Domingo, 17 de julio de 2016 | Hoy
CHINA > EN LA RUTA DE LA SEDA
Un cruce al temido desierto, ahora surcado por una excelente carretera que conecta antiguas ciudades-oasis en torno de esta región donde aún se producen seda y jade. Un viaje a lo profundo de la China musulmana en la provincia de Xinjiang: bazares, mezquitas de adobe y rascacielos.
Por Julián Varsavsky
Fotos de Julian Varsavsky
En el hotel de la ciudad de Kashgar –provincia de Xinjiang– conozco a seis jóvenes chinos de vacaciones y armamos una caravana moderna para internarnos en lo que fuera la milenaria Ruta de la Seda: alquilamos una combi con chofer uigur, el grupo étnico mayoritario en este sector musulmán de China, que limita con Pakistán, Afganistán y Kirguistán. El objetivo es cruzar el desierto de Taklamakán.
La noche previa la dedico a la lectura de los diarios del sueco Sven Hedin, uno de los mayores exploradores de la historia. Ese aventurero fascinado por Asia Central hizo dos incursiones al Taklamakán que, a diferencia del Sahara, es tan inhóspito que está deshabitado en su interior.
A Hedin lo atraían las leyendas de ciudades llenas de tesoros que habrían sido tragadas por las oscuras tormentas de arena en el desierto, que tuvieron crédito hasta hace unas décadas. Él mismo descubrió una a la vera de un río que se secó, llamada Loulan, durante su segundo viaje.
En cambio su primera expedición fue un fracaso absoluto. El 17 de febrero de 1895 el venturoso sueco partió desde Kashgar contratando a cuatro hombres con ocho camellos, víveres y una provisión de agua que a los quince días de viaje se comprobaría insuficiente. El río que esperaban encontrar no apareció, una gran tormenta de arena los desorientó, los camellos comenzaron a morir, uno de los guías se bebió las últimas raciones de todos y se quedaron sin una gota de agua. En su diario, el no muy religioso explorador escribió “¡Que Dios nos ayude!”.
En su desesperación Hedin cometió el error de beberse el alcohol de su cocinita y se le paralizó el cuerpo: sus compañeros siguieron sin él, quien al día siguiente se arrastró por la arena y los alcanzó. Pero ya se habían rendido y se estaban dejando morir, luego de beberse la sangre del último gallo.
El espíritu vikingo de Hedin los reanimó pero los caravaneros fueron quedando en el camino; sólo uno pudo seguirle el ritmo. Al quinto día sin agua se alegraron de descubrir huellas, hasta darse cuenta que eran las propias: habían caminado en redondo. Durante el día se enterraban en la arena y avanzaban de noche. Cuando su compañero abandonó la lucha –“tenía la lengua blanca e hinchada y los labios azules”–, Hedin dio unos pasos y descubrió un pequeño lago: se habían salvado. Otro de los compañeros fue rescatado por un pastor y dos murieron.
A LA RUTA Al alba partimos hacia el Taklamakán, que atravesaremos de sur a norte por una ruta de asfalto a 120 km/h, con aire acondicionado y escuchando música. Si lo deseáramos, podríamos cruzar sus 522 kilómetros de ancho en pocas horas. Hedin, en cambio, debió planificar sus travesías durante años, cruzar el océano en barco, gastar una fortuna aportada por el rey de Suecia y Alfred Nobel, y arriesgar el pellejo. Yo, en cambio, tardé menos de dos días de avión desde mi casa a Pekín, luego tomé dos vuelos internos hasta Kashgar y mi camello de cuatro ruedas costó –dividido entre seis– 15 dólares por día. Y sin embargo los pocos miles de occidentales que recorren todos los años trechos como éste de la Ruta de la Seda, tan cómodamente, se creen aventureros.
La Ruta de la Seda comenzaba en Xian y llegaba a orillas del Mar Caspio en Turquía. Pero en el camino surgían ramificaciones, la primera de ellas en el Taklamakán, el segundo desierto de dunas más grande del mundo (330.000 km2). Los caravaneros debían bordearlo por la ruta norte o la sur. Nosotros lo haremos por la sur para atravesarlo y salir por el norte.
A la salida de Kashgar la ruta se interna en una planicie dura y pedregosa sin el menor pastito ni construcción. A las dos horas de viaje por un paisaje áspero y monótono, brota en medio de la nada una ciudad moderna con altos edificios que, a la distancia, parecen un surrealista haz de tubos de órgano en el desierto.
La ciudad se termina de golpe e ingresamos a la nada desierta. Cada tanto aparecen fábricas industriales y la primera novedad es el pueblo de Yengisar, famoso en tiempos de la seda por la belleza de sus puñales y cuchillos. En un taller observamos la manufactura de las armas blancas decoradas con repujados e incrustaciones de piedras.
Pernoctamos en Yengisar y al día siguiente alcanzamos la ciudad de Yarkand, donde antaño confluían las caravanas que iban y venían de la India: estamos a las puertas del Taklamakán. En el casco antiguo viven los uigures y en la parte nueva los han. Estos últimos son los chinos que todos conocemos, mientras los uigures se parecen más a los turcos y persas: fueron un pueblo nómade de la estepa mongola hasta el siglo XII. Cada tanto la tensa calma explota y la convivencia se rompe por unos días, ya que los uigures se sienten invadidos por una política china que busca convertirlos en minoría.
EL JADE DE KHOTAN Al atardecer llegamos a Khotan, 500 kilómetros al sureste de Kashgar. Entramos a la plaza central, con una gran estatua de Mao dándole la mano a un imán uigur, una amistad que al menos hoy no parece tal. A sus pies muchos juegan al bádminton.
Intentamos dormir en el Hotan Military Subhotel, pero no es para civiles. Mientras mis amigos resuelven el alojamiento, camino por la plaza y me siento observado por mil ojos. Todos me siguen con la mirada largo rato y sonríen: aquí la mayoría de los occidentales se ven sólo por televisión (de hecho no vería uno solo en seis días fuera de Kashgar). Algunos me hablan en uigur, otros me tiran de los pelitos del brazo con curiosidad –ellos son lampiños– y las adolescentes me piden fotos como a una estrella de cine.
Hoy es domingo, día del milenario y polvoriento bazar de Khotan al aire libre. Las prendas y brocados de seda atraen las miradas; la ciudad es aún un centro de producción de esa tela. El otro producto local del tiempo de las caravanas es el jade, que se vende en todos sus colores en puestos improvisados, mesas y hasta en el suelo de tierra. Desde el Neolítico los chinos tienen fascinación por esta piedra con cierta transparencia. Las caravanas con seda iban por lo general hacia el oeste –a las cortes europeas y mesopotámicas- mientras el jade se llevaba más hacia el este, al centro del imperio. Su variedad blanca era exclusiva de los Hijos del Cielo, en tanto los emperadores gustaban dormir en almohadas de jade y lo bebían en polvo porque prometía la inmortalidad. Según Confucio simboliza las virtudes del hombre perfecto.
El reino de Khotan fue uno de los primeros estados budistas de la historia. Ya en el siglo VII el peregrino budista Xuanzang observó la existencia de un centenar de templos. Pero Marco Polo, en el siglo XIII, certificó que –luego de ser conquistados– “todos sus habitantes adoran a Mahoma… y hay cantidad de mezquitas”.
EN EL DESIERTO A la mañana nos internamos en un mar de dunas a los cuatro costados hasta el infinito. Tonhuen, quien tres días antes –en la Ruta del Karakorum– había pedido parar el vehículo en la montaña para tirarse boca arriba y sin camisa sobre un manchón de nieve, repite su ritual sobre las arenas ardientes y se queda tendido con los brazos en cruz, riendo a carcajadas.
Allí donde Hedin hubiera dado su “reino” por un trago de agua, nosotros encontramos un hotel en medio de la nada, casi un cuatro estrellas frente a una planta petrolera. Nos instalamos y al atardecer salimos a caminar por un desierto, cada cual por su lado, a disfrutar las dunas en soledad.
La conmoción de subir una gran duna por primera vez despierta sensaciones encontradas. Al poner un pie en la arena un calor infame se cuela por las bocamangas del pantalón expandiéndose por el cuerpo; a los diez minutos ya no podemos más. Es como estar en un sauna seco sin transpirar. Es imposible trepar una duna sin tropezar y hundir las manos en las finísimas arenas. Así uno descubre que no hay nada más puro, limpio y homogéneo en la tierra que un desierto de arena cuya aparente infinitud enloquecía a los caravaneros perdidos, antes de matarlos de sed.
Desde lo alto el horizonte parece un tempestuoso océano dorado de olas gigantes con su cresta petrificada. En miles de kilómetros cuadrados nada difiere con nada. Todo es monotonía milimétrica, piedrita infinitesimal repetida hasta el hartazgo de una arena fina como talco que traga todo lo que se pose sobre ella: cadáveres, vehículos o ciudades enteras.
Al retomar viaje salimos de a poco del mar de dunas. Comienzan los arbustos aquí y allá, árboles espaciados, manchones de pasto. Por la tarde llegamos a Kuta, otra ciudad-oasis de la Ruta de la Seda y reino independiente hasta el siglo VIII. Recorremos su bazar y el antiguo barrio de callejuelas con casas de adobe para seguir hacia las Cuevas de los Mil Budas, decorada en el siglo VI con frescos budistas.
Junto a la ruta una manada de camellos salvajes revive por un instante la mística caravanera. El desierto pedregoso reaparece y en medio de la nada brota una ciudad con rascacielos llamada Haochin, que nunca pude encontrar en Google. Paramos frente a un fast-food Dr. Kentucky: por fortuna mis amigos dudan y siguen de largo. A media tarde, en un caserío ignoto en la montaña, una barrera corta la ruta con un policía que la sube y baja, según el caso. La mayoría de los autos puede pasar, el nuestro no. Esperamos dos horas al sol mientras la chica más joven del grupo apela primero a todo su encanto, luego alza la voz con fiereza. No sé qué pasa porque mis amigos sólo hablan chino. Por lo visto los policías son incorruptibles y debemos regresar por donde vinimos. Nuestro vehículo –contratado legalmente– no está autorizado a cruzar esa barrera, como en el famoso cuento de Kafka, Ante la ley. Le pagamos al chofer y buscamos otro cuyo vehículo tenga licencia para seguir.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.