Domingo, 16 de julio de 2006 | Hoy
LECTURAS > RAMóN LISTA Y LOS PUEBLOS ORIGINARIOS
En 1879, Ramón Lista fue nombrado gobernador del territorio de Santa Cruz y al poco tiempo mudó la capital a Río Gallegos, según parece para estar cerca de las tolderías de la cacique Koila, con quien tuvo un hijo. Su convivencia con los tehuelches le cambió su cosmovisión y terminó publicando un lúcido testimonio de la cultura de “una raza que desaparece”, de cuya reciente reedición se ha seleccionado este fragmento
Por Ramón Lista *
La hora postrimera de un pueblo, ya sea civilizado o salvaje, reviste siempre un carácter de suprema solemnidad. Tiene la amargura de todas las catástrofes de la historia, es la tragedia siempre nueva de las razas. Un día, un viajero se detiene al borde del más grande de los ríos de América. A su margen se halla una choza y en ésta un anciano que acaricia un loro. “Cuando yo y este pájaro hayamos muerto, ya nadie volverá a hablar nuestra lengua”, balbucea tristemente el salvaje.
El cuadro no puede ser más melancólico, ni más amarga la frase. Se dice y se repite que la extinción de las razas superiores obedece a una ley fatal; pero ha debido agregarse un comentario: extinción es refundición, incorporación, pero no aniquilamiento implacable y artero por un instinto de malignidad civilizada, y tácitamente consentida por los que mandan (...)
Algún día se ha de escribir la relación fehaciente, documentada, de las atrocidades cometidas con las tribus mapuches, y cuando a ellas se agreguen las sangrientas escenas de que ha sido teatro la Araucania y el Gran Chaco, el filósofo no podrá menos que reconocer en el hombre toda la ferocidad del tigre, disimulada por fementidos propósitos de redención, cuando en realidad sólo le guía su instinto destructivo: “Raspad el ruso y encontraréis el tártaro”.
Nuestro siglo es siglo de egoísmo: el móvil único del hombre es la riqueza: su corazón está vacío de creencias y de esperanzas; lo que no es aritmético le es indiferente. Sólo así se explica el silencio en torno de las agrupaciones indígenas que van desapareciendo, no por la ley del evolucionismo natural sino por la pólvora y el licor, por la crueldad sin freno de los unos y la rapiña de los otros.
Hoy mismo, a esta misma hora, estamos presenciando el hundimiento de una raza americana, antigua, que aunque más no fuese por interés científico, ya que no por sentimiento humanitario, habríamos debido proteger y dejar que poco a poco se fundiese en las masas civilizadas. Nos referimos a los indios tehuelches, o patagones, que viven nómades en los campos de Chile y de la Argentina, desde Chubut hasta el Estrecho de Magallanes (...)
La religión tzóneka o tehuelche es muy elemental y carece de representaciones exteriores. El dominio de la tierra, del mar y del cielo, dispútanselo dos deidades: el Espíritu del bien y el del mal. El primero es el dispensador de todos los bienes mundanales; es el genio benéfico que vela por los indígenas, pero cuyo influjo suele ser ineficaz para evitar las acechanzas del Espíritu del mal que, según sea la manifestación de su malignidad, se denomina Kerpónkeken, Huendáunke, Mapie o Arhjchen.
Mapie es la oscuridad de la noche, el viento desolado en la planicie. En Kerpónkeken se ve el monstruo impalpable que hiere en la cuna a los recién nacidos y bebe las lágrimas de las madres, burlándose de todos los dolores con mueca siniestra: a veces encarna la forma de un potro salvaje y artero, siempre veloz como el relámpago.
Desde que nace el hombre hasta que muere, el Espíritu del bien le ayuda y combate por su existencia contra el Espíritu adverso, único causante de la enfermedad y de la muerte, las que el indígena trata de evitar propiciándose a la cruel deidad, al diablo, por medio de dos ceremonias (...)
¿Creen los tehuelches en la inmortalidad del alma? Tal vez no, en el sentido estricto del dogma cristiano; pero es indudable que creen en la resurrección de los muertos, lo que se desprende fácilmente de su costumbre de enterrar los cuerpos en la actitud que tuvieron en el seno maternal, rodeándolos de aquellos objetos que pudieran necesitar al renacer en otra parte.
En época remota mataban el caballo preferido del extinto, mataban sus perros; y al lado del cadáver se depositaban las armas, los utensilios y hasta el alimento de que debía echar mano al despertar de aquel más allá del océano misterioso (Jono) en que vuelve a vivirse la vida penosa de la tierra, hasta el día en que el tehuelche se cuasi diviniza. Dicen los ancianos que la bóveda celeste está poblada por sus antepasados purificados, y que en ella no se conoce el dolor, ni aun la fatiga (...)
Intimamente ligada con estos principios religiosos se manifiesta la superstición. El tehuelche cree en la hechicería y le teme sobre todas las cosas. Los que tienen el poder de hechizar, los “brujos”, son aborrecidos y a veces victimizados, porque piensan los indígenas que las desgracias que ocurren en sus hogares suelen ser la obra del maleficio de aquéllos. Los brujos son individuos taciturnos y huraños, y la facultad que les es propia puede transmitirse de padres a hijos, pero juntamente con ciertas piedras horadadas, pequeñas, alisadas y de forma irregular, sin las cuales sería imposible la acción maléfica, pues su pérdida implica la cesación de aquel poder diabólico.
Propiamente, el brujo es el agente del Espíritu del mal, y el tehuelche está siempre prevenido contra él: si se recorta el cabello, arroja al fuego las mechas; si se monda las uñas, hace lo propio, pues piensa que lo más superfluo de su cuerpo, y hasta de su vestido, puede servir de vehículo para la hechicería.
Todo instrumento cuyo mecanismo ignora tiene shoik’n, y naturalmente le inspira repulsión. Los fenómenos astronómicos, los eclipses, por ejemplo, tienen para ellos una significación siniestra: la muerte, el hambre, los crueles inviernos, vienen después. El chirrido estridente del mochuelo, la aparición fortuita de un reptil, el aullido de un perro, son signos de desgracia siempre inmediata. Creen en las fantasías de los sueños y dicen que “cuando el corazón está dormido, se ve como la vislumbre de las cosas que han de suceder” (...)
Los tehuelches, como he dicho, carecen de medios exteriores para representar y fijar su pensamiento; pero no por ello olvidan los acontecimientos más remotos de su colectividad. En general están dotados de una memoria sobresaliente que apenas si disminuye con los años: de aquí que los ancianos sean como el archivo de los sucesos que han ocurrido en el pueblo tehuelche desde su origen mítico hasta el día; conservando los detalles más importantes de sus poéticas tradiciones, que desgraciadamente los ancianos ya no refieren en torno del fuego a los jóvenes tehuelches, amenguados en la estatura, corrompidos, alardeando de todos los vicios importados por la plebe cristiana.
Es cosa sabida que los dialectos bárbaros sudamericanos, con exclusión del quechua y del guaraní, cuentan con un reducido número de palabras, y que sus signos numéricos no pasan de cinco. Los tobas en el Chaco y los alacalufes en Tierra del Fuego son las agrupaciones humanas típicas a las que se puede aplicar este detalle lingüístico. Por lo contrario, los tehuelches tienen un sistema numérico que representa cierto progreso relativo. Hasta los niños saben contar de corrido de uno a cien, y aquellos indios que mantienen relaciones comerciales con los cristianos no sólo lo hacen sin equivocarse hasta mil sino que, también, formulan cálculos elementales, como sumar y restar (...)
Ambos sexos llevan en sí el sello peculiar en todos los pueblos indígenas sudamericanos, y éste es el de la tristeza; detalle que se advierte al primer golpe de vista. Es un aire doliente, pesado, lánguido e indiferente a la vez, y sin que ello importe el querer hacer una frase, diríase que el tehuelche retrata en su semblante la desolación, la árida monotonía del país en que ha nacido. Es poco dado a la risa, y cuando lo hace es a manera de estallido, anormal, como que su temperamento no se presta a tal manifestación.
Por otra parte, he observado que conversan poco y con cierta indecisión, que en las horas aflictivas se convierte en balbuceo. Dado este modo de ser, nada tiene de extraño que las manifestaciones de sus más íntimas alegrías, siempre breves, revisen un carácter de brusquedad turbulenta y salvaje.
Estos indios no se sorprenden de nada; todo lo miran con la mayor indiferencia, al menos aparente, y ni siquiera las obras arquitectónicas o mecánicas más notables despiertan en ellos signos externos de asombro. El cacique Papón visitó conmigo, no hace mucho, el Río de la Plata; mas nada llegó a alterar la fría serenidad de su rostro. Figurábame que todo le era conocido: ferrocarriles, monumentos públicos, instalaciones de industria, alumbrado eléctrico. Lo único que llegó a interesar su curiosidad fue la pareja de elefantes del Jardín de Aclimatación de Buenos Aires. ¡Oh! ¿Cómo llamar ese animal grande?... Ketcshk (lindo) agregó en su lengua; y se quedó callado, girando su mirada a otra parte.
¡Pobres indios! Quien como yo haya asistido a vuestros regocijos de familia, en la hora melancólica que precede a la noche; quien como yo os haya oído decir que la vida es “buena”; quien conozca vuestras inquietudes y temores de cada día, o haya sondeado vuestro corazón infantil, os dedicará como yo un afectuoso recuerdo. ¡Pobres tehuelches! Cuán felices no seríais de nuevo, si al despertar una mañana, alguien os dijese que los hombres blancos se habían marchado para no volver jamás...
* Autor de Los indios tehuelches; una raza que desaparece. Ediciones Patagonia Sur 2006. www.patagonia-sur.com
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