Martes, 14 de febrero de 2012 | Hoy
Por Tununa Mercado
En el cuarto del hotel había quedado abierta la puerta/ventana. Daba a un balcón y a un jardín encerrado y secreto. Desde ese balcón había oído, los días anteriores, ruidos de agua y un bullicio lejano de niños que nadaban y chapoteaban, tal vez en una pileta en el corazón de la manzana. El calor era intenso, de verano en primavera. Dejaba la ventana abierta aún en la noche, pero ningún aire fresco lograba disipar la barrera tropical que se interponía. Y, como suele suceder en los hoteles, no era posible crear ninguna corriente de aire.
Junto a la puerta-ventana había un mueble modular sobre el que se apoyaba un televisor, tan alto que obligaba a mirar hacia arriba, en actitud de contemplación piadosa y, en un estante inferior, una bandeja con copas de distinto tamaño y forma. Como no lograba descubrir cuál era el minibar, supuse que en el hotel había un servicio que llevaba las bebidas y los alimentos a los cuartos, en uno de esos carritos sobre los que se lucen baldes de hielo, soperas con tapa y fuentes de plata. A menos que el minibar fuera una especie de parlante que por razones de diseño compensaba el equilibrio del conjunto, pero cuya puerta no se delataba a simple vista. ¿La puerta disimulada de un recinto que de pronto mostraría sus tesoros, un blanco del Rin o un ron de Puerto Rico? Minucias que cualquier pasajero resolvería en un instante, pero que yo no osaba enfrentar, por pusilanimidad o por falta de mundo. ¿Quería yo acaso beber alcohol de un minibar? ¿Me interesaba aprovechar los lujos corrientes de un hotel?
En cuatro canales, señalados con teclas rojas, pasaban películas pornográficas. Al encender el televisor y elegir cualquiera de ellos, una leyenda advertía que el espectador tenía derecho a ver sólo cuatro minutos sin cargo y que después empezaría a correr un taxímetro para registrar el tiempo transcurrido y establecer la tarifa correspondiente. La advertencia era un alerta roja para quien se dejara tentar por esos canales calificados y, en cierta forma, una restricción a la libertad de ver.
Diez escritores argentinos y tres uruguayos –hombres en su mayoría–, habíamos sido invitados a un congreso de Literatura del Río de la Plata en Berlín. El hotel reunía dos ideas en su nombre, Park Consul, “Park”, en efecto, designaba un jardín lleno de encantos junto al restaurante, y “Consul”, un status de jerarquía. ¿No podían acaso esos escritores de América del Sur presumir de cierta misión diplomática, la de representar a las letras de sus países? ¿No era un privilegio de cónsules escuchar los textos propios en alemán, esa lengua áspera transfigurada por la dicción de actores profesionales, beber cerveza en todas sus variantes, comer bien, recibir viáticos y gastárselos, discurrir sobre literatura, amores, política, imaginar el Muro tal como había existido hasta no hacía mucho tiempo, pero también gozar de un verano anticipado en primavera?
Desde el primer día todos se habían dejado apresar por las imágenes de los canales pornográficos, liberados mentalmente al regresar por la noche de ciertos planteos sin salida que suelen proponerse en encuentros de literatura, por ejemplo, si hay diferencia entre erotismo y pornografía, un tópico que suele concluir con una frase deflatoria que borra cualquier connotación sexual prometedora: “toda escritura es erótica”, o si la ideología, pese a cualquier resguardo, permea la escritura erótica como un “inconsciente” suplementario, inexorable y en perpetua producción.
Sabedor de que sus debilidades de mirón ganarían la partida contra cualquier represión moral o económica, uno de nuestros compañeros de viaje nos había confiado que él se jugaba el todo por el todo, que encendía el televisor al llegar al cuarto y no lo apagaba nunca, ni siquiera cuando iba al baño. Se duchaba acompañado por los suspiros y jadeos de los protagonistas; esas respiraciones entrecortadas, esos gritos contenidos que de pronto francamente se desataban en los momentos más altos del acto, eran los únicos indicios, bastante enfáticos, de la trama de los sexos en su comunicación y eso le bastaba para apostarles todas las fichas. Entendía que la oferta sexual televisiva era lo mismo que el minibar, que el servicio de camareros, y aun que las toallas, el edredón y los artículos de tocador, y estaba decidido a usar todo sin medida.
Primero tímidamente algunos, y después sin reparos los más, todos se habían dispuesto a aceptar el precio de la aventura que el arrogante jugador parecía merecer por derecho propio, admitiendo quizá, con modestia, que para ellos habría de medirse por tiempo, y aun por tiempo en soledad y, ciertamente, en dinero. Habría sido una crueldad imponerse ver sólo los cuatro minutos gratuitos. ¿Quién podía sustraerse a una escena en la que la lengua de un negro estilo modelo Mapplethorpe emergía y buscaba otra boca, la del sexo de una blanca que se prodigaba húmedo y entreabierto? Un primer minuto había transcurrido, y en el segundo apenas la lengua había logrado su máxima longitud y delgadez, como si una gimnasia secreta le permitiera adelgazarse como un estilete y adquirir la movilidad de un latiguillo. En el tercer minuto, cuando ya empezaba a titilar en la pantalla el anuncio de corte de imagen –sin clemencia para el condenado mirón–, la rubia cambiaba de posición y requería al negro, clamaba por su lengua y se rendía a su regodeo de lamer.
En aquella noche los rioplatenses estarían absortos frente a la misma película alemana del negro lengua larga y la rubia en cuatro patas. El dispendio se había instaurado y, pasados los tres primeros minutos, ya no se podía retroceder. Pero, de pronto, desde la ventana-balcón abierta de par en par, irguiéndome apenas, alcancé a ver que en la habitación del piso de abajo, se había encendido la luz y que en la pared de su propio balcón se proyectaban las siluetas de un hombre y una mujer que acababan de entrar. Veía la sombra de los cuerpos proyectados en la vasta superficie; a veces se alargaban las imágenes por los efectos de la luz, pero después se estabilizaban los perfiles recuperando su tamaño natural. Muy libres, el hombre y la mujer comenzaron a besarse; se tomaban y se dejaban; insistían y desistían. Las risas se escuchaban cristalinas, como agua durante las mañanas en los jardines interiores del Park Consul; ella tenía el pelo suelto, alborotado, y él le susurraba propósitos que la hacían reír. Era un escarceo con la elocuencia discreta de quienes saben manejar las cuestiones del amor, una contención que posterga pero que no rehúye.
El acto acababa de comenzar cuando decidí avisarle al pornógrafo de tiempo completo que no se perdiera lo que yo estaba viendo, una escena que sobrepasaba de lejos el naturalismo burdo de una película porno. Golpeé a su puerta pero no me respondió. En su habitación se oía el susurro del televisor encendido.
Busqué el lugar más propicio para ver esas sombras proyectadas que ahora entrechocaban copas de champán. Ella tenía unos pechos enormes y él, arrodillado, abarcaba sus pezones con la boca y los rodeaba con la lengua; bajaba buscando hacia el vientre el ombligo y luego se perdía la imagen por insuficiencia de campo; otra vez se besaban en la boca y en sucesivos giros ella iba mostrando ángulos de desnudez perfecta, cincelada. Sus movimientos eran más procaces que los de él, y en una de las “tomas” se dejó verter y sorber champán entre las piernas. La translucidez de la copa, el modo en que el cristal se trasvasaba a la pared, la secuencia brillante del fluir del líquido sobre el cuerpo, eran imágenes de un arte hecho de luz y sombra en movimiento, de medios tonos y profundidad, formas que sobrepasaban el simple reflejo, como si por una diafanidad inesperada esa noche la pared se hubiera convertido en una pantalla mágica. La contraparte en silueta de los pechos era ahora el perfil del hombre, un cuerpo trabajado pero masivo hasta que por el ángulo de exposición esa masa se quebraba abruptamente dejando emerger el sexo, en línea recta, disparado, acercándose cada vez más a su objetivo, que era acoplarse con varias bocas, primero los labios de ella, glotones, después el hueco entre sus pechos enormes, y luego, más tarde, dejando crecer la urgencia, los labios del sexo, tragones, queriendo más y más.
Las voces gemían, las risas decían, los jadeos resonaban; los requiebros en alemán me descubrían una lengua capaz de rendirse al amor; los cuerpos seguían en la luz, remisos todavía a arrojarse a la ceguera oscura del orgasmo, que no pide ni luz ni sombra, manirrotos todavía, imprevisores, como si con ese derroche pudieran paradójicamente retener el arrebato final. Fundidos los perfiles, se escuchó un solo intenso y alguien apagó la luz.
Todo fue de pronto negro, la pared negra, la noche oscura. En la otra pantalla, ya transcurridos con creces los minutos reglamentarios que habían anticipado, como una tentación, escenas de sexo entre un negro y una blanca, sólo se veían líneas de luz, rectas, homogéneas, de trazado final. Mi vecino, a cuya puerta había llamado, me dijo al día siguiente que no había respondido porque estaba viendo una porno en la que un negro y una blanca recibían la visita de otro negro y, en triángulo, lo ayudaban, a él, a pasar la noche.
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