VERANO12 • SUBNOTA
Dos de los cuadros hoy más famosos de Balthus pertenecen a esa muestra inicial, y ambos tienen su historia. La calle fue adquirido años después por un coleccionista norteamericano, que sólo aceptó comprarlo si Balthus retocaba el modo equívoco en que una de las figuras masculinas del cuadro apoyaba su mano en la entrepierna de una púber (sólo así pudo exhibirse la tela en el Metropolitan de Nueva York, y recién en 1956).
El otro, llamado La lección de guitarra, sólo pudieron disfrutarlo unos pocos visitantes selectos en un cuarto trasero de la galería Pierre durante aquella primera muestra. Pasado el tiempo lo compró Matisse y, antes de morir, lo donó al Museo de Arte Moderno de Nueva York. Pero una de las curadoras del MoMA, Blanchette Rockefeller, la consideró una parodia blasfema de una pietà renacentista y devolvió la tela a la hija de Matisse. El cuadro fue entonces comprado por el magnate naviero Stavros Niarchos, quien lo instaló en la cabecera de su cama, porque sostenía que le garantizaba una buena erección cada vez que era necesario.
A pesar de que Norteamérica le dedicó dos grandilocuentes retrospectivas y que la mitad de sus coleccionistas eran de allí, el anciano caballero que vivió hasta los noventa años no pisó nunca el nuevo continente: “Odio cómo se colecciona allá. Hay más museos que artistas”, decía por toda explicación. Quienes lo conocieron afirman que el tema de los coleccionistas era una obsesión en Balthus: después de casarse por segunda vez con una japonesa llamada Setzuko en Kyoto, en 1967, prohibió a su marchand vender a coleccionistas occidentales los paisajes que estaba pintando, porque consideraba que no podían valorar en su justa medida cuánto debían esas telas a la pintura oriental.
La relación de Balthus con el arte actual quedaba en evidencia en declaraciones como ésta: “¿Cuál es la definición de arte moderno? Los únicos pintores modernos que he conocido eran mucho más artistas que modernos: Giacometti, Picasso... Si hubiera que adjetivar a Braque, yo diría católico mucho antes que moderno. En cuanto a Bacon, fue un gran amigo, pero siempre detesté su pasión por la fealdad. Será que no soy un pintor intelectual. La intelectualidad me parece un cortinado de hierro entre la realidad y la verdad”.
Acto seguido, Balthus solía relatar su anécdota favorita al respecto. A través de Peggy Guggenheim, la coleccionista y mecenas que luego se casó con Max Ernst, Balthus conoció en Roma al gran arquitecto norteamericano Frank Lloyd Wright. Este le contó que, cuando hizo el Museo Guggenheim de Nueva York en forma de espiral, fue criticado por algunos artistas plásticos porque ese diseño impedía apreciar correctamente la obra exhibida: “Era la idea. Si no hay nada que apreciar en esas paredes”, contestó Lloyd Wright.
Si bien el mundo entero lo conoce como Balthus, él prefería su nombre “real”, en el doble sentido de la palabra: Balthazar Klossowski, conde de Rola. Ese fue uno de los tantos gestos que convirtieron a Balthus en uno de los snobs más conspicuos del mundo de la pintura. A lo largo de los años sostuvo que, si bien nació en París, era un noble polaco cuyo árbol genealógico se remontaba al siglo XI (su primer antepasado era, al parecer, el legendario Casimiro de Rola, una suerte de rey Arturo de Polonia), y no perdía oportunidad para hacer ostentación de su parentesco con casi todo el Gotha europeo, de la casa de Habsburgo a la de Saboya, para no mencionar el rumor (al parecer, propalado por él mismo) de que era hijo natural de Rilke.
Nobleza obliga: es cierto que su madre fue amante del autor de las Elegías de Duino, pero cuando Balthus ya era adolescente. También es cierto que fue gracias a Rilke que el joven Balthus se instaló en casa de André Gide en París a estudiar pintura, a fines de los años ’20. Según Giacometti, Balthus empezó con su snobismo para escandalizar a los surrealistas en París, pero con los años terminó creyéndoselo. Por esa clase de imposturas, Balthus no se habló durante cincuenta años con su hermano, el escritor “maldito” (y horroroso dibujante “erótico”) Pierre Klossowski, quien le echaba en cara su snobismo terminal. Balthus contestaba que al menos él no había caído en la más patética de las imposturas: “Hacerse el francés, en la acepción intelectual del término”.
A partir de los años ’50, con la publicación de Lolita, Balthus pasó a convertirse para el periodismo cultural en una suerte de Nabokov de la pintura. De nada sirvió que insistiera, una y otra vez: “Nunca he pintado fantasías eróticas. Ni siquiera he pintado sueños: pinto gente que sueña”. Las preadolescentes que aparecen como lánguidos objetos de deseo en sus cuadros iniciaron el equívoco, y el mismo Balthus lo alimentó cuando anunciaba a los cuatro vientos su fijación con el Don Juan de Byron. Una de las debilidades del conde fue vivir en mansiones “ilustres”, entre ellas la Villa Diodati de Ginebra, donde se dice que Mary Shelley concibió su Frankenstein en una noche de tormenta compartida con Percy Shelley, Polidori y Byron. Cuando vivía allí, Balthus juraba que Byron se le aparecía en sueños para hablar con él de antepasados comunes y aventuras donjuanescas.
Pero el uso de modelos púberes nunca fue algo sexual, según Balthus. Es cierto que muchas de sus modelos ni siquiera posaron desnudas, e iban con sus madres al atelier. Pero también es cierto que más de una de aquellas modelos adolescentes se convirtió en amante suya, fuesen criadas o hijas de sus amigos ilustres. Una de ellas, Laurence (la hija del escritor George Bataille), vivió con él durante los años ‘50 en la campiña francesa: los amigos que visitaron aquella casa de Balthus recuerdan que Laurence seguía vistiéndose como una preadolescente (puntillas, medias tres cuartos, zapatos de charol) aunque ya tenía cerca de veinticinco años, y que Balthus le prohibía fumar, beber alcohol y hasta café, además de enviarla a dormir cuando los invitados se sentaban a cenar.
Laurence, vale aclarar, es la modelo de La habitación, la tercera pieza de la trilogía erótica de Balthus (junto con La lección de guitarra y La calle). Cuando la enorme y famosa tela (que muestra a una adolescente despatarrada en un sillón y una criada enana abriendo un cortinado que deja entrar una catarata de luz sobre el cuerpo de la durmiente) se exhibió en la Bienal de Venecia de 1980, en una gran muestra de homenaje a Balthus, no sólo fue la tapa del catálogo: fue, además, la postal que más se vendió durante la Bienal. Para entonces, el inesperado efecto desatado por la novela de Nabokov crispaba tanto a Balthus que había decidido no dar más entrevistas, ni asistir a las retrospectivas de su obra. Ya en 1967, cuando la Tate Gallery le dedicó una, pidió que en el catálogo dijera escuetamente: “Balthus es un pintor del que no se sabe nada. Ahora vayan a mirar los cuadros”.
Como bien señaló Herbert Read, los dos tabúes que se propuso destrozar la pintura moderna fueron la bidimensionalidad y el realismo figurativo. El cubismo se encargó del primer tabú; entre el surrealismo y el arte abstracto se encargaron del otro. Balthus era un anacronismo ambulante en ambos terrenos... aparentemente.
En vez de “avanzar” integrando una tercera dimensión a la tela, como hizo el cubismo, Balthus dio un paso atrás: como desconfiaba de lo que veía el ojo (incluso el suyo), instalaba un espejo frente a cada tela que estaba pintando, para que “ambas” versiones tuvieran el mismo equilibrio. El resultado es que sus figuras tienen una rarísima inmovilidad flotante, que se burla en forma casi metafísica de la perspectiva y así se emparienta inesperadamente con el cubismo de Braque o Juan Gris.
En cuanto al hecho de ser no sólo figurativo sino eróticamente figurativo, Camus fue quien mejor explicó esa controvertida faceta de Balthus diciendo que, en sus cuadros, el acento no está puesto en los modelos (sean púberes pérfidamente ingenuas, enanos mefistofélicos o ricachones de mediana edad posando solemnemente) sino en la actitud en que han sido pintados esos modelos, de completo y lánguido abandono, característica de una infancia perpetua, no importa la edad, el grado de desnudez o el aspecto físico que tengan: “Sus cuadros recrean, en el día que languidece, el día que nunca termina. Y pueden hacerlo porque cumplen al pie de la letra aquella definición del genio que dio Baudelaire: genio es aquel que puede volver a la infancia a voluntad”.
Si bien el primero de los avant-garde en darle la bienvenida a Balthus, luego de aquella muestra del escándalo de 1934, fue Picasso (quien le compró el cuadro Los niños), su verdadero camarada fue Giacometti, con quien intensificó a lo largo de los años aquella amistad parisina; a tal punto que, cuando dejaron de vivir en la misma ciudad, mantuvieron una larga correspondencia... pero de dibujos, sin palabras, tal como habían hecho, siglos antes, Durero y Bellini.
Otra de sus ardientes defensoras fue la vizcondesa Laure de Noailles, quien le encargó antes de la Segunda Guerra una serie de ilustraciones de Cumbres borrascosas, la novela de Charlotte Brontë (por esos años, el marido de la vizcondesa había sido expulsado del Jockey Club de París por haber financiado el rodaje de La edad de oro, el film maldito de Dalí y Buñuel). Mucho después, la viuda de Marcel Duchamp compró aquellos dibujos de Balthus y los publicó, junto con el texto de la Brontë, en una edición limitada que realizó en Nueva York. En uno y otro caso, asegura el pintor, fue estafado por “arpías”.
Lo que nos lleva al tema del dinero. Después de la Segunda Guerra, Balthus se dedicó a pintar retratos por encargo para mantener su tren de vida (el que hizo de André Derain, posando impertérrito en bata, con la mano oculta como Bonaparte y su hija semidesnuda en segundo plano, es para muchos el mejor) y a diseñar decorados para el teatro. Así conoció a Artaud, Grotowski, Camus y Barrault. A principios de los ’60, André Malraux le ofreció el puesto de director de la Villa Medici en Roma, la legendaria residencia para artistas franceses en dicha ciudad (que había alojado al Marqués de Sade y a Ingres, entre otros notables, y que para entonces tenía el aspecto de una pensión venida a menos). Malraux no sólo le ofreció el puesto a Balthus, también le reservó un presupuesto de varios millones de dólares para restaurarla.
Balthus aceptó, permaneció allí hasta mediados de los ’70 y no sólo devolvió a Villa Medici el brillo que tenía en años anteriores, restaurando los frescos de sus paredes: además la convirtió en el centro intelectual de la ciudad, para la nobleza y la intelligentzia romanas (aunque para los notables peninsulares, los títulos nobiliarios de Balthus eran risibles: “Si es un pintor famoso, ¿qué necesidad tiene de un título?”, decían).
Después de Roma, Balthus vivió en una villa de treinta y siete habitaciones cerca de Gstaad (Suiza), construida en 1700 y convertida en hotel a principios de este siglo. Aunque debió restaurarla, conservó la numeración de las habitaciones: él dormía en la Nº 13; en la Nº 9 estaba el televisor y en la Nº 27 el salón donde se hacía lavar el pelo. Tenía, por supuesto, un mayordomo filipino y una esposa japonesa: la mencionada Setzuko, treinta y tres años menor que su marido. Balthus la conoció en su primer viaje a Japón, en 1967. Ella tenía diecinueve, era una estudiante revoltosa de la Universidad de Tokio y detestaba todo aquello que simbolizaba ese sesentón conde polaco. Pero dos días horas después de conocerlo posaba para él y dos meses más tarde estaba instalada en un pabellón de la Villa Medici, junto a los hijos del primer matrimonio de Balthus, ambos mayores que ella (a lo largo de su infancia, ambos hijos tuvieron terminantemente prohibido por su padre dibujar, fuese en casa o en la escuela: “Digan que son hijos míos y que si me entero de que dibujan les cortaré los dedos”, les decía).
Setzuko es hoy una pintora de prestigio mediano (“sus cuadros son el sueño de una persona que duerme con un ojo abierto”, decía enigmáticamente su marido), pero prefiere definirse a sí misma como una obra de Balthus: “Debería figurar en todo buen catálogo que se haga de él, como una pieza más”.
En toda su carrera, Balthus pintó menos de trescientos cuadros, y en los últimos veinte años tardaba cuarenta meses en terminar una tela, cuyo valor alcanzaba en vida del pintor los 6 millones de dólares (para recuperar un autorretrato de Balthus titulado El rey de los gatos, Setzuko debió entregar a Sotheby’s una carpeta entera de dibujos de su marido). “¿Por qué les sorprende que tarde tanto?”, decía él. Lo que ocurría era que Balthus pintaba capa sobre capa sus telas, hasta conseguir en ellas el efecto pastel de los frescos renacentistas pintados en muros. Y se hacía preparar especialmente los colores: nunca usó tubos comerciales porque detestaba los químicos. Durante mucho tiempo él mismo mezclaba pigmentos y caseína con óleos, y conocía como pocos pintores y restauradores los riesgos de agrietarse o ennegrecer que caracterizan a ciertos pigmentos engañosamente atractivos: en su biografía sobre Balthus, el francés Claude Roy cuenta que un restaurador preparaba pigmentos para la restauración de un fresco en la Villa Medici y le comentó qué maravilloso azul de Prusia era ése. Balthus se limitó a decir: “Ennegrecerá como un africano en cincuenta años”.
Hasta el fin de sus días, Balthus hizo ostentación de su snobismo. Cuando se lo convenció para que asistiera a una retrospectiva de su obra en Roma en 1996, aceptó por un solo motivo: el día de la inauguración llegó (en silla de ruedas) con un retrato realizado por él mismo, que ordenó que colgaran frente a la entrada, para que fuese el primer cuadro que vieran los visitantes. El retratado era el príncipe Emmanuel, hijo de Vittorio Emmanuelle de Saboya, personaje unánimemente detestado por todos los italianos y expulsado con toda su familia de la península luego de la caída de Mussolini. Ante el estupor de los organizadores de la retrospectiva, Balthus declaró: “He traído a los Saboya de vuelta a Italia”.
Al día siguiente, el Papa polaco hizo saber que recibiría al pintor en audiencia privada, haciendo foco en la religiosidad de Balthus e ignorando la equívoca pasión por las nínfulas. La prensa se preparó para el magno encuentro. Balthus se presentó en la audiencia ostentando todas las condecoraciones que lo hacían supuestamente noble polaco. Pero las primeras palabras que pronunció, en voz estentórea, mientras Wojtyla se acercaba con los brazos abiertos a su silla de ruedas, fueron: “Nie mowie po Polsku!”. La comitiva papal y los periodistas supusieron que los dos ancianos se sumergirían allí mismo en una histórica charla en su lengua natal. Error. La traducción rudimentaria de la frase de Balthus era: “¡No me hable en polaco, eh!”.
Esta nota fue publicada originalmente en Radar el 7 de diciembre de 1997, y después en esta versión en La tierra elegida (Emecé).
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