Vie 08.01.2010

VERANO12 • SUBNOTA

Una excursión a los indios ranqueles

› Por Lucio V. Mansilla

Marchamos.

Llegamos a unos cien metros del centro de la línea de los indios, al frente de la cual se hallaba el cacique teniendo una trompa a cada lado, otro a retaguardia.

Caniupán me seguía como a doscientos metros.

Reinaba un profundo silencio.

Hicimos alto.

Oyóse un solo grito prolongado que hizo estremecer la tierra, y convergiendo las dos alas de la línea que teníamos al frente, formaron rápidamente un círculo, dentro del cual quedamos encerrados, viendo brillar las dagas relucientes de las largas lanzas adornadas de pintados penachos, como cuando amenazan una carga a fondo.

Mi sangre se heló...

Estos bárbaros van a sacrificarnos, me dije...

Reaccioné de mi primera impresión, y mirando a los míos: Que nos maten matando –les hice comprender con la elocuencia muda del silencio.

Aquel instante fue solemnísimo.

Otro grito prolongado volvió a hacer retemblar la tierra.

Los cornetas tocaron a degüello...

No hubo nada.

Lo miré a Bustos como diciéndole: –¿De qué se trata?

–Un momento –contestó.

Tocaron marcha.

Bustos me dijo:

–Salude a los indios primero, amigo, después saludará al cacique.

Y haciendo de cicerone, empezó la ceremonia por el primer indio del ala izquierda que había cerrado el círculo.

Consistía ésta en un fuerte apretón de manos, y en un grito, en una especie de hurra dado por cada uno de los indios que iba saludando, en medio de un coro de otros gritos que no se interrumpían, articulados abriendo la boca y golpeándosela con la palma de la mano.

Los frailes, los pobres franciscanos, y todo el resto de mi comitiva hacían lo mismo.

Aquello era una batahola infernal.

¡Imagínate, Santiago amigo, cómo estarían mis muñecas después de haber dado unos doscientos cincuenta apretones de mano!

Terminado el saludo de la turbamulta, saludé al cacique, dándole un apretón de manos y un abrazo, que recibió con visible desconfianza de una puñalada, pues, sacándome el cuerpo, se echó sobre el anca del caballo.

El abrazo fue saludado con gritos, dianas y vítores al coronel Mansilla.

Yo contesté:

¡Viva el cacique Ramón! ¡Viva el Presidente de la República! ¡Vivan los indios argentinos!

Y el círculo de jinetes y de lanzas se quebró en todas partes, desparramándose los indios al son de dianas que no cesaban, haciendo molinetes con las lanzas, dándose de pechadas los unos a los otros, yendo aquí, levantándose allá, ostentando los más diestros su habilidad, rayando los corceles, hasta que jadeantes de fatiga les corría el sudor como espuma.

Los gritos de regocijo se perdían por los aires.

El cacique Ramón y yo, rodeados de pedigüeños, tomamos el camino de Aillancó.

Llegamos...

Extendiendo ponchos bajo los árboles y formando rueda, nos pusimos a parlamentar entre mate y mate, entre trago y trago de aguardiente.

Hube de echar las entrañas por la boca.

No estaba en carácter, y no había más remedio que hacer bien mi papel.

Obsequié al cacique lo mejor que pude con lo poco que llevaba.

Tenía que armarle y encenderle yo mismo el cigarro, que probar primero que él el mate y la bebida para inspirarle confianza plena.

El cacique Ramón es hijo de indio y de una cristiana de la Villa de la Carlota.

Predomina en él el tipo de nuestra raza.

Es alto, fornido, tiene ojos pardos, cabello algo rubio, ancha frente y habla muy ligero.

Es en extremo aseado.

Viste como un paisano rico.

Quiere bien a los cristianos, teniendo muchos en sus tolderías y varios a su alrededor.

Tendrá cuarenta años.

Todo su aspecto es el de un hombre manso, y sólo en su mirada se sorprende a veces como un resplandor de fiereza.

Es de oficio platero; siembra mucho todos los años, haciendo grandes acopios para el invierno, y sus indios le imitan.

Su padre ha abdicado en él el gobierno de la tribu.

Charlamos duro y parejo.

Me agradeció con marcada expresión de sentimiento todo cuanto había hecho en el Río Cuarto por su hermano Linconao, a quien con mis cuidados salvé de las viruelas, preguntándome repetidas veces si siempre vivía en mi casa, que cuándo volvería a su tierra.

Contéstele que estuviera tranquilo, que su hermano quedaba muy bien recomendado; que no le había traído conmigo porque estaba convaleciente, muy débil y que el caballo le habría hecho daño.

Me instó encarecidamente a visitarle en su toldería, ofreciéndome presentarme su familia. Le prometí hacerlo de regreso, y nos separamos ofreciéndome visita para el día siguiente.

Bustos se marchó con él, pidiéndome por supuesto una botellita de aguardiente.

Le di la última que quedaba.

Mora se quedó a mi lado, diciéndome Ramón que le conservara tanto cuanto le necesitara.

Apenas se alejaba Ramón, se presentó el capitanejo Caniupán, insistiendo en que le diera un caballo gordo para comer.

El pedido tenía todo el aire de una imposición.

Me negué rotundamente.

Insistió chocándome, y le contesté que dónde había visto que un hombre gaucho diera sus caballos; que los necesitaba para volverme a mi tierra, que si creía que me iba a quedar toda la vida en la suya.

Me dijo algo picante.

Lo mandé al diablo.

Los que le seguían murmuraron algo que podía traer un conflicto.

Creí prudente aflojar un poco la cuerda, y como haciendo una tran-sacción, ordené con muy mal modo que le dieran una yegua.

Llevaba dos gordas para cuando se nos acabara el charqui, lo que probablemente sucedería esa noche, si teníamos muchos huéspedes.

Le entregaron la yegua, la carnearon en un santiamén y se la comieron cruda, chupando hasta la sangre caliente del suelo.

En el sitio del banquete no quedaron más residuos que las panzas, en las que se cebaron después algunos caranchos famélicos.

La tarde se acercaba, y las visitas raleaban.

* * *

Epumer es el indio más temido entre los ranqueles, por su valor, por su audacia, por su demencia cuando está beodo.

Es un hombre como de cuarenta años, bajo, gordo, bastante blanco y rosado, ñato, de labios gruesos y pómulos protuberantes, lujoso en el vestir, que parece tener sangre cristiana en las venas, que ha muerto a varios indios con sus propias manos, entre ellos a un hermano por parte de madre; que es generoso y desprendido, manso estando bueno de la cabeza; que no estándolo le pega una puñalada al más pintado.

Con este nene tenía que habérmelas yo.

Llevaba un gran facón con vaina de plata cruzado por delante, y me miraba por debajo del ala de un rico sombrero de paja de Guayaquil, adornado con una ancha cinta encarnada, pintada de flores blancas.

Yo llevaba un puñal con vaina y cabo de oro y plata, sombrero gacho de castor y alta el ala; no le quitaba los ojos al orgulloso indio, mirándole fijamente cuando me dirigía a él.

Bebíamos todos.

No se oía otra cosa que ¡yapaí, hermano! ¡yapaí, hermano!

Mariano Rosas no aceptaba ninguna invitación, decía estar enfermo, y parecía estarlo.

Atendía a todos, haciendo llenar las botellas cuando se agotaban; amonestaba a unos, despedía a otros cuando me incomodaban mucho con sus impertinencias; me pedía disculpas a cada paso; en dos palabras, hacía, a su modo, y según los usos de su tierra, perfectamente bien los honores de su casa.

Epumer no había simpatizado conmigo, y a medida que se iba caldeando, sus pullas iban siendo más directas y agudas.

Mariano Rosas lo había notado y se interponía constantemente entre su hermano y yo, terciando en la conversación.

Yo le buscaba la vuelta al indio y no podía encontrársela.

A todo lo hallaba taimado y reacio.

Llegó a contestarme con tanta grosería que Mariano tuvo que pedirme lo disculpara, haciéndome notar el estado de su cabeza.

Y sin embargo, a cada paso me decía:

–Coronel Mansilla, ¡yapaí!

–Epumer, ¡yapaí! –le contestaba yo.

Y llenábamos con vino de Mendoza los cuernos y los apurábamos.

Mis oficiales se habían visto obligados a abandonar la enramada, so pena de quedar tendidos, tantos eran los yapaí.

Los indios, caldeados ya, apuraban las botellas, bebían sin método: –¡Vino! ¡Vino! –pedían para rematarse, como ellos dicen, y Mariano hacía traer más vino, y unos caían y otros se levantaban, y unos gritaban y otros callaban, y unos reían y otros lloraban, y unos venían y me abrazaban y me besaban, y otros me amenazaban en su lengua, diciéndome winca engañando.

Yo me dejaba manosear y besar, acariciar en la forma que querían, empujaba hasta darlo en tierra al que se sobrepasaba demasiado, y como el vino iba haciendo su efecto, estaba dispuesto a todo. Pero con bastante calma para decirme:

–Es menester aullar con los lobos para que no me coman.

Mis aires, mis modales, mi disposición franca, mi paciencia, mi constante aceptar todo yapaí que se me hacía, comenzaron a captarme simpatías.

Lo conocí y aproveché la coyuntura.

La ocasión la pintan calva.

Llevaba una capa colorada, una linda aunque malnadada capa colorada, que hice venir de Francia, igual a las que usan los oficiales de caballería de los cuerpos argelinos indígenas.

Yo tengo cierta inclinación a lo pintoresco, y, durante mucho tiempo, no he podido sustraerme a la tentación de satisfacerla.

Y tengo la pasión de las capas, que me parece inocente, sea dicho de paso.

En el Paraguay usaba capa blanca siempre. Hasta dormía con ella. Mi capa era mi mujer.

Pero ¡qué caro cuestan a veces las pasiones inocentes!

Por usar capa colorada me han negado el voto en los comicios.

Por usar capa colorada me han creído colorado.

Por usar capa colorada me han creído caudillo de malas intenciones. Pero entonces, ¿cómo dicen que el hábito no hace al monje?

Decididamente, Figueroa es quien tiene razón:

“Pues el hábito hace al monje, por más que digan que no”.

Me quité la histórica capa, me puse de pie, me acerqué a Epumer, y dirigiéndole palabras amistosas, le dije:

–Tome, hermano, esta prenda, que es una de las que más quiero.

Y diciendo y haciendo, se la coloqué sobre los hombros.

El indio quedó idéntico a mí, y en la cara le conocí que mi acción le había gustado.

–Gracias, hermano –me contestó, dándome un abrazo que casi me reventó.

Vi brillar los ojos de Mariano Rosas, como cuando el relámpago de la envidia hiere el corazón.

Tomé mi lindo puñal, y dándoselo, le dije:

–Tome, hermano; usted úselo en mi nombre.

Lo recibió con agrado, me dio la mano y me lo agradeció.

Mandé traer mi lazo, que era una obra maestra y se lo regalé a Relmo.

Ya estaba en vena de dar hasta la camisa.

Mandé traer mis boleadoras, que eran de marfil con abrazaderas de plata, y se las regalé a Melideo.

Mandé traer mis dos revólveres y se los regalé a los hijos de Mariano.

Llevaba tres sombreros de los mejores, llevaba medias, pañuelos, camisas; regalé cuanto tenía.

Y por último mandé traer un barril de aguardiente y se lo regalé a Mariano.

Mariano me dijo:

–Para que vea, hermano, cómo soy yo con los indios, delante de usted les voy a repartir a todos.

“Yo soy así, cuanto tengo es para mis indios, ¡son tan pobres!”

Vino el barril y comenzó el reparto por botellas, calderas, vasos, copas y cuernos.

En tanto que Mariano hacía la patriarcal distribución, un hombre de su confianza, un cristiano, se acercó a mí, y a voz baja me dijo:

–Dice el general Mariano que si trae más aguardiente le guarde un poquito para él; que esta noche cuando se quede solo piensa divertirse solo; que ahora no es propio que él lo haga.

¿Qué te parece cómo se hila entre los indios?

Contesté que tenía otro barril, que repartiese todo el que acababa de recibir.

La orgía siguió; era una bacanal en regla.

Epumer comenzó a ponerse como una ascua, terrible.

Mariano quiso sacarme de allí: me negué; su hermano quería beber conmigo y yo no quería abandonar el campo, exponiéndome a las sospechas de aquellos bárbaros.

* * *

–No es cierto que los cristianos les hayan robado a ustedes nunca sus ganados –les contesté.

–Sí, es cierto –dijo Mariano Rosas–; mi padre me ha contado que en otros tiempos, por las Lagunas del Cuero y del Bagual había muchos animales alzados.

–Eran de las estancias de los cristianos –les contesté–. Ustedes son unos ignorantes que no saben lo que dicen; si fueran cristianos, si supieran trabajar, sabrían lo que yo sé; no serían pobres, serían ricos. Oigan, bárbaros, lo que les voy a decir: Todos somos hijos de Dios, todos somos argentinos.

–¿No es verdad que somos argentinos? –decía mirando a algunos cristianos, y esta palabra mágica, hiriendo la fibra sensible del patriotismo, les arrancaba involuntarios:

–Sí, somos argentinos.

–Y ustedes también son argentinos –les decía a los indios–. ¿Y si no, qué son? –les gritaba–; yo quiero saber lo que son. Contésteme, dígame, ¿qué son?

¿Van a decir que son indios?

Pues yo también soy indio.

¿O creen que soy gringo?

Oigan lo que les voy a decir:

Ustedes no saben nada, porque no saben leer; porque no tienen libros. Ustedes no saben más de lo que les han oído a su padre o a su abuelo. Yo sé muchas cosas que han pasado antes.

Oigan lo que les voy a decir para que no vivan equivocados.

Y no me digan que no es verdad lo que están oyendo; porque si a cualquiera de ustedes le pregunto cómo se llamaba el abuelo de su abuelo no sabrían dar razón.

Pero los cristianos sabemos esas cosas.

Oigan lo que les voy a decir:

Hace muchísimos años que los gringos desembarcaron en Buenos Aires.

Entonces los indios vivían por ahí donde sale el sol, a la orilla de un río muy grande; eran puros hombres los gringos que vinieron, y no traían mujeres; los indios eran muy zonzos, no sabían andar a caballo, porque en esta tierra no había caballos; los gringos trajeron la primer yegua y el primer caballo, trajeron vacas, trajeron ovejas.

¿Qué están creyendo ustedes?

Ya ven como no saben nada.

–No es cierto –gritaron algunos– lo que está diciendo ése.

–No sean bárbaros, no me interrumpan, óiganme –les contesté–, y proseguí.

Los gringos les quitaron sus mujeres a los indios, tuvieron hijos en ellas, y es por eso que les he dicho que todos los que han nacido en esta tierra son indios, no gringos.

Oiganme con atención.

Ustedes eran muy pobres entonces; los hijos de los gringos, que son los cristianos, que somos nosotros, indios como ustedes, les hemos enseñado una porción de cosas. Les hemos enseñado a andar a caballo, a enlazar, a bolear, a usar su poncho, chiripá, calzoncillo, bota fuerte, espuela, chapeado.

–No es cierto –me interrumpió Mariano Rosas–; aquí había vacas, caballos y todo antes que vinieran los gringos, y todo era nuestro.

–Están equivocados –les contesté–; los gringos, que eran los españoles, trajeron todas esas cosas. Voy a probárselo:

Ustedes le llaman al caballo cauallo, a la vaca uaca, al toro toro, a la yegua yegua, al ternero ternero, a la oveja oveja, al poncho poncho, al lazo lazo, a la yerba yerba, al azúcar achúcar, y a una porción de cosas lo mismo que los cristianos.

¿Y por qué no les llaman de otro modo a esas cosas?

Porque ustedes no las conocían hasta que las trajeron los gringos. Si las hubieran conocido les habrían dado otro nombre.

¿Por qué le llaman al hermano peñi?

Porque antes de que vinieran los padres de los cristianos ustedes ya sabían lo que era hermano.

¿Por qué le llaman a la luna quién, y no luna, como los cristianos? Por la misma razón. Porque antes de que vinieran los gringos a Buenos Aires, ya la luna estaba en el cielo y ustedes la conocían.

No pudiendo Mariano refutar esta argumentación etnológica, me contestó irritado:

–¿Y qué tiene que ver todo eso con el tratado de paz?

¿Cuándo yo le he preguntado esas cosas para que me las diga?

–¿Y qué tienen que ver las preguntas que usted me ha hecho con el tratado de paz que ya está firmado por usted? ¿Acaso ha venido a la junta para que lo aprueben? Ya está aprobado por usted y lo tiene que cumplir.

–¿Y ustedes lo cumplirán? –me contestó.

–Sí, lo cumpliremos –repuse–; porque los cristianos tenemos palabra de honor.

–Dígame, entonces, si tienen palabra de honor –repuso–, ¿por qué estando en paz con los indios, Manuel López hizo degollar en el Sauce doscientos indios?, dígame, entonces, si tienen palabra, ¿por qué estando en paz con los indios, su tío Juan Manuel Rosas mandó degollar ciento cincuenta indios en el cuartel del Retiro? (cito casi textualmente sus palabras).

–¡Que diga!, ¡que diga! –gritaron varios indios.

La junta empezaba a tomar todo el aspecto de la efervescencia popular, y yo, de embajador, me convertía en acusado.

–A mí no me pidan cuentas –les dije–, de lo que han hecho otros; el Presidente que ahora tenemos no es como los otros que antes teníamos. Yo tampoco les pido a ustedes cuenta de las matanzas de cristianos que han hecho los indios siempre que han podido –y devolviéndole la pelota a Mariano Rosas, le pregunté:

–¿Qué tienen que hacer las degollaciones de López y de Rosas con el tratado de paz?

No le di tiempo para que me contestara, y proseguí:

–Ustedes han hecho más matanzas de cristianos que los cristianos de indios.

Inventé todas las matanzas imaginables, y las reté junto con las que recordaba.

–¡Winca!, ¡winca!, ¡mintiendo! –gritaron algunos.

Y en varios puntos del círculo se hizo como un tumulto.

Era el peor de los síntomas.

Varios de mis ayudantes se habían retirado guareciéndose bajo la sombra de un algarrobo.

El sol quemaba como fuego, y hacía ya largas horas que la discusión duraba.

A mi lado no habían quedado más que los frailes franciscanos y el ayudante Demetrio Rodríguez.

Viendo que la situación se hacía peligrosa, lo miré a mi compadre Baigorrita, que no había hablado una palabra, permaneciendo inmóvil como una estatua. No hallé su mirada.

Nota madre

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