Dom 13.02.2005
turismo

ESPAÑA > EL LEGENDARIO PALACIO DE GRANADA

Sueños de la Alhambra

Construido sobre una colina de la Sierra Nevada como un sueño petrificado de las Mil y una Noches, el Palacio de la Alhambra está en la cúspide del arte musulmán. Un paseo por diez siglos de historia entre las torres almenadas, los estanques silenciosos como espejos, los jardines laberínticos y los vericuetos arquitectónicos de la legendaria “fortaleza roja” de Alqalá al-Hambrá.

Por Julián Varsavsky
Fotos: Oficina de Turismo de España

El intrincado arabesco es el elemento decorativo fundamental que se repite como un flujo continuo a lo largo de las paredes de la Alhambra. Y es detrás de su rigurosa abstracción –impuesta por la prohibición coránica de representar imágenes– donde se esconde la esencia misma de toda la cosmogonía islámica. Son una serie de hexágonos y curvas entrelazadas, ángulos unidos por su vértice hasta el infinito, estrellas, palmetas con flores estilizadas, lengüetas de fuego, jazmines, hojas de acanto y copos de nieve, que recorren los muros, columnas y techos del palacio. ¿Por qué surge esta prohibición de las imágenes? Para el Islam –así como en otras religiones–, Dios está presente en todo lugar pero es invisible también en todo lugar. Resultaría sacrílego, idólatra, pretender representarlo o localizarlo de manera concreta en algún sitio. A diferencia de la Iglesia Católica, la mezquita no se utiliza como relicario de objetos que pertenecieron a algún santo; el mirhab no alberga ninguna estatua o imagen, y esa ausencia misma significa Dios. Por esta razón el vacío es característico en el arte islámico. Partiendo de esta idea se podrá comprender mejor la arquitectura de la Alhambra y su mundo de sugestiones donde lo invisible nunca será representado por signos visibles.

Presencia divina Aunque la Alhambra no sea un edificio religioso sino un palacio real, constituye por encima de todo un monumento a la fe. Y de hecho para el Islam no existe mucha diferencia entre el arte civil y el arte religioso; una habitación es siempre al mismo tiempo un lugar de oración en el cual se pueden ejecutar los mismos ritos religiosos que en la mezquita. Al recorrer la Alhambra, se descubren por todas partes mezquitas pequeñas o estancias para la oración orientadas hacia La Meca. La mezquita perteneciente al palacio fue demolida en un gesto de venganza por los Reyes Católicos al reconquistar Granada en 1492. En su lugar se erigió el elegante palacio renacentista Carlos V que desentona absolutamente con el resto de la Alhambra.

Dentro de esta estética de la abstracción –que encierra una filosofía–, aparece también en las paredes la caligrafía, otro medio para evocar la presencia divina. Bajo la forma de la escritura cúfica –en la que dominan los ángulos rectos–, o también el estilo cursivo llamado “naskhi”, la palabra coránica está grabada en cada rincón, interpelando de manera directa a la fe: “No hay más poder ni potencia que en Dios”.

Una ciudad real La Alhambra fue más que un palacio, era una ciudad real a escala reducida con edificios para viviendas y oficinas administrativas, alcazabas militares, establos, escuelas, cementerios y jardines. De todo aquello sólo llegó hasta nuestros días la parte de la residencia real. Hay que tener en cuenta que estos palacios construidos sobre la “colina roja” fueron hechos con los materiales más baratos que había, ya que el imperio moro estaba en plena decadencia.

A diferencia de las residencias principescas de la Europa cristiana, la Alhambra no tiene una fachada principal ni un eje alrededor del cual estén dispuestos los edificios. Tampoco hay un alineamiento de salas por las que el visitante vaya pasando de una a otra desde un preludio hasta una apoteosis final. Por el contrario, se va ingresando a través de pasillos escurridizos en cada uno de los patios interiores, que tienen forma rectangular y alrededor de los cuales se agrupan las habitaciones como por casualidad, sin un orden fijo. Al avanzar por el palacio uno nunca puede sospechar qué mundos se ocultan detrás de cada muro.

Leones del paraíso Luego de atravesar un estrecho pasadizo y una pequeña puerta lateral, se abre de repente un espacio rectangular con un jardín que es el emblema más representativo de la Alhambra: el Patio de los Leones.

El patio es una especie de oasis de piedra rodeado por una galería de 124 columnas con capiteles distintos que simulan palmeras. Este es el marcopara la famosa fuente con un surtidor de mármol, sostenida a lomo de doce leones que escupen un chorro de agua por la boca. El agua se escurre por cuatro angostos canales rumbo a los cuatro puntos cardinales. Y ésta es precisamente la imagen coránica y también bíblica del paraíso; “un jardín con cuatro ríos” rodeados de muros.

La idea de los doce leones arrojando agua es un símbolo que se puede rastrear en el Oriente precristiano y no es otra cosa que el Sol, del cual brota la vida. Los doce leones son los doce soles del zodíaco, los doce meses que en la eternidad existen todos simultáneamente. A su vez los leones sostienen el mar... como los doce toros del templo de Salomón.

En su momento este patio albergaba también un exuberante jardín con naranjos donde se respiraba el aroma de las flores y se escuchaba el canto de las aves. A esta altura queda claro que el Patio de los Leones -muestra acabada del más fino arte islámico–, no es más que otro signo anunciador de la belleza prometida.

Los jardines de Alá En la Alhambra, como en ningún otro lugar del mundo oriental y occidental, los árabes prodigaron lo mejor de su refinado arte de la jardinería. La inclinación de esta cultura por construir estos “islotes” de vegetación rebosantes de agua –un bien tan escaso en aquellas tierras– quizás haya que buscarlo en los desérticos territorios árabes donde los excepcionales jardines y los oasis cobran siempre un significado especial. Incluso su imagen es uno de los temas predilectos en las alfombras persas, que prefiguran aquellos jardines-patio rodeados por una galería y un estanque en el centro, tan silencioso como un espejo.

Además de una preferencia por la rigurosa simetría de las formas, los paisajistas del jardín árabe hacen que el agua se abra paso por canales, fuentes y acequias que se extienden incluso hasta los interiores de los cuartos y salas de un palacio, impregnando el ambiente de una agradable frescura. El agua que fluye y la acumulada en estanques son el complemento básico de la arquitectura islámica.

Los jardines de la Alhambra y los del sector ubicado en una pendiente de la montaña llamado El Generalife son los más antiguos que existen en Europa y los únicos de los siglos XIII y XIV que llegan hasta nuestros días. El Generalife era la villa de placer de los reyes moros cerca de la Alhambra y su estructura condensa todos los preceptos de la jardinería árabe, con una serie de recintos sucesivos amurallados por la vegetación y un estanque en el centro, llamados “patios”. Entre ellos, se destacan el Patio de la Acequia que, con su frondosa vegetación y la acequia en el centro representa el ideal árabe de quietud y aislamiento, y el Patio de los Cipreses, con sus lirios y rosales al pie de los árboles plantados por varias generaciones de paisajistas.

Nostalgia y rencor Si bien una parte importante de la Alhambra se mantuvo hasta nuestros días, el sector de la arquitectura específicamente religiosa fue pisoteado y arruinado por los Reyes Católicos cuando se produjo la reconquista. Habían sido 800 años de dominio moro en España, suficientes para dejar una impronta imposible de borrar en la cultura española. En realidad, se configuró una nueva cultura –la andalucí–, que no es ni mora ni española, sino ambas. Pero todavía queda en la España tradicional un cierto rencor contra aquel imperio árabe; un rencor que no está exento de cierta atracción y admiración por aquella civilización. Entrando un poco más en confianza con un andaluz, uno puede encontrar incluso un dejo de nostalgia histórica por aquella época floreciente. Es una nostalgia que a veces se cuela en alguna fiesta andaluza cuando la imagen de la Santísima Virgen es paseada en andas por la calle y algún cantaor lanza al aire una saeta de “cante jondo” que revela una extraña alabanza al profeta Mahoma. Y en última instancia, esos gritos de “ole” y “olé” que la gente le prodiga entre aplausos a la Virgen, no son otra cosa que el eco lejano de aquellas exclamaciones musulmanas: ¡Allah!, ¡Allah!

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