares dedicados a la ganadería desde hace generaciones.
A cada lado del camino se extiende una planicie verde con pasto como de campo de golf, donde se levantan aquí y allá arbolitos de espinillo y curupí. En el trayecto cruzamos gauchos solitarios a caballo y otros controlando su arreo de vacas y ovejas. Cada tanto descubrimos en la lejanía la cruz de una tumba y algún colorido santuario de los santos paganos correntinos ,como los gauchos Gil y Cabrera, Santa Librada y San Baltasar.
A la hora de viaje llegamos a la casa de Mercedes y Chachito Ojeda, en el paraje Uguay, quienes nos esperan con sus caballos ensillados para salir a recorrer una planicie sin sombra al atardecer. En el alambrado descubrimos un cardenal amarillo, muy valorado por los ornitólogos por estar en peligro de extinción. El caballo, conocedor del terreno, hace un pequeño rodeo para evitar lo que parece un arenal redondo de cinco metros de diámetro: es un hormiguero gigante con pequeñas protuberancias como torres de castillo.
A la hora de cabalgata reposada llegamos a la casa de adobe de doña Victoriana, la madre de Mercedes, que vive con su otra hija casi en medio de la nada. El lugar no tiene luz eléctrica y nos sentamos al aire libre bajo unos árboles, a cenar un guiso de pollo a la luz de la luna llena.
En la agradable penumbra Victoriana cuenta que después de comer pasaremos con los caballos por el pequeño cementerio familiar, donde están sus padres y abuelos. “Yo nací en esta casa con ayuda de una partera hace 73 años. El cementerio familiar se creó cuando dos hijas de mi abuela murieron de fiebre amarilla y ella las quiso tener cerca. Mi abuelito Laureano es el más antiguo enterrado allí: murió a los 104 años en 1974; mi mamá iba todos los lunes a prenderle velas a los finados”, cuenta Victoriana con calma correntina y acento guaraní.
Las familias de la zona suelen mantener la costumbre guaraní de enterrar a los muertos en el fondo del rancho. Y muchos pobladores hablan o al menos entienden el idioma mativo. En esa cultura aborigen la relación con el antepasado perdura después de la muerte, así que es razonable tenerlos cerca antes que en un cementerio lejano: a veces los muertos son fuente de consulta.
La influencia guaraní se extiende al mate y comidas como el chipá y el mbaipú. Y el gaucho correntino es resultado de esta mezcla, donde está presente además la influencia negra.
También es común tener una capilla al costado de la casa –la iglesia suele estar muy lejos– donde cada cual rinde culto a su manera. En el caso de Victoriana, tiene una dedicada a la Virgen de Itatí: una vez por mes llega un cura a ofrecer “la celebración de la palabra” a los escasos habitantes de la zona, que se acercan a caballo o en moto.
Después de la cena regresamos cabalgando a la casa de Mercedes y Chachito. Al principio no se ve mucho pero al rato las pupilas se dilatan y tenemos visibilidad casi diurna. Chachito nos relata historias de gauchos de la zona. Uno le contó que iba a caballo en la noche junto a una barranca y de repente apareció una sombra que se le subió al lomo del caballo, justo detrás de él. Pero al darse vuelta no vio a nadie.
Nuestros caballos avanzan en fila perfecta y cruzan obedientes un arroyito sin detenerse a beber. En el llano distinguimos el contraste negro de las enramadas de los espinillos. A lo lejos, unas vizcachas –esa suerte de híbrido entre conejo y ratón– salen corriendo a los saltitos.
En el poste de una cerca descubrimos un cabureí, un búho que por las noches se posa en un lugar visible para que los pájaros lo ataquen. Hasta que alguno se acerca mucho y el búho lo mata de un picotazo para la cena. El cabureí está en peligro de extinción porque los gauchos de la zona lo cazan para guardarse sus plumas: creen que garantizan suerte en el amor.
LA SELVA EN GALERÍA Al borde de los Esteros del Iberá se levantan relictos de selva altoparanaense, ya que la zona fue hace unos milenios el lecho del río Paraná.
“Por el curso del río llegaron las semillas de los árboles misioneros que conforman pequeñas islas de vegetación como ésta, rodeada de esteros por un lado y de verde sabana por el otro”, dice José Martin, un guía nacido en Colonia Pellegrini, mientras recorremos el sendero de interpretación del parque provincial.
El sendero mide 400 metros y es un microclima de selva en galería donde entra muy poca luz. A sus costados crece el ambiente del Chaco espinoso, cuya fauna se mezcla con la de la selva altoparanaense. Además, como en la zona hay mucha ganadería con perros, la fauna tiende a concentrarse en este lugar por sentirse protegida.
Avanzamos entre ejemplares de ibirá güirá (árbol de los pájaros en guaraní), palmeras caranday del Chaco espinoso y pindó de la selva misionera. La caranday suele crecer en grandes colonias en el borde del estero porque su fruto explota al caer y los animales no lo comen. Cuando llueve flotan y terminan en el borde de las lagunas, germinando al bajar el agua. El fruto de la palmera pindó sirve de alimento para los monos, pero el árbol no sobrevive allí donde haya vacas y caballos por no tener espinas.
En el suelo aparece un ejército de hormigas rojas carnívoras: en tiempos de la caza furtiva, los cazadores que mataban un ciervo dejaban la cabeza arriba de un hormiguero y una semana después venían a retirar el cráneo limpio. La vista de lince de nuestro guía descubre las huellas de un aguará popé (osito lavador o zorro mano fría en guaraní), una especie de la familia del mapache.
José –que de chico jugaba en un monte parecido cerca de su rancho en medio del campo– parece disfrutar la caminata tanto como nosotros: “Ese árbol tiene muchos huéspedes, es decir, vegetación epífita a la que hace de soporte sin ser perjudicado. Ahí tiene bromelias que acumulan agua de lluvia todo el año y por eso siempre las rodean insectos, sapos y víboras”. El guía interrumpe su explicación y señala: “¡Shhhh… miren allá, ese ciervo pequeñito, es una corzuela”.
Al rato descubre a la familia de monos carayá aulladores que habita en este bosquecito, compuesta por un macho dominante y cuatro hembras con su cría. Casi no bajan de la copa de los árboles por seguridad y beben de las bromelias. Un mono viejo permite la presencia de otro macho como reaseguro de la continuidad de la especie. Pero suele ocurrir que los juveniles, al cumplir ocho años, expulsen al jefe del harén. Por eso éste se les adelanta y los echa antes de que sea demasiado tarde. También expulsan a los enfermos.
Años atrás, cuenta José, se introdujeron monos traídos de un centro de recría en un monte cercano. Pero hubo una guerra que terminó con la expulsión de uno de los grupos. El grave aullido de estos monos es una alarma del macho: la familia huye ante la llegada de intrusos.
A la salida del sendero nos topamos con una gata de monte con pintas negras, casi un yaguareté en miniatura, cuya aparición no es inusual porque está semidomesticada. Aunque no pierde su instinto salvaje: de repente se petrifica en posición de ataque, mide el salto y se abalanza con precisión milimétrica sobre un pobre pajarito pepitero verdoso posado en una rama a dos metros de altura.
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