› Por Matisse
En los Independientes oigo siempre al “padre” Pissarro exclamar, ante una hermosa naturaleza muerta de Cézanne que representa una jarra de agua de cristal tallado, estilo Napoleón III, toda una armonía azul: “Es como un Ingres”.
Cuando mi asombro pasó, encontré y sigo encontrando que tenía razón. Sin embargo, Cézanne sólo hablaba de Delacroix y de Poussin.
Algunos pintores de mi generación han visitado y frecuentado a los Maestros del Louvre, donde fueron guiados por Gustave Moreau antes de haber tenido contacto con los Impresionistas. Sólo más tarde fueron a la rue Laffite, y fueron para ver, sobre todo, en lo de Durand-Ruel, la célebre Vista de Toledo y la Ascensión al Calvario del Greco; también estudiaban algunos retratos de Goya e incluso admiraban el David y Saúl de Rembrandt. Es de destacar que Cézanne, al igual que Gustave Moreau, haya hablado de los Maestros del Louvre. Cézanne se pasaba sus tardes dibujando en el Louvre, en la época en que le hacía el retrato a Vollard. Al anochecer volvía a su casa, y cuando pasaba por la rue Laffite le decía a Vollard: “Creo que la sesión de mañana va a ser buena, ya que estoy contento con lo que he hecho esta tarde en el Louvre”. Esas visitas al Louvre enriquecían las observaciones de cada mañana, cuando el artista enfrentaba nuevamente el trabajo y juzgaba lo realizado en la sesión de la víspera.
En lo de Durand-Ruel vi dos hermosísimas naturalezas muertas de Cézanne, bizcochos, lecheras, frutas de azules apagados. Fui a verlas por indicación del padre Durand, a quien yo mostraba mis naturalezas muertas: “Vea estos Cézannes –me decía–, que no puedo vender. Trate de pintar interiores con figuras como este trabajo o de la calidad de aquél”.
Como hoy, el camino de la pintura parecía completamente bloqueado a las nuevas generaciones; los Impresionistas acaparaban toda la atención.
Van Gogh y Gauguin eran ignorados. Fue necesario derribar un muro para pasar.
A propósito de las diferentes corrientes modernas, pienso en Ingres y en Delacroix a quienes en su época todo parecía separar; y de tal manera que los respectivos discípulos hubieran podido organizar dos bandas rivales si ellos se lo hubieran propuesto. Y, sin embargo, es fácil ver sus similitudes.
Los dos se expresaban a través del arabesco y del color. Ingres, por su color casi “compartimentado” y “entero” fue llamado “un chino perdido en París”. Ambos forjaron los mismos eslabones de la cadena. Sólo los matices impiden confundirlos.
Gauguin y Van Gogh, años después, darán la impresión de haber vivido el mismo tiempo: arabescos y color también. La influencia que siente Gauguin parece haber sido más directa que la de Van Gogh. Incluso Gauguin parece salir de Ingres.
El joven pintor que no puede desprenderse de la influencia de la generación precedente va hacia un estancamiento.
Y para salvarse del hechizo de la obra de sus mayores inmediatos, que por otra parte aprecia, trata de buscar nuevas fuentes de inspiración en las producciones de diferentes civilizaciones, y de acuerdo también con sus propias afinidades. Cézanne se inspiró en Poussin.
Si es sensible, un artista no puede perder, rechazar, ni negar el aporte de la generación anterior, pues a pesar de él mismo toda esa carga va a gravitar en su aporte. Sin embargo, es necesario que él se libere para dar de sí en su momento una cosa nueva y algo de fresca inspiración.
“Desconfíen ustedes del maestro influyente”, decía Cézanne.
Un pintor joven, que sabe que no va a inventarlo todo, debe ordenar su cabeza para poder conciliar los diferentes puntos de vista, tanto de las obras hermosas que lo impresionen como de las interrogaciones que haga a la naturaleza.
Tras haber tomado conocimiento de sus medios de expresión, el pintor debe preguntarse: “¿Qué es lo que yo quiero?”, e ir en su búsqueda de lo simple a lo complejo para tratar de descubrirlo.
Si sabe conservar su sinceridad frente a su sentimiento íntimo, sin trampas ni autocomplacencias, su curiosidad no lo abandonará nunca, como tampoco lo abandonará, ni siquiera al final de su vida, el entusiasmo ante el trabajo arduo y aquella necesidad de aprender que tuvo en su juventud.
¡Qué puede existir más hermoso que esto!
París, 30 de agosto de 1945
Verve, vol. N° 13, noviembre de 1945.
Decir que el color ha vuelto a ser expresivo es hacer su historia. Durante mucho tiempo no fue sino un complemento del dibujo. Rafael, Mantegna o Durero, como todos los pintores del Renacimiento, construyeron a través del dibujo y le agregaron luego el color local.
Por el contrario, los primitivos italianos y sobre todo los orientales habían hecho del color un medio de expresión. Se tuvo alguna razón cuando se bautizó a Ingres como un chino ignorado en París, ya que iba a ser el primero en usar colores francos, limitándolos sin desnaturalizarlos.
De Delacroix a Van Gogh y sobre todo Gauguin, pasando por los Impresionistas que hacen una limpieza, sin olvidar a Cézanne, que da un impulso definitivo e introduce los volúmenes coloreados, se puede seguir esta rehabilitación de la función del color, y la restitución de su poder emotivo.
Los colores tienen una belleza propia que hay que tratar de preservar, así como en música hay que tratar de conservar los timbres. Cosa de organización, de construcción, para no alterar esta hermosa frescura del color.
Los ejemplos no faltaban. Teníamos, delante de nosotros, no sólo pintores sino también el arte popular y las telas japonesas que se vendían entonces. Para mí, el fovismo fue también la prueba de los medios: ubicar los colores, el uno al lado del otro, unir de manera expresiva y constructiva un azul, un rojo, un verde. Era el fruto de una necesidad que nacía en mí y no el resultado de un acto voluntario, de una deducción o un razonamiento donde la pintura no tiene nada que hacer.
Lo que cuenta con mayor fuerza en el mundo de los colores son las relaciones. Gracias a ellas y a esos colores en sí, un dibujo puede ser intensamente coloreado sin que sea necesario poner color.
Sin duda, hay mil maneras de trabajar el color, pero cuando se lo compone, como el músico compone sus armonías, se trata simplemente de hacer valer las diferencias.
En verdad, música y color no tienen nada en común, pero siguen líneas paralelas. Siete notas con ligeras modificaciones alcanzan para escribir un mundo de partituras. ¿Por qué no ha de ser lo mismo en plástica?
El color no es jamás cuestión de cantidad sino de elección. En sus orígenes, los ballets rusos y en especial Scheherazade, de Bakst, rebosaban color. Profusión sin medida. Se podría haber dicho que el color había sido repartido indiscriminadamente. El conjunto era alegre por la materia, pero no por la organización. Sin embargo, los ballets han sido campo de ensayo de medios novedosos, que a la vez los han enriquecido ampliamente.
Un alud de colores no tiene fuerza. La culminación del color sólo se da cuando está organizado, cuando responde a la intensidad emocional del artista.
En el dibujo, incluso en el de una sola línea, se puede dar, en cualquier zona que esa línea encierre, una infinidad de matices. La proporción desempeña una función primordial.
No es posible separar dibujo y color. Puesto que el color no ha sido jamás aplicado a la ventura, desde el momento que hay límites y sobre todo proporciones, hay escisión. Es allí donde interviene la creación y la personalidad del pintor. El dibujo cuenta mucho, también. Es la expresión de la posesión de los objetos. Cuando uno conoce a fondo un objeto puede contornearlo con un trazo exterior que lo va a definir por completo. Ingres decía sobre este punto que el dibujo es como una canasta a la que no se le puede arrancar una tirilla de mimbre sin hacer un agujero.
Todo, incluso el color, debe ser creación. Primero analizo mi sentimiento antes de llegar al objeto. Y luego hay que recrear todo. Tanto el objeto como el color.
Si los medios empleados por los pintores han sido atrapados por la moda, pierden su honda significación. Esos medios no disponen ya de ningún poder sobre el espíritu. Su influencia no modifica sino la experiencia de las cosas. Cambia solamente matices.
El color contribuye a expresar la luz, no el fenómeno físico sino la luminosidad que existe como hecho, la que está en el cerebro del artista.
Cada época aporta su propia luz, su sentimiento particular del espacio, como una necesidad. Nuestra civilización, incluso para aquellos que no hayan viajado en avión, ha traído una nueva comprensión del ciclo, de la superficie, del espacio. Y hoy se ha llegado a exigir una posesión total de este espacio.
Suscitados y sostenidos por lo Divino, todos los elementos se encuentran en la naturaleza. El creador, ¿no es él mismo la naturaleza?
Llamado y alimentado por la materia, recreado por el espíritu, el color podrá traducir la esencia de cada cosa y responder al mismo tiempo a la intensidad del choque emotivo. Pero dibujo y color no son sino una sugestión. A través de la ilusión que despierten, deben provocar en el espectador la posesión de las cosas. Y la medida del artista estará dada por su posibilidad de sugestionarse y trasladar esa sugestión a su obra, y de allí al espíritu del espectador. Un viejo proverbio chino dice: “Cuando se dibuja un árbol, se debe sentir poco a poco que uno se eleva”.
El color, sobre todo, es tal vez, más aún que el dibujo, una liberación. La liberación es el abandono de las convenciones; son los medios antiguos reemplazados por los aportes de las nuevas generaciones.
Como el dibujo y el color son medios de expresión, son modificados. De ahí la extrañeza que provocan los nuevos medios, ya que ellos se refieren a cosas diferentes de las que interesaban a las generaciones anteriores.
Finalmente, el color es suntuosidad y reclamo. Y he ahí el privilegio del artista: transformar en precioso al más humilde de los objetos y ennoblecerlo.
Reflexiones recopiladas por Gaston Diehl en Problemas de la pintura, 1945. Lyon, Ed. Confluentes.
El negro, como color, tiene el mismo derecho que los otros colores: el amarillo, el azul o el rojo.
Los orientales han empleado el negro como color, sobre todo los japoneses en las estampas. Más cercano a nosotros, tengo presente un cuadro de Manet, en el que recuerdo que la chaqueta de terciopelo negro del hombre joven con sombrero de paja es de un color negro franco y luminoso.
En el retrato de Zacarías Astuc, hecho por Manet, hay una nueva chaqueta de terciopelo también expresado por un negro decidido e intenso. En mi panel de los Marroquíes, ¿no hay acaso una zona grande y con tanta luminosidad como los otros colores del cuadro?
Derrière le Miroir, N° 1, diciembre de 1946.
El color existe en sí, posee una belleza propia. Fueron los géneros japoneses que comprábamos por monedas en la rue de Saine, los que nos lo revelaron. Comprendí, entonces, que se podía trabajar con colores expresivos, que no son obligatoriamente colores descriptivos. Por cierto que los originales eran sin duda decepcionantes. Pero, la elocuencia, ¿no es acaso más poderosa y más directa cuando los medios son más burdos? Van Gogh también se entusiasmaba con aquellos géneros japoneses.
Una vez liberado el ojo, limpiado por las telas japonesas, me sentí preparado para recibir verdaderamente a los colores en función de su poder emotivo. Si admiraba instintivamente a los primitivos del Louvre, y después al arte oriental, en particular la extraordinaria exposición de Munich, fue porque encontré allí una nueva confirmación. Las miniaturas persas, por ejemplo, me mostraban toda la posibilidad de mis sensaciones. Yo podía volver a encontrar en la naturaleza cómo esas sensaciones deben venir. Por lo accesorio, este arte sugiere un espacio más amplio, un verdadero espacio plástico. Eso me ayudó a salir de la pintura intimista.
La revelación, pues, me vino del Oriente. Fue años más tarde cuando comprendí y me emocionó la pintura bizantina frente a los iconos de Moscú. Uno se libera tanto más cuando ve sus esfuerzos conformados por una tradición, por antigua que esa tradición sea. Y ella nos ayuda a saltar el foso.
Había que salir de la imitación, incluso de la imitación de la luz. Se puede provocar la luz por la invención de colores lisos, como se estila con los acordes musicales. Yo empleé el color como medio de expresión de mi emoción y no como elemento de transcripción de la naturaleza. Utilizo los colores más simples. Yo mismo no los transformo. Son las relaciones que se establecen las que se encargan de hacerlo. Se trata solamente de hacer valer las diferencias, de hacerlas resaltar, de acusarlas. Nada impide componer con sólo algunos colores, la música fue elaborada únicamente sobre siete notas.
Basta con inventar signos. Cuando se siente auténticamente la naturaleza, se pueden crear signos que establezcan una equivalencia entre el artista y el espectador.
En los primeros ballets rusos, Bakst ponía enormes cantidades de color. Era magnífico, pero sin expresión. Porque no es la cantidad lo que cuenta sino la elección, la organización. La única ventaja que se obtuvo fue que el color, súbitamente, tuviera carta de ciudadanía y entrada hasta en las grandes tiendas.
A pesar de nosotros mismos, hemos hecho esa elección; fue imposible escapar a ella, era una fatalidad. Por eso, la elección del color representa tan profundamente el espíritu de una época. Pero no hay necesidad de quedarse en eso, hay que avanzar, continuar, ir más lejos.
Reflexiones recopiladas por Gaston Diehl, en Art Présent, N° 2, 1947.
En pintura, los colores tienen su fuerza y elocuencia cuando se los emplea en estado puro, cuando su brillo y pureza no son alterados, rebajados por mezclas extrañas a su naturaleza (el azul y el amarillo, que hacen el verde, pueden yuxtaponerse, pero no mezclarse; si no, se puede emplear el verde tal como la industria nos lo fabrica. Lo mismo que para el color naranja, la mezcla del rojo y amarillo sólo da un tono sin pureza, ni vibración). Es evidente que los colores empleados en estado de pureza o degradados con blanco pueden dar más que puras sensaciones retinianas, ya que esos colores son el producto del aprovechamiento de la riqueza cerebral de quien les dio vida. Los colores pueden ser multiplicados por las gradaciones con el blanco o con el negro. Hay una diferencia entre un negro mezclado con azul de Prusia y un negro mezclado con azul de ultramar. El mezclado con ultramar tiene la calidez de las noches tropicales, mientras que el otro posee la frescura de los ventisqueros...
Lo mismo que la modificación de la expresión musical puede provenir de una fruslería, ya que hay tanta diferencia entre el modo mayor y el menor como la que hay entre el sol y la sombra, ocurre lo mismo con el color; pues la disminución, en un acorde de muchos colores, de uno solo de sus elementos que permita que otro se destaque, cambia la expresión del acorde, altera la relación, suponiendo desde ya que ese acorde ha sido establecido por el pintor, que tiene la posibilidad de imprimir un carácter expresivo a la reunión de varias superficies coloreadas. Desde ya que el color puro, con su intensidad y sus reacciones sobre las cantidades vecinas, es un medio difícil. Los vitrales como en el caso de los de Chartres, que son los más hermosos, son raros. No es que las materias de los componentes sean particulares sino que es la proporción del color lo que hace la calidad. Pero no hay que confundir vitral y superficie pintada. El vitral está aclarado por transparencia y la tela está pintada directamente. Una superficie pintada puede dar la sensación de ser iluminada desde dentro; cosa que está mal, ya que debe ofrecer al ojo la resistencia de una superficie; sin esa condición, esa superficie es insoportable.
Publicadas en el cátalogo de la Exposición Henri Matisse, Acuarelas y Dibujos, Galería Jacques Dubours, París, 1972.
El color exige enorme precisión en cuanto a los aportes de las distintas partes componentes y exige también que su acción sea empleada de la manera más directa y más completa. De esta manera se obtiene firmeza; las relaciones vagas dan como resultado expresiones vagas y blandas. La mutua influencia de los colores es esencial para el colorista, y los tintes más hermosos, más fijos, más inmateriales se obtienen sin que sean materialmente expresados esos colores. Por ejemplo: el blanco puro se transforma en liláceo, rosado ibis, verde veronés o azul angélico gracias a la le, vecindad de sus contrarios. Signac decía: “Es simple, sólo que nosotros sabemos demasiado para actuar”. Sí, en efecto, es muy simple. Como es simple el violín: cuatro cuerdas en un determinado punto de tensión, algunas crines de caballo colocadas en un arco. Y agregaba: “Sólo la divina proporción lo hace todo”.
Publicadas en el cátalogo de la Exposición Henri Matisse, Acuarelas y Dibujos, Galería Jacques Dubours, París, 1962.
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