Domingo, 16 de julio de 2006 | Hoy
CUBA > TRINIDAD, UN PARAíSO COLONIAL
Entre el mar y la montaña, en la provincia de Sancti Spiritus, se erige una de las más bellas ciudades coloniales de Cuba. Cuna de trovadores, de ingenios azucareros e historias de revolución, Trinidad combina en perfecto equilibrio sus calles empedradas, sus casas multicolores de puertas abiertas y sus artísticos balcones.
Por Marina Combis
Llega al Mar de las Antillas en 1493, en el segundo viaje de Cristóbal Colón. Unos años después, Diego Velázquez de Cuéllar es nombrado gobernador de Cuba y se embarca hacia esa isla con forma de lagarto que duerme plácidamente entre las aguas del Caribe y del Atlántico. Funda la primera ciudad, Nuestra Señora de la Asunción de Baracoa, y otras seis le siguen en menos de dos años, entre ellas la Villa de la Santísima Trinidad. Cerca están el puerto de Casilda, lleno de tesoros dulces, y los ingenios que harán próspera a la región.
Cuentan las viejas historias que la primera misa en esas tierras de indios taínos fue celebrada en 1522 por Fray Bartolomé de las Casas, que pasó de dueño de fincas e indios esclavos a ser uno de los mayores defensores de los derechos de los pueblos indígenas en los tiempos de la conquista. Desde esas mismas costas partieron los barcos de Hernán Cortés, que darían comienzo a la conquista de México. El tráfico del puerto atraía a piratas y corsarios, ávidos de tesoros y deslumbrados por la Villa.
Entre los siglos XVIII y XIX, para aumentar las riquezas que prometía la explotación de la caña de azúcar, llegaron a Cuba casi un millón de esclavos que, desde las costas del Africa, trajeron a la isla nuevas culturas y tradiciones. Más tarde, las serranías también fueron protagonistas de otra parte de la historia cubana, porque desde allí partieron los comandantes Camilo Cienfuegos y el Che Guevara que, pasando por Santa Clara, llevaron hasta La Habana sus ideales revolucionarios, completando una historia de casi cinco siglos en el camino de la libertad.
Cuarenta metros de alto tiene la torre desde donde se domina el Valle de San Luis, más conocido como el Valle de los Ingenios. La Torre de Manaca-Iznaga, centinela de la planicie, es el símbolo del ingenio de Alejo Iznaga y Borrel, enriquecido terrateniente en la época de esplendor de la industria azucarera. Al pie de la torre, la regia casona aún sorprende con sus descomunales columnas, sus arcadas majestuosas y su techumbre de tejas. Detrás de la casa quedan los restos del viejo trapiche con sus grilletes oxidados, que funcionaba a hombro y sudor, y las sencillas casas donde los esclavos recordaban noche a noche sus pesadillas de zafra. Pedro Javier Díaz Cano describe a esta región prodigiosa como “la Cuba más dulce y profunda”, con sus valles rebosantes de cañaverales y sus historias de riqueza y martirio.
A principios del siglo XIX, Trinidad se había convertido en la tercera ciudad más importante de la isla gracias al azúcar que brotaba de los ingenios San Isidro de los Destiladeros, Guáimaro o Buena Vista. Declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, el Valle comienza apenas a doce kilómetros de esta ciudad detenida en el tiempo, mientras los hombres siguen trabajando los cañaverales bajo ese sol que ciega, con sus rayos, el inabarcable horizonte del oro blanco de la isla grande, la caña de azúcar.
Pero esta provincia de altas serranías y fértiles valles guarda otro tesoro escondido desde sus orígenes, la Villa de la Trinidad, donde parece que el tiempo se ha quedado dormido en sus calles solitarias, en la penumbra de sus rincones, en sus grandes palacios silenciosos.
Tierra de conquistadores y corsarios, se obstina deliciosamente en no abandonar el tiempo pretérito. A orillas del mar Caribe y a 290 kilómetros de La Habana, esta ciudad regala su aire colonial y una historia que parece no tener punto de partida, ni de llegada. Resulta imposible no sucumbir ante esa circularidad mágica que contiene intacto su encanto de antaño.
A diferencia de otras viejas ciudades, aquí la modernidad no llegó con sus carteles publicitarios, sus grandes hoteles o insólitos locales de venta de objetos vacíos. Parece milagroso, pero esto permite disfrutar de una inédita ecología visual. Pueblo grande, no se trata de disfrutar apenas del casco histórico de una urbe moderna sino de una ciudad entera cuyas cien manzanas de casas coloniales están habitadas por un pueblo que no olvida sus raíces.
El primer signo de ciudad antigua se encuentra en sus calles antiquísimas, con huellas de cinco siglos. Los cantos rodados con los que a manera de adoquines se pavimentaron sus calles, formaban parte del lastre que traían los galeones españoles en la época de la conquista. Este empedrado caracteriza el paisaje urbano, donde todavía retumban los cascos de los caballos.
La ciudad se recuesta sobre una suave colina en la que se despliegan sus mansiones señoriales con románticos balcones, entre viejos cañones de barcos corsarios. El epicentro de Trinidad es sin dudas su antigua Plaza Mayor que, con sus palmeras, farolas y baldosones de barro, podría haber nacido de un cuento de Gabriel García Márquez. Parece salida de otros tiempos, cubierta de rejas blancas que custodian los jardines, con bancos de herrería también pintados de blanco, donde por las tardes se renuevan las charlas de pueblo.
Alrededor de esta plaza imposible se concentran las construcciones que guardan la historia de Trinidad, declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Desde la parte más alta, la mirada capta la totalidad del tupido valle, donde sobresalen las torres que vigilaban a los esclavos en los tiempos de los ingenios azucareros. También están allí las grandes casonas señoriales que recuerdan los períodos de esplendor, con sus rojos tejados en declive y sus altas ventanas con balustres de madera que avanzan hacia la calle.
A un lado de la Plaza está la Iglesia Parroquial Mayor, construida en 1680, cuyo centenar de escalones conduce a lo alto de la torre donde cuatro campanas de oro, plata y bronce llaman a misa cada domingo. Muy cerca se encuentra el palacio del Conde Brunet, famoso por los centenares de esclavos que trabajaban en sus haciendas. Su interior, hoy sede del Museo Romántico, ilustra el ambiente en el que vivía la aristocracia trinitaria. La casa de don Antonio Padrón supo albergar en sus habitaciones viajeros notables y amenas tertulias trinitarias, a las que solía asistir Alexander von Humboldt.
El palacio Cantero es el baúl de los recuerdos de Trinidad, con su torre de tres pisos y sus interiores decorados por artistas italianos de la época. Pero es el Museo de la Lucha contra los Bandidos, instalado en el edificio del antiguo convento e iglesia de San Francisco de Asís, el que se adueña de la ciudad. Una crujiente escalinata de madera conduce hasta el campanario, que se abre de pronto a un agitado mar de tejados rojos a dos aguas, que contrasta con el resplandor azul del Caribe que llega desde la lejanía.
La vida trinitaria no oculta ningún secreto, porque sus puertas se encuentran siempre abiertas para compartir un interior pleno de historias. Lo que aporta una fisonomía única a la ciudad no son las fastuosas mansiones señoriales sino esas viviendas pequeñas y humildes, centenarias algunas, que se encuentran por todas partes. Las casas de la Calle de la Amargura y de la Calle del Cristo, del caserío de La Popa y del callejón de Galdós, conservan intactos sus patios, sus arbustos de sombra, sus losas gastadas y sus flores recién abiertas, en una atmósfera de encanto atemporal.
En las tranquilas calles de Trinidad habitan héroes anónimos, personajes cotidianos. Sus pequeños actos no quedarán escritos en las páginas de la historia, pero ellos también son héroes y artífices de la memoria. Lo primero que conquista la mirada son los tonos pasteles de las casas y los grandes ventanales asomados a las aceras, con largos bancos donde los trinitarios se sientan para conversar y reposar al fresco sin tener que salir de sus hogares, justo cuando el sol empieza a esconderse con el crepúsculo. A la hora de la siesta, cuando el pueblo descansa, asoman a través de las ventanas abiertas y las puertas sin cerrojo las reliquias que sus habitantes han heredado por generaciones: fotos de familia, objetos sencillos y centenarios, recuerdos de tradiciones y aventuras no contadas. Más tarde, la cordialidad de la gente abre de par en par su intimidad para regalar el calor de su hogar abierto. En las tertulias callejeras se oyen las voces de las mujeres que a veces entonan canciones tradicionales, que intercambian recetas de cocina o que relatan historias populares como la de Juan Bobo, Gangá, el mejor cocinero de Trinidad; de María Cosita, que siempre tenía hambre; o de Doña Juana Garido, quien todo el tiempo cargaba un pollo en su pecho para mantenerlo caliente.
Por las tardes, algunos músicos de piel morena deambulan por las calles de esta tierra de tríos y cantares lejanos. A veces se escucha a un quinteto cantando guajiras al ritmo de los clavos melódicos de un mulato de la Sierra de Escambray. Cuando baja el sol, el baile estalla con aires de parranda, sangre caribeña que se nutre de rumba y ron. A un costado de la Parroquial Mayor, una ancha escalinata asciende hasta desembocar en la Casa de la Música, un espacio abierto a la cultura de Trinidad. En un escenario improvisado, diferentes músicos despiertan fantasías al ritmo del son y de los latidos afrocubanos que nacen de sus tambores.
Trinidad también es tierra de sabias artesanas, dueñas de las agujas y del tejido, del bordado y de las randas, del encaje de bolillo de Cataluña y de Tenerife heredado de las abuelas y transmitido de madre a hija. En sus plazas y mercados se aprecia el trabajo de los cesteros que tejen canastos y sombreros en fibra de yarey. La alfarería, la ebanistería y la herrería forman parte del patrimonio artesanal de esta Villa, donde se unen arte y artesanía para reflejar la creatividad y la identidad cultural de su pueblo.
Tal vez en un balcón de herraje antiguo se haya sentado un poeta para gozar, en el atardecer, de la dulzura que asciende de la ciudad callada para seguir el juego de los últimos rayos del sol en el rojo relumbrar de los tejados, para ver nacer el crepúsculo sobre las cumbres distantes y para sentirse, por encima de otros hombres, más cerca del cielo.
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