Domingo, 2 de mayo de 2010 | Hoy
A cinco kilómetros de Anillaco, a un costado de la ruta, una precaria cerca protege los restos de la ciudad diaguita de Watungasta, levantada en adobe. Sus orígenes se remontan a comienzos del primer milenio y se cree que fue habitada ininterrumpidamente durante cinco o seis siglos, hasta 1650. La condición actual de Watungasta es ruinosa: no se ve gran cosa, aunque perdura en el suelo parte la estructura general que adquirió la ciudad con la llegada de los incas en 1480.
Entre las ruinas sobresale un montículo de tierra de 30 metros de alto rellenado con piedras por los aborígenes. Los arqueólogos identificaron los cimientos sobreelevados de la casa del cacique y casas comunes en el nivel inferior de la ciudad, además de dos plazas. Se cree que Watungasta floreció como un núcleo especializado en alfarería de cerámica que se exportaba a Chile y el Alto Perú. En el 1500 se calcula que Watungasta tenía una población de 4000 habitantes, pero en 1630, al desatarse las guerras calchaquíes, la población comenzó a reducirse y los españoles a expandirse en busca de oro y plata. Y según las crónicas españolas de la época, el derramamiento de sangre en una de las batallas de Watungasta fue tal que el río que pasa junto a la ciudad se tiñó de rojo y la matanza pareció ser “mayor que la de Troya”. De allí el nombre del río, bautizado La Troya. En 1713, cuando los españoles demarcaron el pueblo de Tinogasta, se contabilizaron apenas 37 habitantes indios.
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