Lun 26.01.2009

VERANO12

Beethoven por Kundera y Wolff

› Por Milan Kundera

DE “LA INSOPORTABLE LEVEDAD DEL SER”

Aquel extraño encantamiento melancólico duró hasta el domingo por la noche. El lunes todo cambió. Teresa irrumpió en su mente: sentía el estado de ánimo de ella cuando le escribía la carta de despedida; sentía cómo le temblaban las manos; la veía arrastrando la pesada maleta en una mano, la correa de Karenin en la otra; se la imaginaba abriendo la cerradura de la casa de Praga y sentía en su propio corazón la orfandad de la soledad que la envolvía al abrir la puerta.

Durante aquellos dos hermosos días de melancolía su compasión no había hecho más que descansar. La compasión dormía, como duerme el minero el domingo después de una semana de trabajo duro para el lunes poder bajar otra vez al tajo.

Atendía a un paciente y, en lugar de verlo a él, veía a Teresa. El mismo se lo reprochaba: ¡no pienses en ella! ¡No pienses en ella! Se decía: precisamente porque estoy enfermo de compasión, es bueno que se haya ido y que ya no la vea. ¡Tengo que liberarme, no de ella, sino de mi compasión, de esa enfermedad que antes no conocía y con cuyo bacilo me contagio!

El sábado y el domingo sintió la dulce levedad del ser, que se acercaba a él desde las profundidades del futuro. El lunes cayó sobre él un peso hasta entonces desconocido. Las toneladas de hierro de los tanques rusos no eran nada en comparación con aquel peso. No hay nada más pesado que la compasión. Ni siquiera el propio dolor es tan pesado como el dolor sentido con alguien, por alguien, para alguien, multiplicado por la imaginación, prolongado en mil ecos.

Se hacía reproches para no rendirse a la compasión y la compasión lo oía con la cabeza gacha, como si se sintiera culpable. La compasión sabía que se estaba aprovechando de sus poderes y sin embargo se mantenía calladamente en sus trece, de modo que al quinto día de la partida de ella Tomás le comunicó al director del hospital (al mismo que después de la invasión rusa le llamaba a diario a Praga) que debía regresar de inmediato. Le daba vergüenza. Sabía que su actitud tenía que parecerle al director irresponsable e imperdonable. Tenía ganas de confesárselo todo, de hablarle de Teresa y de la carta que había dejado para él en la mesa. Pero no lo hizo. Desde el punto de vista de un médico suizo, la actuación de Teresa tenía que parecer histérica y antipática. Y Tomás no estaba dispuesto a permitir que nadie pensase mal de ella.

El director estaba verdaderamente afectado.

Tomás se encogió de hombros y dijo: “Es muss sein. Es muss sein”.

Era una alusión. La última frase del último cuarteto de Beethoven está escrita sobre estos dos motivos:

Muss es sein? (¿Tiene que ser?) Es muss sein! (¡Tiene que ser!) Es muss sein! (¡Tiene que ser!)

Para que el sentido de estas palabras quedase del todo claro, Beethoven encabezó toda la frase final con las siguientes palabras: “Der schwer gefasste Entschluss”: “Una decisión de peso”.

Con aquella alusión a Beethoven, Tomás volvía a referirse, en realidad, a Teresa, porque había sido precisamente ella la que le había obligado a comprar los discos de los cuartetos y las sonatas de Beethoven.

La alusión resultó más adecuada de lo que él hubiera podido suponer, porque el director era un gran aficionado a la música. Se sonrió ligeramente y dijo en voz baja, imitando la melodía de Beethoven: “Muss es sein?”

Tomás dijo una vez más: “Ja, es muss sein”.

A diferencia de Parménides, para Beethoven el peso era evidentemente algo positivo. “Der Schwer gefasste Entschluss”, una decisión de peso, va unida a la voz del Destino (“es muss sein”); el peso, la necesidad y el valor son tres conceptos internamente unidos: sólo aquello que es necesario, tiene peso; sólo aquello que tiene peso, vale.

Esta convicción nació de la música de Beethoven y, aunque es posible (y puede que hasta probable) que sus autores hayan sido más bien los comentaristas de Beethoven y no el propio compositor, hoy la compartimos casi todos: la grandeza del hombre consiste en que carga con su destino como Atlas carga con la esfera celeste a sus espaldas. El héroe de Beethoven es un levantador de pesos metafísicos.

Tomás partió hacia la frontera suiza y yo me imagino al propio Beethoven, melenudo y huraño, dirigiendo la orquesta de los bomberos locales y tocándole, para su despedida de la emigración, una marcha llamada “Es muss sein!”

Pero luego Tomás atravesó la frontera checa y se topó con una columna de tanques soviéticos. Tuvo que detener el coche en un cruce de caminos y esperar media hora a que pasaran. Un horrible soldado en uniforme negro dirigía el tráfico en el cruce, como si todas las carreteras checas fueran de su propiedad.

“Es muss sein”, repetía Tomás, pero pronto empezó a dudarlo: ¿de verdad tenía que ser así?

Sí, era insoportable permanecer en Zurich e imaginarse a Teresa viviendo sola en Praga.

¿Pero cuánto tiempo le torturaría la compasión? ¿Toda la vida? ¿O todo un año? ¿O un mes? ¿O sólo una semana?

¿Cómo podía saberlo? ¿Cómo podía comprobarlo?

Cualquier colegial puede hacer experimentos durante la clase de física y comprobar si determinada hipótesis científica es cierta. Pero el hombre, dado que vive sólo una vida, nunca tiene la posibilidad de comprobar una hipótesis mediante un experimento y por eso nunca llega a averiguar si debía haber prestado oído a su sentimiento o no.

Con estos pensamientos abrió la puerta de la casa. Karenin le saltó a la cara y le hizo así más fácil el momento del encuentro. Las ganas de abrazar a Teresa (unas ganas que aún sentía en Zurich, en el momento de subir al coche) habían desaparecido por completo. Le parecía que estaba frente a ella en medio de una planicie nevada y que los dos temblaban de frío.

(...)

A pesar de que gracias a Teresa se había aficionado a Bee-thoven, Tomás no entendía demasiado de música y dudo que conociera la verdadera historia del famoso motivo “muss es sein?, es muss sein!”

Es la siguiente: cierto señor Dembscher le debía a Beethoven cincuenta marcos y el compositor, que jamás tenía un céntimo, se los reclamó. “Muss es sein?” suspiró desolado el señor Dembscher y Beethoven se echó a reír alegremente: “Es muss sein!”; inmediatamente anotó aquellas palabras y su melodía y compuso sobre aquel motivo realista un pequeña composición para cuatro voces: tres voces cantan “es muss sein, es muss sein, ja, ja, ja”, “tiene que ser, tiene que ser, sí, sí, sí”, y la tercera voz añade: “Heraus mitt dem Beutel!”, “¡Saca el monedero!”

Ese mismo motivo fue un año más tarde la base de la cuarta frase de su último cuarteto opus 135. Dembscher. La frase “es muss sein!” le sonaba cada vez más majestuosa, como si la pronunciara el propio Destino. En el idioma de Kant, hasta el “buenos días”, con la entonación precisa, puede adquirir el aspecto de una tesis metafísica. El alemán es un idioma de palabras pesadas. De modo que “es muss sein!” ya no era ninguna broma, sino “der schwer gefasste Entschluss”.

De ese modo, Beethoven transformó una inspiración cómica en un cuarteto serio, un chiste en una verdad metafísica. Esta es una interesante historia de transformación de lo leve en pesado (o sea, según Parménides, de transformación de lo positivo en negativo). Sorprendentemente, semejante transformación no nos sorprende. Por el contrario, nos indignaría que Beethoven hubiese transformado la seriedad de su cuarteto en el chiste ligero del canon a cuatro voces sobre el monedero de Dembscher. Sin embargo, estaría actuando plenamente de acuerdo con Parménides: ¡convertiría lo pesado en leve, lo negativo en positivo! ¡Al comienzo (como un boceto imperfecto) estaría la gran verdad metafísica y al final (como la obra perfecta) habría una broma ligera! Sólo que nosotros ya no sabemos pensar como Parménides.

Me parece que aquel agresivo, majestuoso, severo “es muss sein!” excitaba secretamente a Tomás desde hacía ya mucho tiempo y que existía dentro de él un profundo deseo de convertir, de acuerdo con Parménides, lo pesado en leve. Recordemos de qué modo, tiempo atrás, se negó en un mismo instante a ver a su mujer y a su hijo y sus padres. ¿Qué fue aquello sino un gesto violento, y no del todo razonable; de rechazo a lo que se le presentaba como una pesada responsabilidad, como “es muss sein!”?

Claro que aquél era un “es muss sein!” externo, planteado por las convenciones sociales, mientras que el “es muss sein!” de su amor por la medicina era interno. Peor aún. Los imperativos internos son aún más fuertes y exigen por eso una rebelión mayor.

Ser cirujano significa hender la superficie de las cosas y mirar lo que se oculta dentro. Fue quizás este deseo el que llevó a Tomás a tratar de conocer lo que había al otro lado, más allá del “es muss sein!”; dicho de otro modo: lo que queda de la vida cuando uno se deshace de lo que hasta entonces consideraba como su misión.

Pero cuando se entrevistó con la amable directora de la empresa praguense de limpieza de escaparates y ventanas, percibió de pronto el resultado de su decisión en toda su concreción e irreversibilidad y estuvo a punto de asustarse. Sin embargo, en cuanto superó (tardó aproximadamente una semana) la sorpresa producida por lo inhabitual de su nuevo modo de vida, comprendió de repente que le habían tocado unas largas vacaciones.

Las cosas que hacía no le importaban nada y estaba encantado. De pronto comprendió la felicidad de las gentes (hasta entonces siempre se había compadecido de ellas) que desempeñaban una función a la que no se sentían obligadas por ningún “es muss sein!” interior y que podían olvidarla en cuanto dejaban su puesto de trabajo. Hasta entonces nunca había sentido aquella dulce indiferencia. Cuando algo no le salía bien en el quirófano, se desesperaba y no podía dormir. Con frecuencia perdía hasta el apetito sexual. El “es muss sein!” de su profesión era como un vampiro que le chupaba la sangre.

Ahora andaba por Praga con la pértiga de lavar escaparates y constataba con sorpresa que se sentía diez años más joven. Las vendedoras de las grandes tiendas lo llamaban “doctor” (el tam-tam praguense funcionaba a la perfección) y le pedían consejos para sus constipados, sus espaldas doloridas y sus menstruaciones irregulares. Lo miraban casi con vergüenza mientras él echaba agua al cristal, colocaba el cepillo en la pértiga y empezaba a limpiar el escaparate. Si hubieran podido dejar solos a los clientes en la tienda, seguro que le hubieran quitado la pértiga y hubieran lavado el cristal en su lugar.

Tomás tenía que atender sobre todo los grandes almacenes, pero la empresa lo enviaba con frecuencia también a casas de particulares. La gente aún vivía la persecución masiva de los intelectuales checos con una especie de euforia solidaria. Cuando sus antiguos pacientes se enteraban de que Tomás limpiaba escaparates, llamaban a la empresa y solicitaban sus servicios. Lo recibían entonces con una botella de champán o de slivovice, apuntaban en la factura que había limpiado trece ventanas y se pasaban dos horas charlando y brindando con él. Las familias de los oficiales rusos iban a vivir a Bohemia, por la radio se oían los discursos amenazantes de los funcionarios del Ministerio del Interior que habían reemplazado a los redactores despedidos y él se tambaleaba borracho por Praga y tenía la sensación de que iba de fiesta en fiesta. Eran sus grandes vacaciones.

Regresaba a su época de soltero. Y es que de pronto estaba sin Teresa. Sólo la veía de noche, cuando ella volvía del restaurante y él se despertaba ligeramente del primer sueño y luego otra vez por la mañana, cuando era ella la que estaba adormilada y él tenía prisa por llegar al trabajo. Tenía dieciséis horas para sí mismo y aquél era un ámbito de libertad inesperadamente conquistado. Todo ámbito de libertad significaba para él, desde su temprana juventud, mujeres.

Este fragmento pertenece a La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera. Editorial Tusquets

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