CUBA LA NUEVA HABANA VIEJA
Un plan de restauración que lleva ya una década de trabajo le ha cambiado el rostro a un tercio del casco histórico de la capital cubana, que reluce como en sus tiempos de esplendor colonial. Pero más allá de su remozada arquitectura, en La Habana hasta las viejas piedras cobran vida con el popular y bullanguero espíritu caribe.
El centro histórico de la capital cubana es un verdadero museo abierto de arquitectura centenaria donde proliferan iglesias barrocas, fortalezas contra los corsarios e infinidad de casas y palacetes de los siglos XVII, XVIII y XIX sobre estrechas calles empedradas que mueren en el mar. Gran parte de estas construcciones ya fueron retocadas en el marco de uno de los mayores proyectos de restauración urbana emprendidos en el mundo.
En los viejos palacetes habaneros del siglo XVII predomina un elemento común que es la columna, ese suntuoso elemento decorativo destinado a sostener arcadas y a convivir con las palmeras en íntimos patios andaluces. Pero a partir del siglo XIX la columna llegó a las calles para crear uno de los rasgos más singulares del estilo habanero, que el escritor cubano Alejo Carpentier describió como: “esa increíble profusión de columnas, en una ciudad que es emporio de columnas, selva de columnas, última urbe en tener columnas en tal demasía...”
Las columnas representan apenas uno de los rasgos del ecléctico barroquismo arquitectónico de La Habana colonial, donde nos topamos sin previo aviso con arcos moriscos iguales a los de la Mezquita de Córdoba, sobrecargadas iglesias del Barroco colonial (como la Catedral, que data de 1704), o la imponente presencia neoclásica del Capitolio Nacional (con su escalinata y su gran cúpula). Los caminos del azar nos conducirán en algún momento al edificio de la famosa familia Bacardí (antigua productora de ron), un magnífico ejemplo del decó habanero. A los costados de las empedradas callejuelas, como si fuesen parte de una gran escenografía, se despliega una infinidad de casas y mansiones típicamente coloniales, que forman parte de las 900 construcciones del casco antiguo construidas entre los siglos XVI y XIX. “Un estilo sin estilo”, llamó Carpentier a esta amalgama urbanística que distingue a La Habana de otras ciudades del continente, donde hasta las viejas piedras cobran vida con el colorido y bullanguero espíritu caribe del cubano.
Salsita cubana En la calle la gente va y viene. Algunos bailan al ritmo del son. Una pareja discute. Otros juegan béisbol en el terreno de una esquina deshabitada. Y el Che siempre está presente en fotografías y esculturas ubicadas en algún lugar especial.
Hace algunos años un animador radial habanero calificó a un popular salsero como el arquetipo del cubano: “Ese tipo bullanguero, supersociable y gritón que vemos todos los días en cada esquina”. La semblanza se profundiza si decimos que además son desinhibidos para cortejar en público, gesticulan con desparpajo y miran a los ojos y al cuerpo sin discreción. “Mami, estás pa’ comerte y no dejar ni la salsita”, le grita un moreno color azabache en La Habana Vieja a una escultural mulata con piel de café y andar de pavo real.
Al caminar por cualquier barrio habanero se descubre que el cubano vive con las puertas y ventanas abiertas y parlotea de balcón a balcón; adora la calle y toda clase de espacio público en general. Es sabido también que los cubanos –sensuales creadores del bolero– son capaces de parar el país entero para ver el último capítulo de una telenovela brasilera. Y esto siempre fue así. Un intelectual vasco de apellido Boncenigo que visitó Cuba en los años cincuenta escribió que (los cubanos) “se toman en serio los chistes y hacen de todo lo serio un chiste; creen en Dios, en Changó y en el horóscopo chino al mismo tiempo. Y aman las contradicciones: llaman monstruos a las mujeres hermosas y bárbaros a los eruditos”.
Cuando le preguntaron al escritor habanero Miguel Barnet cuál era la cualidad del hombre cubano que más admiraba, respondió: “Es un hombre libre interiormente y, en relación con otros hombres de este continente, es un hombre carente de muchos de los prejuicios que anquilosan al ser humano. Ese es el misterio y mi experiencia me dice que muchos de los extranjeros que vienen a este país, más que admirar El Morro, las playas... vienen a buscar a ese hombre libre y desprejuiciado que puede abrir el corazón ante cualquier extraño en un gran acto de valentía”.
Desde estas líneas se le recomienda a todo viajero que, al visitar Cuba, recorra los edificios coloniales, se tome un apetitoso vaso de ron y repose en las playas caribeñas. Pero también que corrobore con sus propios ojos dónde está lo más sustancioso que tiene la isla. ¿Dónde queda? Es muy fácil; cuestión de caminar despacio hasta la esquina. Son once millones y están por todos lados
Informe: María Amalia García.
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