Domingo, 11 de julio de 2004 | Hoy
MISIONES LA SELVA Y SU FAUNA
Diferentes excursiones no tradicionales y lugares casi escondidos para conocer las principales especies animales de la selva misionera. Un encuentro con yaguaretés, el arte de entrenar águilas para cazar, el hospital de animales Güira Oga y el deslumbrante Jardín de los Picaflores.
Al avanzar por la selva misionera se tiene la sensación de estar atravesando las entrañas de un gran cuerpo viviente compuesto por millones de especies vegetales y animales entrelazadas una a la otra. El intrincado reino vegetal está muy a la vista, con su aparente inmovilidad. Pero en cambio la fauna es esquiva al viajero por derecho propio. Los más visibles son los coatíes y las aves, apenas la minoría de esa fauna que acecha tras la maraña selvática. Esos millares de ojos que nos miran y no podemos ver son una parte esencial de la selva que todo viajero de ley debe esforzarse por conocer si desea realmente compenetrarse del entorno natural de Misiones. Y para ello habrá que salirse un poco sólo un poco de los circuitos tradicionales de las Cataratas del Iguazú.
El tigre americano El
yaguareté es el felino más grande de América, con ejemplares
que pueden pesar hasta 100 kilogramos. Es la imagen emblemática de la
selva misionera, evocada por Horacio Quiroga en sus cuentos e injustamente temida
por el hombre, al cual jamás se acerca. Es el indiscutido rey de la selva
carece de un predador natural, pero se encuentra al borde de la
extinción debido a la caza por parte de los colonos ganaderos y a la
reducción de los grandes espacios de selva que necesita para reproducirse
y cazar.
La fantasmal presencia del yaguareté en Misiones está lejos de
ser una quimera. No son muchos los que quedan entre cien y doscientos,
pero bastante más seguido de lo que la gente cree, los guardaparques
del parque Iguazú encuentran sus huellas por la mañana en la misma
zona en que durante el día transitan millares de turistas. Y famoso es
el día en que un dulce felino se acercó una noche a tomar agua
en la pileta del Sheraton Hotel.
Como para el viajero es imposible encontrar un yaguareté deambulando
por la selva, hay que buscarlo en cautiverio. Pero la experiencia vale la pena.
En primer lugar, por la posibilidad de observar cara a cara a un animal de conmovedora
belleza. Y segundo, porque la alternativa de internarse en la selva por un camino
de tierra hasta la casa del ermitaño de origen alemán Siger Waidelich,
quien vive en una casa de madera en medio de la espesura y cría siete
yaguaretés en unas precarias jaulas, es por cierto una experiencia en
sí misma.
El señor Waidelich aparenta unos 60 años y habla con un marcado
acento alemán. Vive en las cercanías del pueblo de Montecarlo
130 kilómetros al sur de Puerto Iguazú, se dedica
a la ganadería y además cría yaguaretés desde hace
15 años. Los fue atrapando en unas jaulas de madera para evitar que arrasaran
con su ganado. De otra forma, la alternativa era matarlos, como hace la mayoría
de los colonos (ambos métodos son discutibles).
Quien desee conocer los dulces gatos del señor Waidelich
puede hacerlo de manera gratuita: la única exigencia es ir los domingos
su día de descanso y colaborar con una alcancía para
la alimentación de los animales. En el fondo de la casa hay siete yaguaretés
en jaulas individuales y dobles. Los animales no están demasiado acostumbrados
a las visitas ya que la casa del señor Waidelich no es precisamente un
zoológico. Por eso, los viajeros son mal recibidos por los animales,
que permanecen como esfinges, mirando con odio mortal a los intrusos. Todos
los que han hecho esta excursión han sentido la inquietud que se respira
en el aire, a uno y otro lado de los barrotes. El tenso silencio permite oír
la respiración ansiosa de los yaguaretés, mientras abren la boca
lentamente para mostrar los colmillos. Con las fauces abiertas al máximo,
lanzan un terrorífico soplido para intimidar a los extraños. Como
la amenaza no surte efecto, siguen con largos rugidos que producen una vibración
seca y grave que se prolonga por varios segundos en el aire. Aunque la jaula
parezca segura, un escozor de cercanía con la muerte envuelve a los visitantes.
El jardín de los
picaflores En
Puerto Iguazú existen espectáculos naturales llenos de grandeza
y omnipotencia como las cataratas, y otros donde prima la sutileza y la dulzura,
como en el Jardín de los Picaflores. Está a tres cuadras de la
terminal de ómnibus (Fray Luis Beltrán 150), en el fondo de la
casa de la familia Castillo. Todo comenzó hace 8 años, cuando
esa familia decidió hacer público y gratuito un espectáculo
privado que ocurre todos los días en el jardín de su casa. Desde
que tiene memoria, la señora Marilene cuelga de algunas ramas de los
árboles de su jardín varios bebederos con agua azucarada para
los picaflores. El show es todos los días a toda hora. Basta con sentarse
en los banquitos preferentemente al atardecer y ver cómo
las refinadas joyas aladas llegan desde la selva a sabiendas de que los bebederos
son más pródigos en dulzura que las flores. Durante el invierno
puede haber entre 30 y 40 picaflores al mismo tiempo (en verano son un poco
menos). Su plumaje brillante parece un chisporroteo multicolor entre los reflejos
de sol. Y a dos metros del visitante se suceden apariciones mágicas,
frenéticas persecuciones y hasta la desaparición inmediata de
una veintena de colibríes cuando divisan en lo alto del cielo a un gavilán
al acecho. Los picaflores pasan a toda velocidad a centímetros de la
cara de las personas que, por reflejo instintivo, corren la cabeza por miedo
a chocarse con las pequeñas aves. En Misiones existen 16 clases de picaflores,
14 de las cuales vienen a este jardín. Algunos de ellos son el colibrí
bronceado, el esmeralda, el corona violácea, el escamado, el garganta
blanca... En total, los dueños de casa gastan 1,5 kilogramos diarios
de azúcar para alimentar a los vibrantes colibríes que, debido
al movimiento de las alas, consumen muchísimas calorías.
Un hecho curioso ocurrió en el Jardín de los Picaflores en abril
de 2001. Cierto día, el fotógrafo especializado en fauna Norberto
Bolzón descubrió un picaflor rojo que según los ornitólogos
existía sólo en el norte de Brasil. Bolzón lo registró,
mandó la foto a la Asociación Aves Argentinas y la noticia corrió
entre los especialistas. El resultado fue que a la semana siguiente aparecieron
en el pequeño jardín 36 ornitólogos en éxtasis que
felices de la vida se dedicaron a fotografiar, filmar y grabar el canto de la
preciada avecilla roja.
Un hospital de animales
A 5 kilómetros
de Puerto Iguazú, un largo sendero de tierra que nace en la Ruta 12 se
interna en la densidad selvática caracoleando entre soberbios ejemplares
de timbó gigante. En un claro de la selva, Jorge Anfuso y Silvia Elsegood
han construido a pulmón las rústicas instalaciones del refugio
de vida silvestre Güira Oga: un galpón para las herramientas y una
casa en donde habitan. A simple vista, el mayor esfuerzo está puesto
en la comodidad de los animales, que viven en grandes jaulas a la intemperie.
Güira Oga significa Casa de los Pájaros en idioma guaraní
y es un centro de reproducción y recría de especies animales amenazadas
de la selva. Quien recibe en primer lugar a los turistas es Totó, un
mono aullador que espera a los visitantes colgado del cartel de la entrada y
los acompaña durante toda la recorrida.
El predio mide 20 hectáreas que fueron cedidas por el Estado en 1997.
Allí van a parar todos los animales de la selva encontrados heridos o
que son decomisados por tráfico ilegal en la Triple Frontera. El trabajo
principal es reproducir las aves en peligro de extinción y reintroducirlas
en su hábitat natural. En el sector de los tucanes hay cuatro especies
de esta colorida ave. Al llegar al área de las lechuzas, muchos niños
creen encontrar a la mascota de Harry Potter cuando ven a la lechuza del campanario.
Más adelante, un ensordecedor parloteo anuncia la proximidad del sector
de los loros. Allí las piezas más vistosas son dos parejas de
guacamayas rojas, prácticamente extinguidas en Misiones. Pero también
hay ejemplares de loro vinoso, maracaná afeitado y otros que, por la
facilidad con que aprenden a hablar, han sido depredados casi hasta su desaparición.
Una de las especies más llamativas es el macuco, una perdiz gigante que
llega a medir casi medio metro de alzada y apenas sobrevive en las áreas
protegidas debido a su codiciada carne.
Durante los últimos 5 años han pasado por Güira Oga más
de 250 animales que fueron atendidos por los veterinarios del lugar. Unos 150
de ellos pudieron regresar a su hábitat natural, mientras que los muy
deteriorados se han quedado de por vida y cumplen la función de reproductores
para que su crías se integren a la selva.
Busqueda de tucanes Alrededor del cincuenta por ciento de los visitantes de las Cataratas regresa a su casa habiendo visto algún tucán en estado natural, que aparece por unos segundos. Pero existe una estrategia bastante sacrificada para poder verlos en cantidad y con cercanía. La clave está en madrugar mucho y dirigirse al Parque Nacional Iguazú. En primer lugar hay que averiguar a qué hora exacta sale el sol en el momento del año en que se visitan las Cataratas. Uno no puede pasarse ni cinco minutos, bajo riesgo de perderse el espectáculo. En el momento en que el sol está por salir, alrededor de una docena de tucanes deja sus nidos y se posa en un solitario árbol seco y sin hojas que mide 20 metros de altura y está en el estacionamiento del Parque Nacional, a un costado del Hotel Sheraton, junto a unas canchas deportivas (no es difícil encontrarlo, pero conviene localizar el lugar la tarde anterior, al visitar las cataratas). Hay que llegar antes que las aves y en lo posible quedarse dentro del auto. El espectáculo es asombroso, iluminado por la luz mágica del amanecer. Las aves llegan con su colorido planeo rasante y van de un árbol a otro por todo el estacionamiento durante unos 20 minutos. Luego, se pierden en lo profundo de la selva.
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