› Por Juan Diego Incardona
Eran los años del Hombre Gato y el Enano de Cruz, del Ahorcado del Tanque y los lobizones del campito. Igual que otros barrios del conurbano bonaerense, Villa Celina también estaba rodeada de potreros y campos. Por las noches, estos terrenos se convertían en una masa negra amenazante, donde brillaban, de pronto, luces y rayos misteriosos, y se oían –quién sabe de dónde– voces y ruidos extraños. Para mis amigos y yo, que teníamos once, doce años, aquella oscuridad local nos proveía todo el material que nuestra imaginación necesitaba, pero a cambio cada uno debía pagar, íntimamente, un precio.
Un día después de la escuela, nos juntamos con Martín y el cabezón Adrián en la esquina de Giribone y San Pedrito. Sentados en la vereda del gomero, fuimos viendo caer la noche enfrente nuestro, sobre los potreros que se alargaban hacia el Riachuelo. A medida que arriba el cielo se ponía negro, abajo nuestras mentes buscaban espejismos y apariciones. Quizá discutíamos si eso que se escuchaba eran ladridos de perros o aullidos de lobizones, si eso que olíamos era basura quemada o el cuerpo de un muerto, cuando de pronto vimos una luminosidad flotando en la cancha de “nueve pescador”, una luz entre amarillenta y blanca que se movía y formaba figuras. El cabezón Adrián dijo que debía ser la luz mala del perro de La Maico, al que habían enterrado el día anterior en el campito. Martín y yo le preguntamos qué eran las luces malas y él nos explicó que eran las almas que salían de algunos muertos, que se lo había contado su tío Medina. Yo estaba impresionado y enseguida me acordé del canario que habíamos enterrado con mi abuelo en la maceta de los malvones, en el patio de casa. De repente, el cabezón Adrián, aterrado, avisó:
–¡La luz mala viene para acá!
Era verdad. Todos podíamos verla. El brillo que antes daba vueltas en la cancha, ahora avanzaba hacia el barrio.
–¡Corramos! –los tres nos levantamos y cada uno salió disparado hacia su casa.
La mía quedaba en Ugarte y Giribone, a sólo una cuadra del comienzo del campito. Compartía la pieza con mis dos hermanas. En esa época, María Laura tenía seis o siete y María Cecilia, tres o cuatro años. Cuando apoyaban la cabeza en la almohada, enseguida se quedaban dormidas, y así seguían hasta la mañana, sin problema. Yo, en cambio, que era el más grande y era el varón, no podía pegar un ojo. Cuando mi vieja apagaba el velador, a mí me agarraba miedo, mucho miedo a la oscuridad.
No me acuerdo si arrastraba este asunto desde más chico o si me había empezado a esa edad, sugestionado por las historias que contaban mis amigos. Lo cierto es que me costó mucho superar aquellas noches de 1982, de 1983. Me latía fuerte el corazón, sentía el cuerpo caliente y transpiraba mucho. Además, me faltaba el aire, un poco por los nervios, pero principalmente porque me tapaba hasta la cabeza. Es que, como cualquier chico sabía, las frazadas eran un escudo casi inviolable contra los fantasmas y monstruos.
Era muy importante que el refugio estuviera bien sellado, que no quedara ni siquiera un dedo afuera, porque si no uno podía pagarlo muy caro. Por supuesto, respirar ahí adentro se convertía en un verdadero suplicio, pero era un sacrificio que probablemente cualquier niño hubiese hecho en mi lugar, movido por ese instinto ancestral que se llama “supervivencia”. Para administrar las pocas gotas de aire, contaba seis, siete segundos entre cada respiración. Semejante economía empeoraba tanto la sensación de ahogo que en un momento tenía que ceder. Arriesgándome increíblemente, asomaba la boca de aquella cueva y tomaba aire. Después, empezaba todo de nuevo, y así sucesivamente, hasta que, si tenía suerte, por fin me quedaba dormido, una vez entradas varias horas la noche, no sin antes haber analizado y discutido conmigo mismo sobre el origen de cada pequeño ruido que sonaba en la pieza, en el patio o en la terraza.
Después de que vimos la luz mala del perro de La Maico, yo andaba muy sugestionado, pensando principalmente en el canario enterrado de la maceta. Estaba seguro de que su luz mala rondaba la casa. Al principio, me pareció escucharlo cantar en el patio e incluso adentro de mi pieza. Era la misma melodía que le había conocido tantas mañanas. Ahora sonaba de noche y se escuchaba muy bajo. Pensé que eso debía ser normal tratándose de la voz de un espíritu, que se oía bajo porque ya no tenía cuerpo. Después, con el paso de las noches, me convencí de que el maldito revoloteaba sobre las puntas de mi cama, sobre mis pies y sobre mi cabeza. Una noche, que ya me había quedado dormido, me desperté de nuevo, de golpe, con la sensación de que me tiraban del pelo. Había cometido el error de dejar una parte de la cabeza destapada. Sin perder tiempo, sellé otra vez la cueva . Había sido una desgracia con suerte.
Pero el escudo de frazadas no era la única protección. Había otras maneras de defenderse. Una de ellas –cualquiera podía saberlo– era la luz. Fantasmas y espíritus escapaban de la luz, los criminales lo pensaban dos veces antes de entrar a la pieza y las cosas, bien iluminadas, dejaban de transformarse y volvían a ser lo que eran. Lo primero que se me ocurría cuando los ruidos aumentaban, era sacar la mano de mi cueva y prender el velador. Pero casi nunca llegué a hacerlo, porque tenía miedo de que pudieran morderme.
En esos días, el maestro de Ciencias Naturales nos enseñó a hacer una linternita casera. Fue una gran suerte. Como era un trabajo práctico para la escuela, mis padres, aunque no andaban bien de plata, me compraron todos los materiales que necesitaba. Era una cajita de fósforos con una batería de nueve voltios adentro. Cuando cerrabas la caja, un clip de gancho de cobre hacía contacto con una lamparita de un volt y medio, incrustada en el cartón. Fue bastante fácil hacerla y yo lo disfruté, porque me encantaba la electricidad. Mi papá ya me había enseñado algunas cosas. Cuando la linterna estuvo lista, se la mostré a mis amigos del barrio. Todos me pedían que se las prestase un rato. La prendían y la apagaban sin parar, abriendo y cerrando la cajita. También se la mostré a Jimena, la chica de la otra cuadra que me gustaba y que no me daba bola. A partir de ese día, durante un tiempo me llamó por mi nombre. Hola, Juan Diego. Chau, Juan Diego. Eran todas alegrías las que me daba mi pequeña linterna. Y en esa época, además, iba a darle otra utilidad, todavía más importante. La cajita de luz sería mi talismán contra los males que venían a la casa.
Empecé a acostarme con la cajita al lado. Cuando la prendía adentro de la cueva, ¡pin!, la lamparita dentro de todo iluminaba, y yo podía ver los dibujos estampados de las sábanas, los hilos deshilachados de las frazadas, podía verme las manos. Pero cuando la probé en el espacio abierto de la pieza, descubrí que a mi pobre cajita no le daba la fuerza contra tanta oscuridad, que un volt y medio no era nada en ese aire tan negro. Era peor, porque cuando la luz era poca, las formas raras que había en ese lugar eran más raras y daban más miedo.
Mi situación empeoró cuando llegó el verano, porque a la poca fuerza de la cajita de luz se sumó un nuevo problema. Mis padres nos sacaron las frazadas y nos quedaron, para taparnos, solamente las sábanas. Así, la cueva quedaba muy debilitada. Una tela sola no podía compararse con los kilos de mantas que nos tiraban encima en invierno. Si hubiese sido por mí, no habría dudado en bancarme el calor con tal de tener mayor seguridad, agregando a mi cama al menos una frazada, pero en esa época las mantas eran objetos incaccesibles, guardados en el baúl que tenían mis padres en su pieza, así que esta opción quedaba descartada, porque si hay algo que traté de lograr durante aquel tiempo, fue que mis viejos no se enteraran de mi problema, sobre todo mi papá.
Cuando él se iba a la fábrica, a eso de las cinco de la mañana, a veces entraba a nuestra pieza para ver si estaba todo bien. Yo me hacía el dormido y durante esos segundos me destapaba la cabeza, porque me daba vergüenza que él me viera así. Igual sabía que las cosas de la oscuridad no iban a hacerme nada, primero porque nunca salían si había personas grandes, y segundo, porque mi viejo imponía respeto, ya que era un tipo muy fuerte y peleador, que además había nacido en Sicilia, un lugar que, según me había contado mi abuelo, estaba lleno de mafiosos. A mí me gustaba pensar que mi familia paterna era de la mafia. Yo se lo decía a mi amigo Martín, cuando competíamos sobre quién tenía familiares más fuertes, sobre cuál padre mataría a cuál, sobre cuál tío mataría a cuál. El me discutía que mi papá no podía ser de la mafia, porque trabajaba, que los mafiosos no necesitaban trabajar. Yo no sabía bien qué contestar, pero estaba seguro de que mi papá lo mataba al de él. Cuando mi viejo entraba a la pieza y yo me destapaba rápido la cabeza, me hacía el que roncaba, como hacía él cuando dormía. Después de un rato, mi papá cerraba de nuevo la puerta y yo me volvía a tapar la cabeza.
A todo esto, mis hermanas seguían durmiendo como si nada. Para colmo, María Laura roncaba de verdad. Qué bronca que me daba. Tan chiquita y ya podía roncar. Su ronquido era siempre igual y yo me lo sabía de memoria. Hacía tres cortos seguidos, paraba, y después uno largo. De vez en cuando, roncaba de otra manera, y entonces me preocupaba, porque no estaba seguro de si era ella o alguien de adentro del ropero, que estaba justo al lado de su cama. Yo no quería dormir con el ropero abierto, porque ahí la oscuridad era mucho más fuerte. Antes de apagar la luz, mi mamá lo cerraba, pero después muchas veces las puertas se abrían solas, un poco porque era un mueble viejo que ya no quería más, pero sobre todo estaba convencido, porque las almas que vivían ahí adentro eran muy poderosas y eran capaces, cuando querían, de abrir y cerrar puertas.
Hubo noches que llegaron a abrir la propia puerta de la pieza. Yo rezaba padrenuestros y avemarías, porque creía que así no podían tocarme, pero igual me moría de miedo mientras escuchaba sus pasos. A la mañana, miraba el parquet al ras del suelo y entonces no tenía dudas. Claramente, podían verse las huellas, de distintos tamaños, que habían dejado. Incluso, descubrí pisadas sobre las paredes y una en el techo, en mi esquina. La peor de todas las noches fue una vez que abrieron y cerraron puertas en toda la casa, la del baño, la de la cocina, la del cuartito donde estaba la heladera. Se notaba que andaban enojados, porque además decían malas palabras. Esa vez no se conformaron con las puertas internas. En un momento, se escuchó la llave de la puerta de calle, después cómo se corría el gancho y por último el ruido de la puerta de madera arrastrándose en el piso, mientras se abría. No me quise ni imaginar la cantidad de espíritus y fuerzas malignas que se estaban metiendo a la casa. En las noches siguientes, tocaban el timbre a cada rato, bien tarde. Para mí, eran otros que también querían entrar. Pero esas veces no escuché que se abriera la puerta. Seguro mi casa ya estaba llena y no cabía nadie más.
Tenía que hacer algo, no podía vivir así. Un sábado o un domingo al mediodía, mientras veíamos cómo jugaban a la pelota los viejos en el campito, le saqué el tema al cabezón Adrián Navarro, que era el que más sabía de estas cosas entre mis amigos, porque su tío Medina siempre le contaba historias, como la vez que había visto al Diablo en la escalera de uno de los edificios de la General Paz. Le dije:
–Cuando se hace de noche en mi casa salen los espíritus.
El cabezón me clavó los ojos, esos ojos chiquitos y raros que parecían de lagartija.
–¿Te dan miedo? –me preguntó.
–Nooo –le mentí–, lo que pasa es que no me dejan dormir.
Se puso serio. Al rato, gritó:
–¡Tío! ¡Vení , tío!
Uno de los jugadores se arrimó a nuestro costado. Era el mismísimo Medina.
–¿Qué pasa? –preguntó.
El cabezón Adrián, sin darle vueltas al asunto, le contó:
–A él lo molestan los espíritus.
Medina se agachó un poco y su cara, frente a la mía, todavía es una imagen que tengo grabada.
–Pibe –me dijo como si fuera lo más natural del mundo–, los fantasmas son comos los perros, tenés que dejar que te huelan. Una vez que te conozcan, no te van a joder más.
Entonces, volvió al potrero con los viejos, que seguían en la suya, encorvados y chuecos, corriendo atrás de la pelota. Yo me quedé impresionado y en silencio, pero ya sabía, desde ese mismo momento, que cuando llegara la noche me la iba a jugar a todo o nada.
A las once, doce, después de ver algo en la tele, me mandaron a la cama. Mi vieja hizo lo mismo de siempre: ordenó la ropa en los cajones de la cómoda, guardó alguna cosa en el ropero y después apagó primero la luz de arriba y por último el velador. Cuando salió de la pieza, yo, automáticamente, me tapé la cabeza y prendí, adentro de la cueva, mi cajita de luz.
Tenía que esperar que llegara el momento justo, el peor momento, cuando la oscuridad se volviera bien fuerte y los espíritus anduvieran sueltos.
Por la mitad de la noche, empezaron los ruidos. Uno a uno, los fui reconociendo y clasificando mentalmente. Pronto, el canario empezó a revolotear sobre las puntas de mi cama, la puerta del ropero se abrió y de adentro le contestaban los ronquidos a María Laura, el viejo piso de madera crujía por los pasos.
Recé un Avemaría. Apagué la cajita de luz y la dejé en el costado. Cerré los ojos. Saqué la cabeza de la cueva. Respiré profundo. Me destapé el resto del cuerpo. Me senté en la cama. Me puse de pie. Abrí los ojos. Caminé despacio hacia la puerta de la pieza. Muchas personas me clavaban la vista. Abrí la puerta. Salí al patio. Di un paso, di dos pasos, di tres pasos. Detrás mío, caminaba otra gente. Seguí adelante. La luz mala del canario me revoloteaba en la nuca. Llegué a la escalera. Subí un escalón, subí dos escalones, subí tres escalones. De las macetas flotaban vapores venenosos. Llegué a la terraza. Miré la calle. Miré las casas. Miré el Tanque de Celina. La zanja corría despacio y el agua podrida, era sabido, estaba mezclada con sangre. El viento movía las hojas de los árboles. Los faroles del alumbrado también se movían y por eso las sombras, en las veredas, estaban vivas. Cerré los ojos. Entonces, se acercaron para olerme. El Hombre Gato dio vueltas a mi alrededor. El Enano de Cruz me pasó entre las piernas. Los lobizones me olfatearon los pies. Levanté los brazos. Las luces malas me alumbraron y yo, debajo de los párpados, vi todo blanco. Abrí los ojos de nuevo. Todos los chicos de Villa Celina abrieron los ojos, y en ese momento, entre la General Paz y la Riccheri, mientras los padres dormían, nosotros éramos hermanos de los fantasmas, éramos los monstruos, a la noche, caminando en los techos.
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