–Un whisky on the rocks, por favor, pero sin hielo.
–Cómo no, aquí lo tiene.
El diálogo no es de locos, sino que se oye en el Bar de Hielo del subsuelo del Glaciarium, ya que los vasos son de puro hielo. Ingresar en el bar es como hacerlo en una caja de cristal con cambiantes luces de colores, donde las superficies son lisas, gélidas y semitransparentes. En el fondo se trata de una cámara frigorífica donde a uno le entregan una capa térmica de material aislante y gorro para soportar hasta ocho grados bajo cero. La barra, las mesas y sillas son de agua congelada –casi nadie se sienta– talladas a partir de témpanos de la zona. Se ingresa en grupos y la música suena fuerte, como en un pub, de modo que a algunos les dan ganas de bailotear un poco. La decoración incluye las esculturas de un águila, un armadillo y un puma que deben renovarse una vez al año (a diferencia de los vasos, que se tiran inmediatamente). El sistema es el de barra libre y se puede pedir toda clase de bebidas alcohólicas. Pero no es posible tomar lo suficiente como para que el alcohol llegue al cerebro, ya que en menos de media hora todos se quieren ir: el extremo frío, más los tragos helados, calan los huesos.
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