Lunes, 17 de enero de 2011 | Hoy
Por Oliverio Coelho
Para paliar las altas temperaturas, Dollman duerme en el lavadero de un departamento deshabitado, de día y en períodos de dos o tres horas. Cuando cae la noche, suele recorrer las entrañas del edificio y caminar por la azotea.
Es de noche, pero esta vez Dollman no recorre esas arterias laberínticas en busca de restos; fuma en su colchón y observa el techo convencido de que contando manchas acelera el paso del tiempo. No se deja distraer ni siquiera por el zumbido desesperado de las moscas. Escucha del otro lado de la pared el latido mecánico del ascensor. Desde la muerte de su padre, vive en la última planta de un monoblock tomado, y la intimidad gestada con ese organismo prehistórico que en cualquier momento del día acarrea hombres y familias a sus guaridas de promiscuidad, suple de algún modo la relación con su progenitor.
Dollman es un príncipe ignorado: el último miembro de una centenaria Logia de desocupados vocacionales y combativos, cónclave nacionalista creado un siglo atrás para repudiar la empresa capitalista, la generación de empleo, la plusvalía, el materialismo histórico, las distintas vertientes del “troskoleninismo”, y reivindicar, a fin de cuentas, la pasividad política, el autismo salvaje y el ocio social que el humano cultivó al principio de las edades.
De la Logia podría decirse que en el año 2050, cuarenta años después de su formación, sus integrantes dejaron la pasividad y con una eficacia asombrosa –ni una sola huella, ni un solo nombre filtrado– perpetraron el magnicidio más importante que recuerde la sociedad argentina: tres diputados, un senador, todos melómanos representantes de distintas fuerzas políticas que habían promulgado la Ley de Trabajo Obligatorio, fueron asesinados a la entrada del Teatro Colón. El gran golpe, sin embargo, no se coronó a lo largo del tiempo con una ola de asesinatos que pusiera en peligro la confianza de la población en la expandida fe del trabajo, y se transformó en uno de los grandes enigmas de la política argentina del siglo XXI.
Treinta y cinco años después del atentado, cuando todos los fundadores habían muerto en el anonimato sin que se encontrara ni persiguiera a los responsables de los crímenes, el padre de Dollman –a su vez descendiente directo de un fundador–, tras un romance con la única mujer de los por entonces siete miembros de la Logia, concibió un hijo en el que confluyeron los secretos y la historia política de la agrupación.
Tal vez por eso, Dollman, sin su padre, se siente un animal en extinción. Cuando su padre estaba vivo, la posibilidad de heredar un secreto y la posibilidad de morir no le asustaban. Ahora se sabe más mortal que nunca y se siente más deseoso de inmortalidad. Aunque no encuentra motivos para vivir en el presente, le horroriza la posibilidad de dejar de pensar y que el mundo siga existiendo en su ausencia. Durante un tiempo se ilusionó con revelarle a alguien el secreto, transmitirlo y desentenderse lo más pronto posible, como si en el secreto heredado aumentara su propia muerte. Pero terminó decidiendo que lo mejor era suprimirlo: empezar una nueva vida. Dejar de ser el heredero.
En unas horas, cuando amanezca, habrá llegado el día y el momento indicado para llevar a la práctica su plan y ser un mortal más.
La ciudad está inusualmente vacía y ordenada. Dollman camina por el carril lento destinado a los ancianos, para no ser atropellado en caso de sufrir un ataque de vértigo. Sus precauciones son inútiles, ya que no sufre el ataque ni se cruza con caminantes hiperactivos. Contrario a lo que ocurría años atrás, cuando la gente se disputaba las sendas rápidas, hoy incluso los jóvenes asaltan el carril lento y eligen desplazarse por las arterias importantes, que presentan cintas transportadoras reservadas a ancianos, inválidos y madres con niños.
Por el carril intermedio Dollman avizora sólo a un señor mayor con su mascota reglamentaria y a un joven sucio y en harapos que avanza recostado sobre una tabla con rueditas.
La ciudad no se parece a la Buenos Aires que Dollman recuerda por las referencias de su padre. Ahora es homogénea como un suburbio; cada tanto pasa algún auto. Una vez que llega al centro y la cantidad de gente aumenta, Dollman, a fuerza de ser observado, nota que ya nadie usa ropa como la suya o como la de su padre. Lo miran como a un extranjero. Se pregunta qué verán en él, y se contesta que a alguien recién venido del pasado.
Cada veinte metros, en una espacio delimitado por un círculo, se topa con distintas casetas en las que se ofrecen servicios de primera necesidad: pedicuría en una, peluquería en otra, limpieza dental, kinesiología al paso, y en la única caseta ciega, lo suficientemente amplia para alojar un catre, lo que Dollman siempre anheló: munificencia sexual.
Dollman no tiene dinero ni sabe que allí podría satisfacer su deseo, de modo que sigue de largo y empieza a preguntarse si alguna vez llegará a la bendita oficina. Mira las caras y espera encontrar un mínimo rasgo familiar o humano para abalanzarse y preguntar por la avenida de los Dos Perones.
Sin pensarlo, entra en un mercado. Los puestos de primera necesidad superan con creces los de abastecimiento. En un carnicero anciano, sentado entre dos reses flacas y moradas que cuelgan de ganchos y parecen hacerle compañía como centinelas, identifica un rasgo de su padre. Intuye a un hombre solidario, se acerca, le pregunta dónde están, pero antes de que el otro le responda se pone ansioso y le dice a dónde va. El carnicero, con exceso de ademanes, como si varios hombres lucharan por manifestarse en su interior, le contesta que está en el lugar indicado, sólo que erró la entrada, las oficinas de “Desarrollo laboral” están justamente sobre su cabeza. Basta con girar en la esquina para encontrar el acceso. Dollman agradece y trata de despedirse, pero el carnicero, como si no hablara con gente desde hace días, no se resigna a que se vaya y empieza a dirigirle señas de todo tipo, en un lenguaje que parece de sordomudos, y luego da rienda suelta a su curiosidad:
“¿Para qué se va a meter ahí? A lo mejor todavía ni abrieron. No le van a solucionar nada. Yo lo puedo poner en contacto con...”
A esa altura de la frase, Dollman escapa del mercado. Algo del pequeño incidente produce una apertura en su percepción. Se detiene abrumado: en su campo visual aparecen mujeres hermosas que minutos atrás pasó por alto. Controla las ganas de arrojarse encima de una. Quizás la visión de las reses o la gestualidad sobreexpuesta del carnicero le hayan inoculado la necesidad imperiosa de una cacería sensual. Está a punto de volver a entrar en el mercado por un pasillo lateral que le permitiría esquivar al carnicero y buscar un rincón para masturbarse, cuando un chico se le acerca y se ofrece como guía. Dollman tarda en responder. Por un momento considera conveniente la propuesta, pero luego deduce que, aunque se trata de un niño, está ante un desconocido. Se echa a andar, el chico lo sigue y un par de veces le tira de la manga: “Págueme”, le dice, “págueme, págueme”. En la conciencia de Dollman esa palabra resuena desplazada: “Pégueme, pégueme”. Siente que más allá de lo que signifique el vocablo, está en peligro: corre el riesgo de que lo denuncien por golpear a un menor de edad. Apura el paso y al doblar en la esquina discierne el cartel de la oficina pública, justo enfrente de un puesto de primera necesidad en el que cortan el pelo y en el que un adulto de rasgos alemanoides detiene al niño y lo regaña como si fuera un pariente. Dollman cree escuchar el contenido del reto: “Así no se mendiga”.
Contra lo que espera –oficinas públicas que imitan el laberinto verticial de su edificio, escaleras y ascensores abarrotados–, se encuentra con una escalera sobria, un pasillo lúgubre y solitario con puertas bien identificadas a los lados. Cada tanto pasa algún empleado con una bandeja. No hay recepcionista. El se deja guiar por el instinto. Lee con detenimiento la leyenda impresa sobre el vidrio esmerilado de cada puerta. Al toparse con la oficina de Desarrollo Laboral, se pregunta qué pensaría su padre de todo eso. “Traición”, se dice, y aunque un aviso en letras rojas en la puerta versa “Por favor, golpear y esperar”, Dollman pasa. Se da cuenta enseguida de que todos los que trabajan en la oficina –aproximadamente diez– son mujeres flaquísimas que ante su irrupción vuelven la cabeza al unísono y abandonan por un instante sus tareas. La mesa de entradas se parece más al mostrador de una farmacia que al de una oficina pública.
En un rincón, entre los escritorios pegados de un modo innecesario, como si formaran una trinchera, una gran jaula con una figura que podría ser uno de esos simios bebé que se han puesto de moda, atrae de inmediato a Dollman. Si dos empleadas no se pararan en ese momento delante, saltaría por sobre el mostrador para inspeccionar de cerca el comportamiento de ese animal tierno.
“¿Nacionalidad?”, pregunta secamente una de las dos empleadas.
“Extranjero, no habla el idioma, no te das cuenta”, se anticipa la otra, de aspecto triste.
Dollman las mira extrañado. “El idioma”, piensa, “¿qué idioma?”. ¿Existirá otro idioma que él no habla, distinto incluso al idioma que ellas hablan?
“No soy extranjero”, grita él para transmitir autoridad, y lo único que logra es que más oficinistas se acerquen y se paren del otro lado del mostrador como si se detuvieran a mirar el interior de una jaula.
“¿Si no es extranjero entonces qué quiere, por qué grita?”
“Quiero trabajar.”
Con un movimiento coordinado, las oficinistas retroceden. Dollman no puede saber si se trata de una reacción ante su respuesta o de un movimiento cíclico: avance y retroceso. Otra vez las dos mujeres del principio quedan frente a él.
“Lamento decirle que hace años no hay puestos vacantes ni en la vía pública ni en las oficinas para argentinos nativos o naturalizados.”
“Si fuera ruso...”
“Estaríamos hablando en otros términos, otra perspectiva, habría algún puesto vacante”, interviene la empleada de aspecto triste. “Pero evidentemente no es ruso y no serviría en el puesto que podríamos asignarle.”
“Podría aprender ruso”, dice Dollman abochornado por una nacionalidad que es igual a la de las empleadas, pero que en su pellejo parece inservible. No puede creer que después de haber salido de su refugio tropiece con la fatalidad de ser argentino.
“Vamos a hacer lo siguiente”, dice la más piadosa de las dos mujeres, “llene por triplicado este formulario con sus datos personales. Vamos a tratar de hacer una excepción y lo vamos a incluir en una lista de espera, aunque por edad ya no califique. Su número es el 85673”, y le entrega una pila de papeles.
Dollman, como si hubiera recibido una limosna, repite “gracias”, aunque enseguida intuye, por la manera en que queda solo y orbitando como un intruso, que a la larga no obtendrá ningún beneficio y que las empleadas en realidad quieren deshacerse de él con amabilidad para volver a las tareas rutinarias, esto es, la contemplación de la atracción del lugar: el simio bebé en la jaula.
De modo que llena los formularios con una letra fosilizada e ilegible por la falta de práctica, y los deja sobre el mostrador sin que nadie se percate. Antes de retirarse nota, a un lado, un perchero con un abrigo y una cartera. En menos de un segundo dobla el abrigo en un brazo, ubica la cartera bajo la axila y se las arregla para abrir la puerta y darse a la fuga. En el corredor enseguida se orienta. Camina despacio hacia la salida, convencido de que aun cuando lo hubieran visto delinquiendo, nadie podría tomarse la molestia de dejar la oficina para seguirlo. Tampoco le preocupa que los peatones puedan sospechar algo al verlo pasar por el carril rápido con un botín de pertenencias femeninas.
Una vez en su departamento-refugio, Dollman dispone el abrigo en el suelo, como si fuera un cuerpo al cual abrazarse. Frota la mejilla contra el raso y después de un rato se desploma encima, exhausto ante esa suavidad desconocida.
Cuando despierta es de noche. Tiene la boca seca y transpira. El abrigo está húmedo. Enseguida le viene a la mente la cartera. Disfruta posponiendo el momento de revisarla y se dice que si la arrojara por la ventana atenuaría la traición. Aunque menos que la traición, lo que abruma a Dollman es la inutilidad de su gesto. Sólo para ser un mortal más, interrumpió un siglo de historia. Y ni siquiera es posible trabajar. Si su padre y su abuelo supieran... No le interesa en verdad saber desde cuándo la Ley de Trabajo Obligatorio ha dejado de regir. Siente una mezcla de piedad y desprecio hacia las quimeras de su padre y sus cómplices. Se le cierra la garganta y le vienen a la cabeza todas las mujeres apetecibles que descubrió al salir del mercado, y por un momento las imagina bailando en ese ambiente desierto.
Ahora sólo le queda el abrigo para pasar lapsos de tiempo que después de su aventura le parecen eternos. Fantasea con abrir la cartera y encontrar una pistola con la que al día siguiente se presentará a la Oficina de Desarrollo Laboral. Trata de imaginar una venganza que concluya la misión de la Logia. Deduce que la única que realmente lo dejaría satisfecho sería balear al simio bebé delante de todos. Abre la cartera y encuentra una Biblia que enseguida empieza a hojear, sorprendido de haber excluido de su condena la posibilidad de leer y hablar con Dios.
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