Dom 01.02.2009

VERANO12

HIRST POR FRESAN

› Por Rodrigo Fresán

Hay un libro del escritor inglés J. G. Ballard llamado La exhibición de atrocidades, que bien podría ser la Biblia privada del artista inglés Damien Hirst. Esos breves textos revulsivos que, más que leerse, se miran o se tocan, y que tienen títulos tales como “Tolerancias del rostro humano”, “Notas conducentes a un ataque de nervios” o “El asesinato de John Fitzgerald Kennedy considerado como una carrera barranca abajo”, empalman en rara sincronicidad con los títulos de las obras de Damien Hirst: La imposibilidad física de la muerte en la mente de alguien vivo, Elementos aislados nadando en la misma dirección con el propósito de alcanzar el entendimiento, Algo de comodidad obtenida a partir de la aceptación de las mentiras inherentes en todo.

Hirst nació en 1965, en Bristol; Ballard escribió en Bristol La exhibición de atrocidades entre 1967 y 1969 –aquellos años locos–, y su libro tuvo problemas a la hora de ser publicado en Estados Unidos: dos editoriales dieron marcha atrás a último momento, una de ellas llegó incluso a hacer pulpa toda la edición. Por esa época, el maldito Ballard montaba esculturas con autos destrozados y jugueteaba con la idea de una novela maldita titulada Crash (que, sí, tuvo sus propios problemas). Hirst también suele tener problemas, aunque sus esculturas prefieren la materia orgánica a la inorgánica: cabezas de vacas llenas de gusanos, tiburones flotando en formol, vacunos copulando. El libro de Ballard es uno de esos textos que –más allá del tiempo transcurrido– se las arreglan para seguir causando una extraña inquietud. Son muchos los que dicen que las obras de Hirst también producen –y producirán– el mismo efecto.

Leo otra vez el libro de Ballard en un bar, esperando que pare de llover para cruzar la ancha avenida y empujar la pesada puerta de la Gagosian Gallery, flamante catedral de Chelsea –ahora que el SoHo pasó de moda– en el 555 West de la calle 24 y entrar a ver, como si la leyera, la nueva muestra de Damien Hirst. Titulada, como si fuera un cuento de La exhibición de atrocidades, “Teorías, Modelos, Métodos, Aproximaciones, Suposiciones, Resultados y Hallazgos”.

Teorías

Demasiadas y muy diferentes teorías hay sobre Damien Hirst. Algunas lo señalan como lo más importante que le ha sucedido al arte moderno en los últimos tiempos, otras lo condenan como un triste fantoche de esa posmodernidad que todo lo admite y lo celebra. Para la mayoría de la crítica, Hirst es el perfecto retratista del horror vacui; para los demás, no es otra cosa que el autor de una obra horrorosamente vacía. Para bien o para mal, todos ven a Damien Hirst como el rey indiscutido de los YBA (Sarah Lucas, Marc Quinn y Tracy Emin, entre otros “Young British Artists” que escandalizaron a Inglaterra con su muestra colectiva de 1990): el síntoma inequívoco y terminal de que su obra es lo que mejor representa estos tiempos milenaristas y confusos. Algo de eso hay; Hirst arranca en el punto exacto en que Warhol abandonó la escena y aplica a estos tiempos la mirada de Dalí. Andy como teoría y Salvador como práctica, frío cinismo como práctica, frío cinismo y caliente escatología. Cuando le pidieron a Hirst en una declaración que explicara su credo artístico, el artista se limitó a responder recitando con mayúsculas el título de una obra de Bruce Nauman: “El Verdadero Artista Ayuda al Mundo Mediante la Revelación de Verdades Místicas” con las que Hirst nos... “¿ayuda?” ¿Cuál es su teoría de los otros? Según el comunicado de la Gagosian Gallery, el tema de Hirst es “la terrible belleza que anida en la muerte y la inevitable decadencia que toda belleza contiene”. Que la palabra “belleza” aparezca dos veces en una misma frase se debe quizás al afán de atenuar el impacto de las palabras “muerte” y “decadencia”. Una manera pomposa de aludir a esa clase de sensación que hace que nos detengamos frente a un incendio, a un cuerpo recién atropellado: la clase de impulso que hizo de la inauguración de la muestra (el show) de Hirst se convirtiera en una de esas ocasiones en las cuales la cultura se funde con lo social y, como en una obra de Hirst, comienza el proceso de mutación, o degradación, o sublimación. Hirst entró, triunfal, con su hijito de cinco años sentado en sus hombros, horas después que famosos (de Steve Martin a Salman Rushdie, de Gina Gershon a Jeff Koontz) y anónimos con ganas de ser famosos esperaran y se empujaran en desordenada fila hasta lograr entrar en aquel vernissage como quien espera durante horas en una autopista congestionada hasta que su vehículo avanza a paso de hombre y permite ver con los ojos bien abiertos un edificio en llamas, un cadáver fresco, una exposición de Damien Hirst. Es posible que la Gioconda sonría por esta clase de cosas.

El sábado siguiente a la inauguración, tres mil curiosos entraron al sanctus sanctorum de Larry Gagosian. Cifra record para Chelsea y el SoHo. Es cierto que algunos salían corriendo, asqueados, a los pocos minutos. Pero también es cierto que otros se quedaban durante horas y no querían volver a casa. Desde entonces, de martes a sábados, de 11 a 18 se repite la misma ceremonia. Vaya en ayunas, de ser posible.

Modelos

Hay que ver de cerca las obras de Hirst –sus modelos– para entender o, por lo menos, disfrutar (en palabras o en fotos pierden impacto). Mejor todavía si se las puede tocar, cuando el vigilante mira para otro lado (ah, cómo será la vida de un empleado de seguridad obligado a estar durante casi tres meses dentro del Hirst World, especialmente esos momentos nocturnos, con la galería cerrada al público, en que el artista aparece entre las sombras con cara de nada me importa, para poder apreciar tranquilo el estado de su obra). Hirst es ya, y probablemente siga siéndolo por unos cuantos años, una leyenda viva: el artista plástico más famoso del mundo. Lo que no necesariamente equivale a “el mejor artista plástico del mundo”. Pero lo cierto es que, con esta muestra en el corazón de Chelsea (la primera exhibición individual que hace después de un ostracismo de cinco años), Hirst acalló todos los rumores acerca de la presunta esterilidad creativa que lo embargaba: la exuberancia de sus piezas. “No quería que tuvieran nada que ver con mi obra anterior” dejó en claro que, si algo no aqueja a Damien es la mera idea de esterilidad creativa.

Hirst hizo su nombre en la mencionada muestra colectiva de los YBA en 1990, con una obra titulada Mil años: una caja de vidrio en cuyo interior podía verse una cabeza de vaca infestada de gusanos. Para 1995, cuando fue consagrado con el premio Turner, había evolucionado a toro y vaca copulando mediante potencia hidráulica mientras se pudrían alegremente frente a la mirada de los curiosos. La Oficina de Salud Pública de Londres prohibió su exhibición, argumentando –no sin cierta razón– que el hedor espantaría a los visitantes y que los gases acabarían por hacer estallar la vitrina. Por esa razón Hirst se pasó al formol: animales muertos preservados para la eternidad, la muerte viva como estética. “Yo quería la cosa real. Que la gente pensara que eso podía comérselos en serio”, explicó Hirst cuando exhibió su tiburón flotando en formaldehído (titulado La imposibilidad física de la muerte) adquirido en 1992 por el magnate publicitario Charles Saatchi (desde entonces, mecenas incondicional de Hirst) por 45 mil libras. Ahora mismo, Saatchi acaba de firmar un cheque de un millón ochocientos mil dólares por el polémico Himno, la piece de resistance de la muestra Hirst 2000, una obra que, para muchos británicos, es “la evidencia inequívoca de la estupidez grandilocuente de Hirst, sólo comparable a ese despropósito colosal conocido como el Millennium Dome” y que toda la crítica norteamericana, en cambio, celebró como “el más perfecto objeto-metáfora propuesto por un artista desde aquel orinal firmado por Marcel Duchamp”. Hirst se ríe de ambas teorías: para él, Himno es apenas “algo divertido y horripilante, tonto y majestuoso al mismo tiempo”.

Himno, vale aclarar, es nada más y nada menos que una gigantesca réplica en bronce (siete toneladas, siete metros de altura) del célebre modelo anatómico del interior del cuerpo humano fabricado durante años por la empresa Humbrol para el esparcimiento de jóvenes científicos. “¡Descubre cuán asombroso es el cuerpo humano!”, exclamaba la cajita original. Norman Emms, el diseñador de la figura original (que, nada es casual, alguna vez trabajó para Disney), piensa demandar a Hirst por plagio después de enterarse de lo que pagó Saatchi: es que Emms recibió apenas 3500 dólares por el uso de su modelo. En realidad, los mal pensados de siempre aseguran que Saatchi no pagó esa cifra, que no es más que una maniobra para aumentar la cotización de Hirst, su artista dilecto. Hirst, mientras tanto, se evade del problema anunciando que donará gran parte de lo recaudado en esta muestra a fundaciones infantiles. El show debe continuar.

Métodos

En las notas a la nueva edición de La exhibición de atrocidades (Research Books, 1990), Ballard escribe: “En todo el mundo, los museos más importantes se han rendido a la influencia de Disney y se han convertido en parques temáticos”. El virus se ha extendido más y mejor a lo largo de la última década: retrospectivas cada vez más gigantescas condimentadas con piruetas virtuales, participación del público, la impresión de que el show empieza cuando uno llega y que, después de todo, una exposición bien puede parecerse a una película con efectos especiales o, en este caso en particular, al parque de diversiones donde le hubiera encantado jugar a un niño llamado Hannibal Lecter. La Gagosian Gallery en estos días es la más perfecta sublimación de este síntoma, elevándolo a categoría de peste terminal y gesto espléndidamente narcisista: la muestra de Hirst parece en realidad el Museo Hirst, un recinto que revela y consagra, da a conocer y canoniza al mismo tiempo. El volumen de las obras y la dimensión de los ambientes les otorgan a las piezas de Hirst una trascendencia instantánea: lo grande es hermoso. Afuera sigue lloviendo y no parece que vaya a parar, pero la gente entra a la Gagosian Gallery como se entra a la boca de un lobo feroz. Lo primero que se ve es ese tótem impasible y contundente: el Himno. Lleva un poco más de tiempo apreciar la sutileza de los detalles. Hirst está, también, en los detalles: el empapelado que cubre warholianamente las paredes, por ejemplo. Puntos de colores que, leo en el catálogo, no son otra cosa que las muestras del pantone utilizado para diseñar las cajitas de medicamentos. Pastillas, inyecciones, jarabes: el nuevo Hirst es esa zona liminar y casi invisible en que la enfermedad se convierte en medicina y viceversa.

La gente que llegó hasta aquí bajo la tormenta, huyendo de los encandilantes flashes informativos post-electorales desde Florida, guarda silencio de hospital, se miran entre sí, como mucho discuten en esa voz baja que hace más ruido que un grito. Ahí están las vitrinas con esqueletos de mamíferos, los esqueletos crucificados con sus ojos de pelotitas de ping-pong bailando en el aire, los modelos anatómicos presentados como trofeos de alguna cacería, los cadáveres de morgue cubiertos por una sábana en la que descansa un sandwich, los inmensos gabinetes donde se exhiben como joyas ocho mil pastillas hechas a mano, los acuarios donde los pescados nadan alrededor de mesas de ginecólogo oxidadas, la pelota de playa suspendida en el espacio gracias a una columna de invisible aire caliente. Uno de los visitantes, de inequívoco aspecto Norman Bates, se para frente al tableau que a mí más me gusta o me perturba, quién sabe, titulado Figuras en un paisaje. No hay figuras y no hay paisaje, por supuesto. Nada más que una pecera tapizada de espejos en la que yace un armario se lee, en letras rojas, de lápiz labial o jugo de persona: “¡Por favor, deténganme antes de que vuelva a matar!”. Leo en el catálogo que, para Hirst, es la pieza clave de la muestra, la síntesis de todo el asunto, el corazón escondido en el cuerpo de la Gagosian Gallery: “Me pareció que tenía que tener algo así, como una especie de grito desesperado dirigido al público. A los que me quieren y me odian. Se me ocurrió a partir de El resplandor y El exorcista: el niño escribiendo en el espejo, las letras en el estómago de la niña, como intentando ser comprendidos, del modo que sea. El otro día le comentaba a mi novia que cada día me siento más incómodo de ser Damien Hirst, y ya es demasiado tarde para hacer algo al respecto. No me gusta, pero tampoco puedo evitarlo. Lo más seguro es que, en mi próximo espejo, me limite a escribir nada más que Help! Pregunta: ¿qué es la cosa más grande que alguna vez has notado? Respuesta: mi propia carrera”. Por supuesto, hay que imaginar al final de este monólogo a Damien Hirst y al hombre que se convirtió en Damien Hirst riéndose: con perfecta sincronía, con una carcajada digna del mejor artista serial desde que Jesús Warhol multiplicó, hace poco más de treinta y tres años, las botellas de Coca-Cola y las latas de sopa Campbell’s. Y el hasta entonces cuidado vocabulario de las artes plásticas creció a alarido bestial en el que todo cabía porque súbitamente era arte. Hasta el pescado podrido pudriéndose.

Aproximaciones

Hay que aproximarse a Damien Hirst desde varias direcciones, estudiarlo –como a sus obras– desde todos los ángulos posibles. El ángulo fashion–social se lo dedica la última edición de Vanity Fair, siguiendo sus idas y vueltas de figura pública por una Manhattan tan escandalizada como rendida a los pies de este tipo que combina lo mejor del decadente victoriano (bebiendo dosis masivas de Picard desde el desayuno) con lo más eficaz del Picasso maestro de la autopublicidad masturbatoria y orgiástica (Hirst llevó una comitiva de cincuenta personas a la inauguración en Nueva York, incluyendo a Joe Strummer, el ex Clash; Keith Allen, uno de los actores de Tumba al ras de la tierra; y Alex James, el bajista de Blur, quienes estuvieron a punto de ser desalojados por la policía del hotel que ocupaban en el SoHo). El ángulo biográfico lo retrata como hijo adorado de madre soltera con padre ausente sin aviso y padre adoptivo mecánico, pésimo estudiante de arte, pero muy eficaz organizador de muestras colectivas de sus camaradas (muchos de ellos creían que Hirst terminaría dirigiendo una galería), prolijo maestro del arte de llamar la atención con drogas, sexo, rock and roll, alcohol (mucho) y episodios varios que incluyen filmar el detestable video de In the Country para Blur (que casi acaba con la banda) y grabar a continuación un single que alcanzó el número 2 en las listas de ventas, abrir un restaurante llamado Pharmacy en el barrio de moda de Notting Hill, desnudarse en público y ser expulsado del Groucho Club, demandar a British Airways por considerar que una de sus publicidades plagia una de sus obras y ser demandado por una actriz a la que “le insertó un hueso de pollo en su sexo durante una función de Beckett”.

El ángulo ideológico muestra a Hirst explayándose sobre los placeres del vidrio (“una sustancia sólida y peligrosa al mismo tiempo”), el encanto de los medicamentos y la parafernalia farmacéutica (“el paroxismo de lo minimal es depositar toda nuestra confianza en una pastilla”), lo efímero de todo (“¿esto les parece una buena galería, un lugar donde no se puede fumar ni pedir cerveza ni gritar ni agitar bates de béisbol ni ver mujeres en tetas?”); la estupidez de los críticos que pretenden enseñar a las masas lo que es correcto y lo que no lo es, y el fundamentalismo de los vegetarianos que detestan sus obras de carne y hueso (“todos dicen que mi trabajo gira en torno de la muerte, cuando es evidente que transpira vida por todos los poros”), el tipo que tiene perfectamente claras todas sus oscuridades así como los falsos resplandores: “El mundo del arte siempre acaba cagándote. Es un mundo superficial y pequeño, donde es demasiado fácil llegar rápidamente a lo más alto, y una vez que estás ahí ya no sabés hacia dónde seguir y te das cuenta de que los que te pusieron ahí arriba ahora sólo quieren que te mueras para venderte más caro y mejor. Sí, estoy en el momento exacto en que todos mis amigos, las personas que más y mejor me quieren, desean que me muera lo más pronto posible”. Más detalles y precisiones al respecto en su autobiografía de Hirst (100 dólares precio de tapa) titulada Quiero pasar el resto de mi vida en todas partes y con todo el mundo, uno a uno, todo el tiempo, para siempre, desde ahora.

Suposiciones

Damien Hirst es la clase de artista que nos merecemos, un signo de los tiempos, si le creemos al colosal crítico de arte Robert Hughes, quien declaró hace poco, de paso por Barcelona: “El arte hoy es una ilusión. El siglo XX acabó mal, con las artes plásticas en pleno reciclaje tras los excesos y los desengaños de los años ‘80 y el desconcierto de los años ‘90”. Hay otra definición de nuestra época en el final de La exhibición de atrocidades, donde J. G. Ballard dice: “El hecho de que Reagan –un vacío en sí mismo, un pésimo actor– haya llegado a presidente del país más poderoso de la Tierra es un hecho imposible de subestimar o de restarle importancia. Se han abolido las leyes de la lógica. Todo puede ocurrir, incluso que nada ocurra”.

Resultados

En consecuencia una de las tantas maneras de dividir y clasificar a la raza humana bien puede ser la siguiente: 1) los que piensan que Damien Hirst es un genio; 2) los que lo consideran un shock-artist con ciertos aciertos, pero que acabará aburriendo; 3) los paladines de lo políticamente correcto que no pueden verlo ni en figuritas; 4) los que dicen que no les gusta, pero les encanta.

Descubrimientos

La última pieza de la muestra de Hirst –la pecera que me guardo para el final– se titula Deseando una total y absoluta supresión del dolor. Es un cubículo transparente en el que truenan cuatro televisores a todo volumen, emitiendo sin parar publicidades de analgésico: aspirinas, Tylenol, Nurofen, Solpadeine, analgésicos varios a los que el público norteamericano es felizmente adicto. Entro al cubículo y –chapeau, Damien–, a los pocos segundos de estar ahí dentro me duele la cabeza. Afuera sigue lloviendo y Norteamérica sigue sin saber quién es su presidente electo. La muestra de Damien Hirst termina aquí, pero la exhibición de atrocidades continúa afuera, en todas partes, cada cinco minutos, por CNN.

Este fragmento se publicó en Radar el 3/12/2000.

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