› Por Luis Gusmán
- Este cuento conoció distintas versiones pero siempre hubo “un centro de gravedad” que permaneció inalterable: Dios debía permanecer oculto. Tal vez porque desde muy chico aprendí en carne propia, como se suele aprender la religión, que un Dios que no acude al llamado es más inquietante que un Dios que responde.
Fue en mi primer viaje a Amsterdam, hace casi treinta años, donde como un sonámbulo deambulaba por los laberintos del barrio rojo. Como cuenta el cuento, me llamó la atención la connivencia del pecado con la penitencia. Las casitas de cristal y las cortinas de casas de muñecas mezcladas con puntillas eclesiásticas y cálices relumbrantes.
Fue caminado por ese barrio que me encontré con La casa del Dios oculto. Un lugar más clandestino que los burdeles cuando los fieles tenían que celebrar los ritos de la misa como si fuera una misa negra.
A esa casa extraña había que subir por una escalera que ya en su crujir prenunciaba al visitante o al creyente el suspenso y el misterio que probablemente fuera una clave de los Misterios.
Hace pocos días me volví a encontrar una vez más con este cuento, como si se reprodujese una encuentro que en la ficción nunca termina de cerrar; me encontré con un libro de cuentos, Monsieur de Bougrelon, de Jean Lorrain, que habla de un café en Amsterdam, sólo que el café se llama Manchester y no Santo Domingo, como en mi cuento.
Lorrain describe una ciudad parecida, sólo que el cuento fue publicado en 1897. La coincidencia es supersticiosa, si creemos que el estilo es una forma de superstición privada: “Amsterdam es todo agua y casas. Casas de cristal, pintadas de blanco y negro, con aguilones esculpidos y cortinas de guipur; blanco y negro repitiéndose en el agua. Todo agua: agua muerta, agua tornasolada y agua gris, alamedas interminables de agua y canales flanqueados por viviendas como gigantescos juegos de dominó. Podría ser fúnebre y sin embargo no es triste, sólo un poco monótono a la larga, sobre todo cuando hiela y el estaño fijo de los canales deja de reflejar –escalinatas arriba y el tejado abajo– las hermosas casitas de muñeca”.
La coincidencia con Lorrain no es reciente. Me ocupó en dos libros: En el corazón de junio directamente transcribí un fragmento suyo y en Los muertos no mienten intenté justificar ese plagio espiritista. La fecha de mi plagio transcurre casi coincidentemente con la fecha en que visité La casa del Dios oculto. Cosas de la ficción: uno nunca sabe dónde va a encontrarse con su doble.
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