Domingo, 12 de marzo de 2006 | Hoy
CHILE > LA ISLA DE PASCUA
En el siglo IV, una pequeña tribu polinesia llegó a la deshabitada Isla de Pascua. Así comenzó una extraña civilización aislada del mundo cuyo rasgo más llamativo fue el culto a los moais, los colosos de piedra sin ojos que parecen mirar el infinito.
Por Julián Varsavsky
Al desplegar los dobleces de un mapa carcomido sobre la mesa –como lo hacían al borde del éxtasis los antiguos navegantes que planificaban un viaje–, y dejar vagar la mirada por los espacios azules de los océanos se descubrirá que el Pacífico tiene un inexplicable punto negro en el centro geográfico entre Oceanía y América: la Isla de Pascua. Y cuando se la sobrevuela al viajar hasta allí en avión, desde las alturas se la divisa como un pequeño triángulo que emerge del mar con tres volcanes en sus vértices.
Cuando en 1520, el desafortunado Magallanes descubrió el Pacífico, ni siquiera sospechó que a 3500 kilómetros de la costa chilena existía esa remota isla donde se había desarrollado una civilización aislada del mundo exterior a tal punto que hoy representa para los sociólogos y antropólogos un maravilloso laboratorio de conductas sociales.
"Te pito o te henua" llamaron a este lugar los nativos de la Polinesia, en realidad una profética frase que significa "el ombligo del mundo". Aquellos primitivos habitantes no habían visto un planisferio en su vida, pero no debe sorprender que hayan "acertado" así porque en Pascua el aislamiento se respira y produce la sensación de que el universo comienza y termina en esta isla. Para experimentarlo no hace falta más que subir los 500 metros del volcán Ranu Kao y observar los 360 grados de la curvatura terrestre.
El "vientre" natural donde se creaban los moais, esas gigantescas figuras de piedra, es el lugar más interesante de la isla: una gran abertura en el volcán Rano Raraku, cuyas laderas eran la cantera donde se tallaban aquellos colosos, acostados y pegados a la pared de roca. Luego, como si se les cortara el cordón umbilical, las estatuas eran separadas de la roca madre para transportarlas hacia el resto de la isla. Como la construcción de los gigantes fue abandonada de un día al otro, en este curioso sitio quedaron unas 400 figuras inconclusas y herramientas desperdigadas por doquier, lo cual ha permitido conocer todo el proceso de "gestación" de los moais. En Rano Raraku se asiste entonces al nacimiento trunco de centenares de moais que quedaron unidos a la pared de roca, mientras que otros están de pie desde hace 400 años, esperando un traslado que ya nunca ocurrirá.
Entre las estatuas inconclusas hay una que de haber sido terminada hubiera medido el doble que las demás (24 metros de alto) y pesaría unas 300 toneladas. Y lo realmente inquietante es imaginar cuáles serían los artificios que habrían pensado utilizar los primitivos habitantes de Pascua para acarrear semejante mole. Se supone que otras estatuas fueron trasladadas sobre una especie de trineo de madera sin ruedas.
El silencio es tan perfecto durante la noche que ni siquiera se escuchan los murmullos del vecino mar. Pero en Hangaroa la actividad comienza temprano, cuando las polvorientas calles se pueblan de gente que se saluda sin prisa con ruidosos "ia-o-rana" (buenos días), mientras algunos caballos salvajes se acercan a pastar en la plaza. El papel que cumplen estos caballos es extraño, porque casi siempre están en las cercanías de donde uno está, como los animales de las películas de Kusturica.
En Hangaroa vive la mayoría de los 2900 habitantes de la isla. Prácticamente no circulan autos, hay solamente dos calles asfaltadas y no existen los carteles de publicidad. Frente a la bahía es común ver a la gente remando en sus canoas, el deporte tradicional del lugar. La mitad de los pobladores son chilenos continentales y el mestizaje casi no existe. A los pascuenses se los reconoce con facilidad por los rasgos polinesios de raza maorí: cabellos lacios, fina fisonomía, contextura robusta y elevada estatura. Las mujeres poseen una exótica belleza, con cuerpos delgados y un inquietante quiebre de cadera al andar. Se habla castellano y un dialecto de tronco polinesio, y si bien los nativos no se relacionan demasiado con el turista, es posible que se acerquen en busca de desafíos futbolísticos.
Los moai están distribuidos a lo largo de toda la línea costera, mirando siempre hacia el interior de la isla (la razón es desconocida). Están emplazados hombro con hombro sobre unas plataformas llamadas Ahu que originalmente eran tumbas abiertas construidas mucho antes que los moais. Todavía quedan algunos Ahu con antiquísimos huesos al alcance de la mano que cualquier turista inescrupuloso puede tocar. El Ahu de Tongariki tiene una amplitud de 160 metros y sostiene quince rígidos moai perfectamente alineados que construyeron alrededor del año 1000 cuando se desató la fiebre escultórica en Rapa Nui. Las figuras miden entre 3 y 10 metros de alto y pesan unas 80 toneladas. Sus ojos vacíos parecen otear la nada con pétreas miradas. De hecho hay un solo moai en la isla que conserva los ojos originales. En 1978, Sergio Rapu, el primer antropólogo de sangre rapa nui, demostró que los moais originalmente tenían ojos, cuyo globo era blanco de origen coralino y las pupilas eran discos tallados en arcilla roja. Las orejas de estos hombres de piedra son alargadas y los brazos, que se apoyan en el abdomen, terminan con unos larguísimos y finos dedos entrelazados con grandes uñas curvas. Como el cuerpo se corta abruptamente al nivel de la cintura, carecen de piernas.
En Tongariki sólo uno de los moais tiene colocado el Pukao, que a simple vista parece un sombrero pero en realidad es un tocado para el pelo. Originalmente todas las esculturas tenían su tocado de color rojo que extraían de una cantera especial de escoria rojiza. Si bien los arqueólogos han deducido la técnica para levantar los moais –que se transportaban acostados–, no pueden explicarse cómo hacían para coronar sus obras a la altura de un cuarto piso con este tocado que pesaba tanto como dos elefantes (unas once toneladas).
Sobre la ladera del volcán Rano Kau –en el vértice sur de la isla– perduran los restos de la ciudad ceremonial de Orongo, en cuyos 53 recintos circulares de piedra se llevó a cabo hasta hace 150 años el ritual de la elección del Hombre-Pájaro entre los distintos jefes tribales. Para lograr ese puesto mayor, había que ganar una original competencia que se realizaba cada primavera: el jefe que trajera el primer huevo de un ave migratoria desde un islote vecino al que se llegaba nadando, sería el Hombre-Pájaro hasta la próxima temporada. En Orongo también hay desperdigado un centenar de petroglifos –piedras talladas con bajorrelieves– que se espera sean interpretadas algún día (existen 4 mil en toda la isla).
Recorrer los solitarios senderos de la Isla de Pascua entre novecientos rostros sin ojos que parecen mirar todo desde cada rincón, en cualquier lugar a donde uno vaya, plantea en los viajeros inquietantes acertijos. La sensación es la de estar en una extraña sala de espejos donde una multitud de rostros vacíos forma un círculo alrededor, mirándonos de frente, de perfil y por la espalda; caras idénticas una a la otra, con la expresión estoica de un Frankenstein muy antiguo.
Nadie conoce a ciencia cierta el significado último de aquellos colosos, ni tampoco hay evidencia de cómo y cuándo llegó aquí desde la Polinesia el mítico Hotu Matua. Sin embargo, en la isla se conservan unas antiquísimas tablillas y bastones grabados con inscripciones en un lenguaje que se ha perdido que, según la tradición, habrían sido traídos desde Polinesia por Hotu Matua. Así que es muy probable que las respuestas a todos estos interrogantes existan –verdades que nadie sabe–, pero acaso estén encriptadas para siempre en las tablillas sagradas de la ciudad de Orongo.
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