Domingo, 5 de junio de 2005 | Hoy
MEXICO > SAN MIGUEL DE ALLENDE
Pasear por las calles de San Miguel, ciudad natal del libertador de México, Ignacio Allende, permite vivir una de las facetas más fascinantes de la experiencia mexicana: la convivencia de los mundos, el conflicto intrínseco de la superposición de culturas, constituido como la esencia misma de una cultura.
Al llegar a San Miguel de Allende nos encontramos con una ciudad colonial encantadora en un valle árido, rodeada de nogales en flor y bellas fincas coloniales con sus campos de trigo. Las callecitas empedradas suben y bajan, y sobre todo suben; casi todas las casas que dan a la vereda se apoyan sobre una diagonal, y ascienden como escalones coloridos por la pendiente. La belleza y la armonía del paisaje urbano colonial llevaron al gobierno mexicano a declarar toda la ciudad Monumento Nacional intocable. Cualquier fotógrafo se vería tentado de hacer un libro solamente con las puertas y portones de San Miguel.
Luego del primer impacto estético, comenzamos a percibir el paisaje humano. Por las calles las mujeres indígenas de pueblos cercanos (otomíes y chichimecas) se pasean con sus rebozos y sus canastos; los hombres indígenas siempre están cargando cosas, y se sientan largo rato en los bancos de la plaza, con un aire de esperar algo. Esta es una gente silenciosa, de rostros graves. La mayoría va o viene del mercado, o va o viene de la iglesia, de alguna de las tantas bellísimas iglesias barrocas y churriguerescas de San Miguel. Muchos se congregan en la entrada del Oratorio de San Felipe Neri. Aunque de fachada barroca, el diseño del portal sumó el estilo indio.
Mientras tanto, en el Jardín (la plaza principal), los “sanmiguelenses” criollos van y vienen en grupos ruidosos, charlan, se ríen fuerte; los indígenas llaman a esta gente (la mayoría mexicana) “mestizos”, aquellos que a pesar de tener sangre predominantemente indígena ya no viven ni conocen esa cultura. Enfrente está la Parroquia, un edificio rosado de un gótico bizarro, como de película de ciencia ficción: aunque la iglesia data del siglo XVII, sus torres góticas fueron diseñadas por un indígena sin formación académica en el siglo XIX. Se cuenta que para instruir a los albañiles garabateaba planos en la arena con una vara.
Entre todos ellos, como cometas venidos de otra galaxia, se mueven los “gringos”. “Hay tantos extranjeros en San Miguel, que podés vivir acá y hablar sólo en inglés” dice un artista joyero norteamericano, que vive aquí hace más de diez años. “La movida de artistas que invadió San Miguel comenzó en los años ‘40, cuando el pintor David Siqueiros daba cursos de pintura mural en la Escuela de Bellas Artes a veteranos de guerra norteamericanos”, nos cuenta el joyero, mientras paseamos por el edificio de la escuela, una gran casona colonial con un patio central tipo andaluz, inmenso y lleno de árboles. Del bullicio que es la calle, aquí parece alejarse unos millones de años luz; todo es silencio y olor a jazmín. De repente, como ante una señal imperceptible, cientos de cotorras se lanzan a chillar al unísono, sobresaltando a más de uno. “Además, los pintores dicen que en este valle la luz es muy clara y cristalina, muy especial. Después vinieron artistas –mexicanos y norteamericanos– de todos los campos: poetas, escritores, músicos, artistas textiles, escultores, orfebres como yo. En los años ‘70, obviamente, se convirtió en un lugar de parada de la bohemia internacional. Neal Cassidy, el protagonista en la vida real de On the road, la novela de Jack Kerouac, murió aquí en febrero de 1968, caminando sobre las vías del tren hacia Celaya.”
Pero incluso en un pueblo como San Miguel, que desde hace unos años se abrió a las influencias cosmopolitas de gente venida de la gran ciudad, todavía es bien visible esa frontera virtual que separa el mundo masculino del mundo femenino. El mundo de las mujeres es el de los mercados, la cocina, la iglesia, la permanencia. El mundo de los hombres es el trabajo en los ranchos fuera de la ciudad, los vehículos, la migración temporaria y la distancia, los bares.
Sobre Mesones, una de las calles principales de San Miguel, conviven estos dos rostros. Detrás de una puerta vaivén de madera, al mejor estilo Far West, se vislumbra desde la vereda un bar poco iluminado y rumoroso: “El Gato”. Afuera conversan dos hombres con sendas botas y sombrero tejano, a punto de entrar o recién salidos. Nuestra curiosidad nos hace detenernos con interés y espiar por encima de la puerta vaivén, sin embargo, está claro que no vamos a entrar: es un bar de hombres. Un pequeño cartel sobre la puerta especifica que “se prohíbe la entrada a niños, mujeres y animales”. No por esto debemos imaginar que dentro del bar suceden cosas “inconvenientes” sino más bien que éste es un ámbito para beber reservado a la camaradería masculina, léase camaradería entre hombre y hombre, y entre hombre y trago.
En las afueras de San Miguel se encuentra el Santuario de Atotonilco, declarado también Monumento Nacional. Este centro de espiritualidad sigue vivo, y lo visitan anualmente cientos de fieles venidos de todo el país. Tal vez sea uno de los edificios religiosos más bellos de México; todo allí tiene un aura de sacralidad y de gracia. Cuando nos detenemos en la ruta y tomamos el desvío de un kilómetro, el camino corre entre casonas de la época de la colonia y la calle está empedrada con adoquines desparejos, centenarios; viajamos en el espacio y en el tiempo. Cuando llegamos a la puerta del santuario nos espera una escena medieval: en el escalón de entrada las ancianas mendigas de cabeza cubierta extienden la mano esperando ritualmente la caridad del peregrino. La iglesia es pequeña, hasta humilde por afuera; por eso experimentamos su cualidad de tesoro desenterrado cuando en la penumbra interior descubrimos –en cada centímetro de muro y techo– frescos maravillosos: toda superficie pintable está cubierta de imágenes bellísimas, llenas de fuerza, inocencia y, hay que decirlo, espíritu. Atotonilco lleva el apodo de “la Sixtina Mexicana”. Desde los frescos que representan ciudades con perspectivas planas al mejor etilo medievo italiano, hasta fabulosos “cómics”, en donde pequeños recuadros de 20 cm x 20 cm narran el Evangelio. Sería posible ocupar horas investigando cada detalle, pero lo que no podemos pasar por alto, son unos cúmulos de monstruos y diablos que despliegan cartelones escenográficos junto a la puerta. Inadvertidos en una primera ojeada, pronto nos llama la atención algo que altera el recuento de imágenes: los cartelones están llenos de poemas. Son versos arcaicos, de contenido ético y más que nada poético. La simpleza de esta poesía sólo contribuye a dejar al desnudo una sabiduría directa e implacable, que toca en el punto sensible a nuestra civilización destructora y consumista: “Esta boca que te acecha/ horrible, fiera y voraz/ aunque trague más y más/ nunca se halla satisfecha./ De su espanto te aprovecha/ pues si pudiera su anhelo/ con incansable desvelo/ en este vientre profundo/ sumergiera a todo el Mundo,/ sepultara a todo el Cielo.” La creación de esta pequeña iglesia, si se quiere, es también una metáfora de esta superposición explosiva que es la cultura mexicana. La inspiración de los frescos viene de la Europa renacentista, principalmente de una edición de grabados de dos artistas del siglo XVI –uno romano y otro flamenco– recopilados por un teólogo jesuita de Amberes; sin embargo, el ejecutante de los frescos, un pintor llamado Miguel Antonio Martínez de Pocasangre, era criollo. El plasmó en su trabajo toda la exuberancia de la sensibilidad popular nativa. Sobre esta doble herencia se inscribe un tercer aspecto, el revolucionario: fieles a ese carácter de oxímoron de todo lo mexicano –el mismo que dio origen al insólito PRI, Partido Revolucionario Institucional– en este país los movimientos políticos radicales estuvieron ligados a personajes provenientes de la Iglesia Católica (los sacerdotes Hidalgo, Quiroga, Bartolomé de las Casas y el contemporáneo Samuel Ruiz). Fue así que en 1810 el padre Miguel Hidalgo, cabecilla de los insurgentes por la independencia de México, tomó del santuario el estandarte de la virgen de Guadalupe para que fuera su bandera.
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