UNIVERSIDAD › OPINIóN
› Por Norma Giarracca *
Cerca de mil quinientos sociólogos rurales respondieron a la convocatoria de su asociación latinoamericana, Alasru, y participaron este mes del VIII Congreso que se realizó en Porto de Galinhas, una hermosa playa de veraneo en Brasil. Durante mucho tiempo se discutió si la sociología debía acompañarse por el calificativo “rural” o “agrario” para indicar la subdisciplina. En este nuevo siglo nuestra propuesta fue dar un importante paso e integrar la “cuestión de los recursos naturales”. En algunos espacios minoritarios se reflexionó sobre estos nuevos problemas, sumando luchas, imbricando agronegocios con minería, agua, la construcción de grandes hidroeléctricas y los sufrimientos sociales que todo esto acarrea. Pero la recurrente “sociología rural” se resistió a abandonar la discusión de los temas que la acompañaron gran parte del siglo XX. La gran expansión sojera de Brasil, la Argentina (y en términos relativos de Bolivia, Paraguay y Uruguay), fue comprendida en los dos sentidos cruciales que dividen a los académicos y a todas las sociedades: “modernización capitalista” o “agronegocio extractivo y devastador”. La “agricultura familiar” tuvo la misma polisemia: unidad con definición problemática en los tiempos actuales o propuesta de los “expertos” del Banco Mundial que sueñan con convertir a los rebeldes campesinos de América latina en dóciles y pequeños agentes del mercado; la problemática del trabajo rural, la cuestión de género y propiedad de tierra, la educación y la extensión agrícola fueron algunos otros significativos puntos tratados.
Fue un encuentro plural y completo en términos de viejas y nuevas discusiones, pero la organización brasileña no tuvo mejor idea para el congreso que elegir un hotel tipo resort, cerrado, con obligación de usar cintas en las muñecas para identificar a los “de adentro” de “los de afuera”, lo que condujo a intolerables discriminaciones de los jóvenes que no se hospedaban en el costoso hotel (que alojaba a los invitados). Fue una elección desafortunada (igual que repartir portafolios de plástico), que las autoridades de Alasru no supieron parar a tiempo, y generó barreras más allá de las físicas. En efecto, el encierro impidió ver lo que sucedía en los territorios cañeros vecinos al hotel, o logró que el Movimiento de los Sin Tierra ni se asomara al encuentro. Peor aún, el encierro condujo a que muy pocos colegas se enteraran de que en esos cinco días sucedían graves hechos que no pueden dejar de interpelarnos. Murió Ezequiel, un niño argentino que trabajó con sus padres toda su corta vida en una empresa avícola, en pésimas condiciones laborales. Su pequeña vida transcurrió entre la sangre y el guano de las gallinas, manipulando venenos con elementos cancerígenos que la empresa impone para cumplir a rajatabla con los topes de producción, explica el comunicado denunciando esa muerte. El congreso tampoco se enteró de que cuatro campesinos hondureños fueron asesinados por los sicarios de un conocido terrateniente de la derecha de ese país. Todos eran miembros activos del Movimiento Campesino Aguan, afiliados a la Central Nacional de Trabajadores del Campo, la Asociación Nacional de Campesinos Hondureños y Vía Campesina Internacional, que solicitó especialmente hacer conocer al mundo esta masacre. Lamentablemente, Alasru no sacó declaraciones sobre estos (y muchos otros) graves acontecimientos de estos mundos sociales, y quizás haya sido porque los grandes hoteles turísticos de nuestra América están inmunizados contra los sufrimientos sociales de sus adyacencias. Por eso, la universidad pública –con todos sus problemas de infraestructura– debe seguir siendo la sede privilegiada de estos eventos si queremos preservar el pensamiento crítico y el compromiso social latinoamericano.
* Profesora titular de Sociología Rural, investigadora del Instituto Gino Germani (UBA).
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