COLOMBIA - EL MUSEO BOTERO DE BOGOTá
Elogio de la desmesura
Un recorrido por la obra del colombiano Fernando Botero, famoso por la desbordante voluptuosidad de sus pinturas y esculturas, que se exhibe en el museo de la ciudad de Bogotá dedicado al artista. En sus salas también se exponen los cuadros de grandes maestros como Picasso, Dalí, Renoir, Monet y Degas, pertenecientes a la colección personal de Botero, quien la donó al Estado colombiano junto con gran parte de sus obras.
› Por Julián Varsavsky
El Museo Botero de Bogotá exhibe la mejor aproximación que se puede hacer hoy a la obra del pintor latino más reconocido del planeta, cuyo sello distintivo es la voluptuosidad casi desbordada de las formas en general. Al recorrer las salas del edificio de dos pisos que alguna vez fue la sede del Palacio Episcopal, nunca falta quien diga en tono jocoso que éste es el “Museo de los Gordos”. “No son gordos sino sensuales”, le respondería Botero. Su obra gira alrededor de una idea de monumentalidad de la forma. Pero cabe anotar que ese sentido monumental no tiene que ver con el tamaño sino con el poder expresivo de los personajes, como en los retratos del guerrillero Manuel Marulanda “Tiro Fijo”, de su admirado pintor español Velázquez y de la Monalisa, todos muy bien engordados, irradiando un aura de magnitud y gran solidez. Al hablar sobre el carácter figurativo de sus óleos, dibujos y esculturas, Botero explica: “Exagero, pero no invento. Eso me distingue del surrealismo y del realismo mágico. En mis cuadros no hay nada imposible sino improbable”. Tan improbable como el violín muy gordo o la pera exageradamente pulposa de Violín sobre una silla (1998) y Pera (1997), obras que también se exhiben en el museo.
La busqueda de un estilo
Para bucear en la genealogía del estilo boteriano es necesario conocer un poco la historia de Botero, quien nació en 1932. A los veinte años desembarcó en Barcelona –capital del modernismo en el arte y la arquitectura– pero las obras modernistas lo decepcionan y a los pocos días se traslada a Madrid. Allí se matricula en la Escuela de Bellas Artes San Fernando y se dedica a visitar constantemente el Museo del Prado para estudiar meticulosamente los cuadros de Velázquez y Goya. Luego de un paso fugaz por París y el Louvre, se instala en Florencia en 1953. Es entonces cuando entra en contacto directo con el arte renacentista de Giotto, Piero della Francesca y Massacio. Las influencias del “quattrocento florentino” marcaron de forma definitiva el estilo distintivo de Botero, que se nutrió también con elementos del arte precolombino y el avant-garde neoyorquino de los sesenta. Si bien sus cuadros reflejan un respeto por el sentido de lo clásico, el artista logra al mismo tiempo una versión moderna de la figuración. Pero detrás de esa aparente sencillez de figuras fácilmente reconocibles rodeadas de un contexto a veces idílico –casi ingenuo–, hay un mundo de formas sutilmente revolucionarias que apuntan a una nueva concepción de la belleza, basada precisamente en el paroxismo de las formas. Ese es, esencialmente, su principal aporte a la historia de la pintura.
En 1955 Botero regresa a Bogotá para exponer las obras que pintó en Europa. Pero la muestra resulta un verdadero fracaso; la crítica le es hostil y el pintor no consigue vender un solo cuadro. En 1960 Botero se instala en Nueva York y logra imponer su arte figurativo en el centro mundial del expresionismo abstracto. Su consagración llega cuando el Museo de Arte Moderno de Nueva York compra su Monalisa.
El retrato desnudo
Botero manifiesta de forma directa su homenaje a los grandes pintores renacentistas. Por un lado retrata a algunos grandes pintores de diversas épocas, pero también busca referencias concretas de sus grandes obras maestras. Su primer desnudo lo pintó copiando a Tiziano. Luego realizó su propia Maja desnuda a partir de Goya y mirando a Tintoretto pintó su primera mujer con los senos descubiertos. Hasta que finalmente las mujeres desnudas –muy voluminosas– se convirtieron en uno de los temas principales de su obra pictórica y escultórica.
El anacronismo que rodea a los personajes de sus cuadros es otro rasgo que se distingue al observar detenidamente las obras que se exhiben en el museo. No hay edificios ni autos modernos, sino casas bajas con tejados rojos y hombres andando a caballo. Es evidente que se trata del mundo de la infancia del pintor, cristalizado en la década del ’30. En ese universo los colores de la paleta están limitados al rojo carmesí, el azul cobalto, el amarillo ocre y el verde renacimiento. Mientras que el uso de la luz carece de un sentido lógico, es decir que la iluminación de un cuarto es arbitraria e independiente de los rayos que puedan ingresar por una ventana.
En el Museo Botero se puede ver también una muestra de las esculturas de bronce que el artista viene realizando desde 1983, muchas de las cuales están expuestas en las principales avenidas de ciudades como París, Montecarlo, Moscú, Madrid, San Petersburgo, Nueva York y Buenos Aires. Su pasión por la escultura lo llevó a mudarse a Pietrasanta –en la Toscana italiana–, un lugar célebre por sus fundiciones. En la planta baja del museo se exhibe la enorme Mano Izquierda, una de sus obras más famosas.
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