› Por Juan Forn
Pocos días antes de la primera muestra de Balthus, en 1934, el joven pintor recibió en su atelier parisino la visita de un triunvirato de “fiscales”: André Breton, Paul Eluard y Alberto Giacometti. Venían a comprobar si Balthus efectivamente era, tal como lo había definido su amigo Giacometti, un “surrealista de extramuros”. Breton abandonó el atelier a los pocos minutos, sin llegar a ver los cuadros siquiera, escandalizado por las “provocaciones reaccionarias de ese novato” de veintisiete años. Lo ocurrido en esos minutos había sido lo siguiente: cuando el autor de Nadja le habló de Novalis como el poeta de la noche, Balthus dijo que prefería recordarlo por sus poemas a la Virgen; cuando le preguntó si creía en el poder de lo onírico, Balthus mostró un irónico desdén por las teorías de Freud; y finalmente, cuando Breton quiso saber si Balthus era comunista, éste contestó que en realidad prefería definirse como “feudalista”, porque añoraba vivir en un período en que las ideas del Estado fueran las de la Iglesia.
Días después, con los cuadros ya colgados en la galería, estalló el escándalo. Con su primera muestra, Balthus logró escandalizar a ambos extremos del mundo de la pintura parisino: los pintores avant-garde lo rechazaron por “retrógrado” (André Masson y un grupo de sus acólitos salieron disparados de la galería Pierre gritando: “¡Pero esto es figurativo!”); el resto de los visitantes se rasgó las vestiduras por el ejercicio de pedofilia y ninfomanía en los cuadros exhibidos. Unos y otros coincidían en una sola cosa: nada podía esperarse de ese ignoto jovencito que, para colmo de males, afirmaba ser un conde polaco.
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