Para la Iglesia Católica el pecado está en la esencia de todo hombre. Y por sus actos es juzgado el “día del juicio final”, pagando por ellos después de la muerte. En cambio, las reclusas de un convento colonial pagaban de antemano con su encierro. Esto era –y sigue siendo así– una muestra de santidad, y como beneficio obtenían la indulgencia plenaria de cualquier pecado que pudieran cometer.
La muerte era el acontecimiento más sublime en la vida de una clarisa, el más bello y doloroso que se pueda concebir. El ideal era una muerte terrible que se asemejara al suplicio de Cristo. En los testimonios del convento quedó registrada, por ejemplo, la muerte de la monja fundadora de esa orden en Cartagena, sor Inés de la Encarnación. “A las cinco de la tarde le dijo a nuestra madre sor Buenaventura, mirando un crucifijo: ‘Observa hija, con ser yo una hormiguilla vil y un gusanito podrido, me ha dado aquel Señor a entender que estos dolores que paso son semejantes a los que su Divina Majestad pasó en aquella cruz’”.
Al convento se ingresaba expresamente para sufrir, y allí radicaba por lo visto la condición del goce. Es el caso de la primera abadesa del convento, que como consecuencia de un mal contraído en Sevilla donde trabajaba como enfermera, se fue quedando tullida de a poco. Así fue empeorando tanto que para llevarla a misa era necesario levantarla en andas y tenderla en el piso “como a un perro”. En su delirio declamaba estar viviendo el mismo calvario de Cristo, y para espanto de todas parecía complacerse cuando el diablo la torturaba “hundiéndome y sacándome agujas por todo el cuerpo”.
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