› Por Tom Wolfe
La gente no lee la prensa de la mañana, dijo una vez Mar-shall McLuhan: se sumerge en ella como en un baño caliente. ¡Gran verdad, Marshall! Imaginad que estáis en Nueva York la mañana del domingo 28 de abril de 1974, como yo estaba, en plena inmersión en esos grandes baños públicos, esa alberca, ese balneario, ese tanque de fisioterapia regional, ese White Sulphur Springs, ese Marienbad, ese Ganges, ese río Jordán para millones de almas que es el New York times del domingo. Inmediatamente quedé sumergido, ingrávido, suspendido en las tibias profundidades de la página 19 de la Sección Segunda (Artes y Ocio), en un estado de perfecta insensibilidad, cuando de pronto ocurrió una cosa extraordinaria:
¡Algo me llamó la atención!
Había estado empezando a mecerme en una nueva corriente de color sopa de mariscos, tan cálida y adivinable como la corriente del Golfo... o sea, en una crítica de Hilton Cramer, director de la sección de Artes del Times, sobre una exposición celebrada en la Universidad de Yale con el título de “Siete realistas”, siete pintores realistas... cuando fui sacudido y alertado por el siguiente párrafo:
“El Realismo no carece de partidarios, pero a todas luces está falto de teorías convincentes. Y dada la naturaleza de nuestro comercio intelectual con las obras de arte, la carencia de una teoría convincente significa la falta de algo crucial: la manera de aunar en nosotros el conocimiento de las obras aisladas y la comprensión de sus valores inmanentes”.
¡Por Dios, hombre!, me diréis. ¿Dejarse despertar por esto?) ¿Olvidar un estado de coma tan feliz en un pequeño pozo del mar de las palabras?
Sin embargo, era perfectamente consciente de lo que estaba viendo. Comprendí que sin el menor esfuerzo había dado con una de esas declaraciones a cuya búsqueda dedicarían gustosos toda una vida de aburrimiento los psicoanalistas y los censores gubernativos de la prensa de Moscú o de Belgrado, en resumen: el obiter dicta aparentemente inocuo, las palabras dichas como de pasada que dan la clave.
Lo que tenía ante mis ojos era, ni más ni menos, la siguiente manifestación hecha por el director de la sección de crítica del New York Times: al contemplar una obra de arte hoy “la carencia de una teoría convincente significa la falta de algo crucial”. Volví a leerlo. No decía “algo útil” o “enriquecedor” o incluso “extremadamente apreciable”. No, la palabra era crucial.
Para abreviar: francamente, hoy día, sin una teoría que me acompañe, no puedo ver un cuadro.
En ese momento, percibí un destello conocido como el fenómeno del ¡Ajá!, y la historia difunta del arte moderno me fue revelada por vez primera. ¡Se alzó la niebla, pasó la nube! ¡Lejos ya de mis ojos las motas y telillas, las conjuntivas inyectadas en sangre y las agonías de roedor en un laboratorio!
Durante todos estos años, y estoy seguro de que en la compañía de incontables almas gemelas, he visitado galerías en la calle Madison, en el Soho y en la Dorada Mediocridad del Arte, calle 57, y he estado en todo tipo de museos: el Moderno, el Whitney, el Guggenheim, la Bauhaus Espuria, La Nueva Brutalidad y el Manantial Barroco; en fin, desde las más humildes Misiones del Modernismo hasta sus más catedralicios Templos de Pillaje Aristocrático. Durante todos estos años me he detenido, igual que tantos otros, frente a mil, dos mil, Dios sabe cuántos, cuadros de Pollock, Newman, De Kooning, Noland, Rothko, Rauschenberg, Judd, Johns, Olitski, Louis, Still, Franz Kline, Frankenthaler, Kelly y Frank Stella, bizqueando unas veces, otras con los ojos abiertos como platos, aproximándome y alejándome, esperando, esperando, siempre esperando ese... algo... ese algo que de repente aparece; en pocas palabras, la visual recompensa a tanto esfuerzo, el premio que debe aguardarnos allí, que todos y cada uno (tout le monde) saben que está... allí esperando ese algo que irradie directamente desde los lienzos colgados en estas pareces de blanca pureza inmarcesible, en esta habitación, ahora, hasta mi propio nervio óptico. En resumen, durante todos estos años he creído que en arte, más que en cualquier otra cosa, ver es creer. Bien, ¡cuánta miopía! Ahora, por fin, el 28 de abril de 1974, ya podía ver. De golpe he recuperado toda mi visión. Nada de “ver es creer”, tonto de mí: “Creer es ver”, porque el Arte Moderno se ha vuelto completamente literario: las pinturas y otras obras sólo existen para ilustrar el texto.
Como toda revelación súbita, ésta me dejó anonadado. ¿Cómo era posible? ¿Cómo puede ser literario el Arte Moderno? Cualquier estudiante de Historia del Arte sabe que el movimiento moderno empezó en 1900 al rechazar la naturaleza literaria del arte académico, esa clase de arte realista que tuvo su origen en el Renacimiento y que las diferentes academias nacionales consideraban todavía el último grito.
La palabra literario se convirtió en una clave para designar todo aquello que parecía inevitablemente reaccionario en el arte realista. Probablemente, con ella se reprochaba a los pintores del siglo XIX su tendencia a pintar escenas de inspiración directamente literaria, como la del cuadro de sir John Everett Millais, Ofelia, que muestra a la prometida de Hamlet flotando sin vida mientras sostiene con rigidez mortal un bouquet de flores silvestres. Con el tiempo, el término literario fue aplicado también a la pintura realista en general. La idea consistía en denunciar el hecho de que el cincuenta por ciento del poder de un cuadro realista no se deba al pintor sino al acarreo sentimental y al bagaje mental de la persona que lo contempla. De acuerdo con esta teoría, el amor de los visitantes de museos por (es un ejemplo) El sembrador, de Jean François Millet, no tiene nada que ver con el talento del autor y sí mucho con las nociones sentimentales de la gente acerca del tipo que podríamos llamar El Honrado Labrador. Esos visitantes de museo se construyen una pequeña historia sobre el personaje.
¿Qué era lo opuesto al arte literario? ¡Qué pregunta!: el arte por el arte, la forma y el color exclusivamente por amor al color y a la forma. En Europa, poco antes de 1914, los artistas inventaron estilos modernos con fanática energía (Fauvismo, Futurismo, Cubismo, Expresionismo, Orfismo, Suprematismo, Vorticismo), pero todos estaban de acuerdo en una premisa: de ahora en adelante, nadie pintará “acerca de algo, querida tía”, para decirlo con las palabras de un famoso chiste del Punch. Uno pinta, simplemente. El arte debe dejar de ser un espejo que refleje la imagen del hombre o de la naturaleza. Un cuadro debe imponerse por sí mismo a quien lo contemple: por su síntesis de colores y formas en un lienzo.
Los artistas se dedicaron a teorizar. La verdad es que les gustaba esa ocupación. Georges Braque, el pintor para cuya obra se acuñó el término Cubismo, era un gran formulador de preceptos: “El pintor piensa en formas y colores. La intención no es reconstruir un hecho anecdótico, sino construir un hecho pictórico”.
Hoy en día esta noción –esta protesta cuando Braque la formuló– se ha convertido en una pieza de ortodoxia. Los artistas la repiten con insistencia y convicción. Cuando se impuso el Minimal Art, hacia 1960, Frank Stella continuaba repitiendo: “Mi pintura se basa en el hecho de que sólo está en el cuadro lo que está en el cuadro. Es de verdad objeto... Lo que ves es lo que ves”.
¡Vaya énfasis, vaya certeza! ¡Qué fuerza, qué condición de dogma patriótico puede cobrar una idea en setenta y cinco años! De cualquier modo, así empezó el Arte Moderno y así empezó el arte moderno de la Teoría del Arte. A Braque, al igual que a Frank Stella, le gustaba la teoría; pero por lo que a Braque respecta, el arte era lo primero, no en balde era un veterano en la bohemia de Montmartre. Podéis estar seguros de que el pobre en su vida soñó que el orden fuera a invertirse.
Este fragmento pertenece a La palabra pintada, de Tom Wolfe. Editorial Anagrama.
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