Domingo, 3 de septiembre de 2006 | Hoy
SANTIAGO DEL ESTERO > MúSICA, HISTORIA Y TRADICIONES
Santiago del Estero, la primera ciudad fundada en territorio argentino, cumplió 453 años hace poco más de un mes y para celebrar tan larga vida la fiesta duró una semana. Pero en la tierra santiagueña, cuna de tradiciones y folklore, nunca cesan la música y el canto. Más allá de Río Hondo y sus famosas termas, un viaje por la historia y las artes ancestrales de una provincia que late al ritmo de chacarera.
Por Marina Combis
A orillas del río Dulce y a poco más de mil kilómetros de Buenos Aires, la capital santiagueña atesora un valioso patrimonio con fragmentos de una historia que se fue haciendo con el país: el Cabildo, el Convento de San Francisco (cuya celda-capilla, levantada por los indios hacia 1590, sirvió de morada a San Francisco Solano), el Convento de Santo Domingo, la Catedral o el Museo Histórico “Dr. Orestes Di Lullo”. Mansiones coloniales, edificios de antaño, testimonios del pasado que guardan los innumerables tesoros de la memoria santiagueña.
Fundada por el capitán Francisco de Aguirre en 1553, Santiago del Estero del Nuevo Maestrazgo fue la primera capital de gobernación del interior, dependiente de la Audiencia de Charcas, y abrió el camino para la fundación de San Miguel de Tucumán, Córdoba, Salta, La Rioja, Jujuy y Catamarca. También surgieron los primeros “pueblos de encomienda” en Manogasta, Tuama, Sumamao y Atamisqui, las reducciones de San José de Petacas y la de la Concepción de Abipones tierra adentro, las iglesias, los conventos y las casas señoriales en la capital floreciente.
Por entonces se circulaba entre el Tucumán y la rica Villa de Potosí a través del Camino Real, que a veces seguía el rumbo de los antiguos caminos incaicos, y a su lado comenzaban a surgir las postas que servían para el recambio de caballos y el descanso de los viajeros. En los primeros siglos, la provincia fue el centro de la actividad comercial entre el Río de la Plata y el Perú, y por ella pasaban cada año treinta mil mulas, cuarenta mil vacunos, veinte mil arrobas de yerba mate, cantidades de tabaco, de azúcar, de pipas henchidas de vino y aguardiente con destino a las ciudades virreinales. Los obrajes textiles y las fábricas de carretas no daban abasto, los corrales estaban repletos de ganado que esperaban para viajar al norte. Eran tiempos de prosperidad.
Con los años, otras ciudades se hicieron cargo de gobernar el Tucumán, pero no todo quedó en el pasado. En Santiago y en toda la provincia, las raíces indígenas y criollas prevalecieron en la música de guitarras y bombos; en los sabores populares del locro, la mazamorra, el charqui, los tamales, la aloja, el chipaco y las empanadas; en las artes ancestrales de las teleras, las tejedoras de cestos, los hacedores de bombos, los alfareros, los plateros. Las historias de la Salamanca, del Toro Supay, del Kakuy o de la Telesita se cuentan, como antaño, de padres a hijos. Y cada pueblo de Santiago esconde un pequeño tesoro de tradición y leyenda: Atamisqui, con sus músicos y artesanos; Salavina, donde murió el conquistador Diego de Rojas; Loreto, que como Ojo de Agua fue camino de postas en la ruta de Buenos Aires al Potosí, o La Banda, cuna del folclore de una provincia que late al ritmo de chacarera.
“105 años Madre Chacarera”, proclama una leyenda pintada a mano sobre un blanco muro de piedra. Junto a él, como todos los años, se montó un escenario no muy amplio pero capaz de contener el profundo sentimiento de la gente que pasa por allí para celebrar un cumpleaños muy especial. El marco son las calles de tierra de Los Lagos, un pequeño barrio de la ciudad de La Banda.
El alma verdadera de esta fiesta popular se encuentra en una casa modesta donde vivió la abuela María Luisa Paz Carabajal, la “Madre Chacarera”. Gracias a ella comenzó todo, porque su existencia fue la inspiración de muchas canciones inolvidables, de guitarreadas hasta el amanecer, y sobre todo de esta fiesta que lleva su nombre y ya es de todos. María Luisa dejó este legado que hoy mantienen vivo sus hijos y sus nietos, como Alicia Carabajal de Carabajal, la nieta mayor de Doña María Luisa. Ella todavía vive en la casa y abre sus puertas para que todos los que quieran pasen a tomar unos mates, o disfruten de los locros y esas empanadas tan santiagueñas. El prólogo de este encuentro se realizó un día antes en el Centro Recreativo de La Banda, con un multitudinario “Carabajalazo”.
Este año, la celebración del cumpleaños de la abuela comenzó en la mañana del domingo 20 de agosto, y siguió sin pausa hasta el día siguiente. Esta gran peña que reúne a músicos consagrados y a otros que dan sus primeros pasos pasó a ocupar su propio lugar en el calendario cultural de la provincia, y cada año se acerca más gente de todo el país y también algún extranjero extasiado de tanta energía flotando en el aire. Muchos llegaron para hospedarse en hoteles cercanos, y otros viajaron unos días antes para conseguir un lugar donde instalar su carpa en las calles aledañas al patio de la abuela.
Miles de personas se abrazan en este encuentro, porque parece que se conocen de siempre cuando comparten la música de sus guitarras, violines y bombos, o se entreveran en el baile cuando se agitan los pañuelos. Como trovadores de esta tierra, Peteco, Cuti y Roberto, Roxana, Demi, todos los Carabajal entre tantos otros, cantaron las zambas, los gatos, los escondidos y las chacareras, mientras en paralelo se armaban decenas de peñas más pequeñas, casi íntimas. Al caer el sol todos entonaron el “Vals de La Banda”, de Carlos Carabajal y el poeta santiagueño Pablo Raúl Trullenque.
Apenas una semana después se juntó el pueblo en el patio, como lo hace cada año a mediados de agosto, pero esta vez fue para despedir a don Carlos Carabajal, el “Padre de la chacarera”. Trescientos bombos juntó el Indio Froilán, miles de amigos formaron el cortejo que partió del barrio de Los Lagos. Como si fuera un “velorio de angelito”, sus hijos y nietos le cantaron: “Fue mucho mi penar andando lejos del pago,/tanto correr pa’ llegar a ningún lado,/si está donde nací lo que buscaba por ahí”.
A mediados de julio, una semana antes del aniversario de Santiago del Estero, miles de personas se reúnen para cumplir con una costumbre que se repite cada año. Cargan en sus manos un instrumento que parece un trozo de árbol mientras baten millares de bombos que suenan como el corazón de un gigante. La “Marcha de los Bombos” sale del patio del Indio Froilán, en el barrio de Boca del Tigre, para invadir la ciudad.
El patio de Froilán es como una casa grande, porque siempre está abierto para todos. Hace más de diez años que la gente llega, cada domingo, a esta peña al aire libre que ya se convirtió en un lugar de culto. En los hornos de barro se cocinan las empanadas, las tortillas y los chipacos, mientras crepita el fuego del asado. Tanto aroma y tanto sabor no llegan a interrumpir la música que nace en cada rincón de este patio. Templan sus cuerdas los guitarreros, mientras alguien afina un violín y un “bombisto” estira el parche de su instrumento. Una voz canta, armoniosa: “En Boca del Tigre se oyen por la noche repicares/de mil bombos que resuenan en el patio de González/cuando transforma en repique los cueros y los ceibales”.
Al sur de la ciudad de Santiago del Estero hay un pequeño pueblo de casitas bajas y calles polvorientas. Villa Atamisqui es un lugar tranquilo donde el silencio sólo se ve interrumpido algunas veces por el sonido de un violín. “Cómo no sacar una melodía de tantas notas flotando en el aire”, dice Elpidio Herrera, músico de alma y luthier de oficio, que vivió siempre en Atamisqui junto a su mujer y sus hijos.
Hace más de treinta años, Elpidio tomó una calabaza que abrió en dos mitades perfectas e imaginó un instrumento musical que prometía ser distinto a todos los demás. En el puente le hizo un pequeño orificio, suficiente para pasar un arco diminuto y tocarla también como violín. Fue el principio de la creación del instrumento al que le puso por nombre “caspi-guitarra”, que en quechua quiere decir guitarra de palo. Sixto Palavecino, uno de los grandes músicos santiagueños, le sugirió cambiar el nombre por “sacha-guitarra”, porque “sacha” quiere decir monte: guitarra del monte. Así nació este instrumento que puede hermanar, en la chacarera, los acordes de la guitarra con la armonía del violín.
Artesano paciente, sigue imaginando otras versiones de su guitarra-violín, que ofrece ese sonido diferente que sólo él fue capaz de crear, y que León Gieco definió como “el último instrumento argentino”. Pero Elpidio es sobre todo un músico versátil, capaz de interpretar las notas que descubre en el paisaje. “La música es pasado, presente y futuro, un alimento del alma –explica este artista de Atamisqui– es como el aire. No me imagino un día sin música y sin pájaros.” Y de pronto sonríe, como lo hace a cada instante, porque quiere regalar alegría con su “sacha-guitarra”, ese instrumento nacido de una calabaza que contiene el espíritu del monte y el alma ancestral de Santiago.
Las artesanas y artesanos de Santiago del Estero conservan los oficios heredados del pasado indígena y de la tradición criolla. La provincia es un mundo de teleras que no han olvidado que sus abuelas teñían la lana con la resina del algarrobo negro, con la raíz de mistol, con la cochinilla y el chañar, que saben hilar en huso y tejer en el telar de bastidor y en el telar criollo. De allí salen las tramas de mil colores de los ponchos, las mantas, los sobrecamas, los baetones, las alfombras y los bastos que exhiben a la vera de los caminos para hacerle sombra al arcoiris.
Muy cerca de Atamisqui, Alba Coronel de Pacheco hace prodigios con el tejido. Tiene 38 años y vive en Monte Redondo con su marido, que también teje, cuatro hijos pequeños y una sobrina que la ayuda. Tiene tres telares instalados a cielo abierto, a pocos metros de su vivienda ubicada al borde de la Ruta 9, y grandes parantes de los que cuelgan, hamacadas por el viento, mantas multicolores, baetones con diseños precolombinos, alfombras de pelo cortado. Pero Alba no se queda quieta y recorre las ferias del país, y produce para las casas de diseño de Buenos Aires.
Otros artesanos traman el unquillo, la paja, la palma y la chala del maíz en delicados canastos. Miguel de Jesús Medina se sienta cada día en la vereda para tejer sus canastos, en la temporada turística de las Termas de Río Hondo. Ocho o diez horas pasa este artesano de 58 años y cinco hijos, que en los meses libres es cosechero, trenzando las fibras de “paja brava” para dar forma a un cesto espiralado que adorna con hojas de chala teñidas de color. Este año recibió el primer premio en la Fiesta Nacional del Canasto, y lo cuenta con orgullo porque son muchos los que practican este oficio de hombre y de mujer.
No son pocas las artes de estos artesanos santiagueños que también saben dar forma al quebracho y al vinal, maderas nobles del monte, a las vasijas de barro, a los trenzados de cuero. En Atamisqui, Loreto, Ojo de Agua, Quebrachos, Salavina, San Martín y en cada rincón de la provincia, estos herederos de tradiciones van escribiendo a mano la memoria de su pueblo.
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