En el prólogo de su novela, Gabriel García Márquez relata los acontecimientos fantásticos de los que fue testigo el 26 de octubre de 1949, cuando recién se asomaba al oficio de periodista en el diario El Universal de Cartagena. Aquel día unos obreros iban a vaciar las criptas funerarias del antiguo Convento de Santa Clara, donde permanecían enterradas tres generaciones de obispos y abadesas. Y en una de esas criptas estaba la noticia para el periodista, ya que al primer golpe de la piocha apareció el cráneo completo de una niña con una cabellera larga que cayó fuera de la cripta. La macabra escena le hizo recordar al escritor una historia que le contaba su abuela sobre “una marquesita de doce años cuya cabellera le arrastraba como una cola de novia, que había muerto de mal de rabia por el mordisco de un perro, y era venerada por los pueblos del Caribe por sus muchos milagros”. La idea de que aquella tumba fuese la de la marquesita fue el origen del libro. Y aquella cripta es hoy casi un punto de peregrinaje para lectores de todo el mundo que llegan al bar del actual hotel para descender encantados los peldaños irregulares que conducen al lúgubre sepulcro donde todavía se respira el aroma húmedo de la muerte.
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