El coronel Mansilla va a las tolderías. No le gustan la noche y los perros, pero igual se interna Tierra Adentro. Es lo que quiere y además cumple la misión de afianzar un tratado de paz. Debe llegar al cacique de los caciques, el “general” Mariano Rosas, ahijado de su tío carnal. La Argentina es una familia complicada.

Encuentra tolderías e indios sueltos que señalan el camino y al mismo tiempo son espías. Tiene que cruzar la frontera que separa civilización de barbarie.

Pero la frontera es esquiva y se desplaza a medida que avanza. “La civilización y la barbarie se dan la mano”, y en ese apretón de manos se quiebran los límites. Las palabras pierden consistencia y se vuelven preguntas: qué es paz, qué es guerra, qué está bien, qué está mal, qué es el olvido, qué es la vida, qué es la civilización, qué es la barbarie, qué es, entonces, la línea que las separa, cómo cruzarla si no existe.

Sobre esa frontera que no existe, Mansilla hace equilibrio en estas páginas.

Viaja con dos franciscanos.

Viaja con sus soldados, que son hombres sufridos.

Viaja con su intérprete y su baqueano.

Viaja con historias que cuenta en los fogones, donde conoce hombres y mujeres que le cuentan sus vidas.

Viaja con regalos.

Viaja riéndose de su propia humorada. ¿Y si se convierte en Lucius Victorius Imperator de los Ranqueles?

Viaja con años de lectura en la memoria. Shakespeare, Madame de Staël, Platón, Dante, Rousseau, Maquiavelo, hasta sir “Walterio” Raleigh. Viaja como Gulliver en la cabeza de Jonathan Swift y como Gulliver ve “el mundo tal cual es”.

¿Cómo es ese mundo? De eso se trata.

Se mete en la Pampa y se mete en su vida. El desierto no será el mismo después de la excursión de Mansilla. Mansilla tampoco, o eso quiere creer. “No hay peor mal que la civilización sin clemencia”, escribe. Y así llega al mismo tiempo a una conclusión y a una profecía.