› Por Yasunari Kawabata
Si encuentras a un Buda, mátalo.
Si encuentras a un Patriarca, mátalo.
Este es un aforismo zen muy conocido. Dado que en el budismo pueden distinguirse, en términos generales, las sectas que creen en la salvación por la fe de aquellas que creen en la salvación por los propios esfuerzos, cabe en el zen una expresión tan rigurosa y severa como la enunciada, que insiste en la posibilidad de salvación por los propios esfuerzos.
Por otro lado, entre los que sostienen la salvación por la fe, encontramos sentencias como ésta, de Shinran (1173-1262), fundador de la secta Shin: “Los buenos renacerán en el paraíso, ¡y cuánto más ocurrirá con los malos!”. Este tipo de expresiones tiene algo en común con el mundo de Buda y el mundo de Buda y el mundo del demonio de Ikkyu, a pesar de lo cual ambas guardan, en el fondo, inclinaciones diferentes. Shinran también dijo: “No aceptaré ni un solo discípulo”.
“Si encuentras a un Buda, mátalo. Si encuentras a un Patriarca, mátalo.” “No aceptaré ni un solo discípulo.” Tal vez, en estas dos sentencias esté el riguroso destino del arte.
En el zen no existe el culto mediante imágenes. Sin embargo, el templo zen tiene estatuas budistas; pero en los recintos reservados para la meditación no hay imágenes ni pinturas budistas, como tampoco escrituras. El discípulo zen permanece durante horas sentado, inmóvil y silencioso, con los ojos cerrados. Pronto llega a un estado de impasibilidad, sin nada en qué pensar, sin nada que evocar. Va borrando su yo, hasta alcanzar la nada. Esta no es la nada ni el vacío, según el concepto occidental. Por el contrario, es un cosmos espiritual donde todo se intercomunica, trascendiendo fronteras, sin límites espaciales ni temporales. Es propio del zen que el maestro conduzca al discípulo hacia mayores niveles de esclarecimiento y sabiduría por medio del sistema de preguntas y respuestas, y mediante el estudio de los textos clásicos del zen. El discípulo, sin embargo, debe siempre ser dueño de sus pensamientos, y alcanzar la iluminación por sus propios esfuerzos. El énfasis recae menos en el razonamiento y la argumentación que en la intuición y el sentimiento inmediato. La iluminación no proviene de la enseñanza sino de la visión interior. La verdad está en “la escritura no escrita”, está “fuera de las palabras”. Así, encontramos aquello de “silencioso como un trueno” en el Sütra de Vimalakïrti Mirdésa. Cuenta la tradición que Bodhidharma –príncipe del sur de la India, quien vivió alrededor del siglo VI e introdujo el zen en China– permaneció sentado durante nueve años en silencio, vuelto hacia la pared rocosa de una caverna, meditando, para alcanzar finalmente la iluminación. La práctica zen de meditar sentado y en silencio proviene de Bodhidharma.
He aquí dos poemas religiosos de Ikkyu:
Bodhidharma,
que contestas si te pregunto,
y no contestas si no te pregunto:
¿qué hay dentro de tu corazón?
¿Y qué es el corazón?
Es el sonido de la brisa entre los pinos
dibujado allí en una pintura.
Este es el espíritu de la pintura oriental. Sus características esenciales son la organización del espacio, el trazo simplificado, lo que queda sin dibujar. Para decirlo con las palabras del pintor chino Chin Nung: “Si pintas bien la rama, el viento tendrá voz”. Y el monje Dogen, a quien cito una vez más, escribió:
¿No es posible reconocer
el camino de la iluminación
mediante la voz del bambú?
¿Y alegrar el corazón
con la flor del durazno?
Sen’o Ikenobo, un maestro del arreglo floral, dijo una vez (la observación se puede hallar en sus “enseñanzas secretas”): “Con una rama florida y con un poco de agua, uno representa la vastedad de ríos y montañas. Al instante, todas las delicias afloran en profusión. Realmente parece el hechizo de un mago”.
El jardín japonés también simboliza la vastedad de la naturaleza. Mientras el jardín occidental tiende a ser simétrico, el jardín japonés es asimétrico, porque lo asimétrico tiene mayor fuerza para simbolizar lo múltiple y lo vasto. Esta asimetría, desde luego, se apoya en el equilibrio impuesto por la delicada sensibilidad del hombre japonés. De allí que nada sea tan complicado, variado, atento al detalle, como el arte de la jardinería japonesa. Así existe la forma llamada kazansui (paisaje seco), compuesta enteramente por rocas, cuyo arreglo evoca montañas y ríos, e incluso sugiere el oleaje del océano rompiéndose contra los acantilados. En su mínima expresión, el jardín japonés se convierte en bonsai (jardín enano) o en bonseki (su versión seca).
La palabra sansui, que literalmente significa “montaña-agua”, designa el concepto global de paisaje, incluyendo las nociones de pintura paisajista y de jardinería, con connotaciones de lo triste, árido y mísero.
En la ceremonia del té late ese espíritu resumido en los preceptos de armonía, reverencia, pureza y tranquilidad, que encierran una gran riqueza espiritual. La sala donde se practica la ceremonia del té, tan severamente simple y sencilla, implica una extensión ilimitada y la máxima elegancia.
Una sola flor deslumbra más que cien flores. Rikyu enseñó que no se deben emplear flores que hayan florecido totalmente. En el recinto para la ceremonia del té, aún hoy en día, la práctica generalizada es colocar una sola flor, y en pimpollo. En invierno se prefiere una flor de estación, por ejemplo, la camelia, que lleva el nombre de “joya blanca” o wabisuke, que se podría traducir literalmente como “compañera de la soledad”. Se eligen entre las camelias las variedades de menor tamaño, las más blancas, y en pimpollo. El blanco, que parece incoloro, además de resultar el color más puro, contiene en sí a todos los demás. Siempre debe haber rocío en ese pimpollo, humedecido apenas con unas gotas de agua.
En mayo se realiza el más espléndido de los arreglos para la ceremonia del té: se coloca una peonía en un celadón verde-azulado; un simple pimpollo de peonía con rocío. No solamente hay gotitas sobre la flor sino también sobre el celadón.
La cerámica más valorada para usar como florero es la antigua iga, de los siglos XV y XVI. Al humedecerse, sus colores fulguran, parecen despertar nuevamente sus diferentes matices. La iga es cocida a muy altas temperaturas. Las cenizas de la paja y el humo del combustible se van incorporando a su textura y, al descender la temperatura, parece hecha de vidrio, lo cual le confiere un brillo muy peculiar. Puesto que los colores no son artificiales sino el resultado de la naturaleza operando en el horno, emergen las tonalidades y figuras más variadas, a las que se podrían llamar rasgos y fantasías del horno. Estas texturas tan austeras, toscas y fuertes de la vieja iga adoptan un fulgor voluptuoso al ser humedecidas. Respiran junto con el rocío de las flores.
El buen gusto en la ceremonia del té también requiere que el tazón para beber esté humedecido antes de ser usado, para que produzca su propio suave fulgor.
Sen’o Ikenobö observó en otra ocasión (esto también está en sus “enseñanzas secretas”) que “los montes y las riberas aparecerán en sus propias formas naturales”. Al insuflar un nuevo espíritu en el arreglo floral, halló “flores” en cerámicas rotas y en ramas secas, y también la iluminación debida a esas flores. “Nuestros venerables antepasados arreglaron flores y buscaron la iluminación.” Aquí advertimos un despertar del espíritu japonés bajo la influencia del zen. Y quizá también sea éste el sentimiento de quienes vivieron en la devastación de largas guerras civiles.
Los cuentos de Ise, compilados en el siglo X, constituyen la más antigua colección japonesa de poemas y narraciones líricas, muchas de las cuales se podrían denominar cuentos cortos. Por uno de ellos, sabemos que el poeta Ariwara no Yukihira mostró un arreglo floral a sus invitados, diciéndoles: “Un hombre bondadoso tenía en un gran recipiente una glicina en flor, cuya rama florida superaba el metro y medio de largo”.
Una rama de glicina de tal longitud es verdaderamente tan poco común que nos hace dudar de la credibilidad del autor; y, sin embargo, puedo sentir en esa enorme rama un símbolo de la cultura Heian.
Para el gusto japonés, la glicina es una flor de una elegancia muy femenina. Las ramas de glicina, cuando se mecen en la brisa, sugieren ductilidad, reticencia y suavidad. Cuando desaparecen y vuelven a surgir en el follaje temprano del verano, dan una imagen de desamparo, aunque, si se trataba de una rama de más de un metro y medio, no habría dudas sobre su magnificencia. Los japoneses emplean la expresión mono no aware para referirse a esta sensibilidad ante lo bello de la naturaleza. Que Japón haya absorbido y asimilado la cultura T’ang de China hace más de mil años, dando lugar a la magnífica cultura Heian, es algo tan prodigioso como aquella inusual glicina.
En el año 905 fue compilada, por orden del emperador, la primera Antología poética antigua y actual (Kokinshu); y, por la misma época, fueron escritos Los cuentos de Ise (Ise Monogatari), a los que siguieron las obras maestras de la prosa clásica japonesa, ambas escritas por mujeres: La historia de Genji (Genji Monogatari) –que data del año 907 al 1002–, de Murasaki Shikibu, y El libro de almohada (Makura no söshi) –redactado entre el 966 y el 1017–, de Sei Shönagon. Estos libros dan nacimiento a una tradición que influyó e incluso tuvo dominio en la literatura japonesa durante los ocho siglos siguientes.
La historia de Genji marca el punto más alto alcanzado por la novela japonesa. No existe obra literaria comparable a ésa, ni entre las antiguas, ni entre las actuales. Que un libro tan vigente hoy en día haya sido escrito en el siglo X es un milagro, y como tal es reconocido aun fuera de Japón.
Los clásicos literarios de la época Heian constituyeron mi principal lectura durante los años de mocedad, a pesar de mis limitadas posibilidades de comprensión de esos textos. La historia de Genji ha sido, pienso que por su índole, el libro del cual más se ha embebido mi corazón. Siglos después de haber sido escrito, persiste la fascinación por esa obra, a la que tantas imitaciones y reelaboraciones rinden homenaje. La historia de Genji fue una vasta y profunda fuente que alimentó a la poesía, a las bellas artes y a las artesanías artísticas, e incluso a la jardinería.
Murasaki Shikibu y Sei Shönagon, y poetas tan famosas como Izumi Shikibu (979-?) y Akazome Emon (957-1041) fueron cortesanas en el séquito imperial. La cultura Heian fue cortesana y, por ende, femenina. Los días de La historia de Genji y de El libro de almohada fueron los días gloriosos de aquella cultura, cuando su plena madurez se estaba tornando en decadencia. Uno siente la nostalgia y la culminación de aquel esplendor de la cultura cortesana, a la vez que advierte el florecimiento de la cultura dinástica. La corte imperial comenzó su declinación y así el poder pasó de la nobleza cortesana a la aristocracia guerrera, en cuyas manos permaneció, desde el establecimiento del shogunato de Kamakura (1192 al 1333), a partir del cual se sucedieron los shogunes hasta la restauración Meiji en 1868.
Sin embargo, no debe pensarse que desaparecieron la institución imperial o la cultura cortesana. En los inicios de la era de Kamakura, en 1205, se compiló la Nueva antología poética antigua y actual (Shinkokinshu), donde la técnica y el método de composición evolucionan aun más respecto de los poemas de la ya citada Kokinshu, para caer en muchos casos en mero virtuosismo verbal, pero con componentes misteriosos, sugerentes, evocativos e inferenciales, a los que se añaden elementos de fantasía sensual; todos presentan algo en común con la moderna poesía simbolista.
Saigyo (1118-1190), a quien ya he mencionado, fue el poeta que ligó ambas épocas, la Heian y la Kamakura.
Si soñé con él
era porque pensaba en él.
Si hubiese sabido que era un sueño,
no hubiera querido despertar.
Por la senda de los sueños uno puede
transitar sin descanso todas las noches.
Pero al despertar, los sueños
se convierten en simples destellos.
Estos poemas, en que Ono no Komachi, de la Kokinshu, canta a los sueños, resultan directos y reales. Pero los poemas de la Shinkokinshu –por ejemplo, los de la emperatriz Eifuku (1271-1342)– devienen un símbolo de esa melancolía delicadamente japonesa que siento más próxima a mi sensibilidad:
Las sombras de la luz del sol
reflejadas en los bambúes
donde cantan los gorriones
son el color del otoño.
Siento el penetrante viento otoñal
que sopla en el jardín
donde caen las flores de hagi al esfumarse
sobre la pared las sombras del sol del atardecer.
Los poemas ya citados, del monje Dogen sobre “la nieve fría y transparente” y del monje Myoe acerca de la “luna de invierno, que vienes de las nubes a hacerme compañía”, puede decirse que pertenecen al período de la Shinkokinshu. Myoe intercambió poemas con Saigyo y compuso narraciones poéticas. Según refiere en la biografía de Myoe su discípulo Mikai: “Saigyo venía frecuentemente para hablar de poesía. Afirmaba que su concepción de lo poético era inusual. Capullos de cerezo, el cuclillo, la luna, la nieve; enfrentados ante todas las manifestaciones de la naturaleza, sus ojos y sus oídos estaban llenos de vacío. Así, sus palabras no eran reales. Cuando cantaba a los capullos, los capullos no estaban en su mente; cuando cantaba a la luna, no pensaba en la luna. Escribía poemas ante un hecho casual, ante lo inmediato. El rojo arco iris del firmamento era el cielo coloreándose. La blanca luz del sol era el cielo tornándose brillante. Sin embargo, el cielo vacío no podía colorearse ni tornarse brillante. Con su espíritu semejante al del cielo vacío, dio color a las más variadas escenas, sin que quedase huella alguna. En su poesía estaba Niorai (persona que alcanzó el estado de Buda), la manifestación de la verdad última”.
En ese párrafo está nítidamente expresado el vacío, la nada, según el concepto japonés o, mejor, oriental.
Ciertos críticos literarios han descripto mis obras como obras de vacío. Pero esto no debe tomarse en el sentido de nihilismo occidental. Pienso que tienen un fundamento espiritual bastante diferente.
Dogen tituló su poema sobre las estaciones Realidad innata, y cantándoles a sus bellezas estaba profundamente inmerso en el zen.
Este fragmento pertenece a El bello Japón y yo de Yasunari Kawabata. Colección Japón.
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