› Por Vicente Battista
Hace unos días publiqué en SLT (el magnífico Suplemento Literario de Télam) una nota en la que hablaba de la literatura por encargo. Aunque dicho así parezca un anatema, toda literatura es por encargo. Cuando un amigo te cuenta el sueño que tuvo o lo que le pasó a aquel pariente lejano y dice “vos bien podrías escribir esto”, te está haciendo un encargo. Lo mismo sucede con esa curiosa noticia que leímos en el diario y que fatalmente está pidiendo que la transformes en un cuento.
“El mejor amigo” no nació del sueño de un amigo, tampoco de una noticia del diario. “Corría el año 1988…”, podría decir, a tono con cualquier historia de Eugene Sue, cuando Eduardo, “Bebe”, Martínez, a la sazón director de Playboy, me llamó con el fino propósito de hacerme un encargo. Recuerdo que puso ante mí un formidable cuadro del holandés Braldt Bralds y con un tono de voz, a mitad de camino entre la súplica y la demanda, dijo: “Necesito un texto para acompañar este dibujo”. El referido dibujo mostraba a un bulldog americano que –se supone– acababa de realizar una sanguinaria travesura: el animalito tenía la boca abierta y de su hocico y colmillos chorreaba sangre. Una cadena rota le colgaba del cuello. Un detalle final: movía la cola, feliz por la matanza.
Acepté la oferta (iba a escribir “acepté el desafío”, pero no hay por qué exagerar) y pensé en una historia, necesariamente policial, que debía tener a esa bestia asesina por protagonista. “El mejor amigo” apareció en Playboy Nº 39, de agosto de 1988. Pensé que la historia de ese cuento; el cuento en sí mismo, terminaría en aquel invierno del ’88. No fue así. Comenzó a circular de manera extraña y –confieso– me produjo un buen número de satisfacciones. La revista francesa 813 / Les amis de la littérature policière, con el título de “Le meilleur ami”, lo publicó en su Nº 35, de junio de 1991, junto con un reportaje (“Les bas-fonds de la crise”) que me hiciera Felipe Navarro. Como consecuencia del cuento y del reportaje, la editorial Caribéennes contrató mi novela Siroco, que finalmente editaría la editorial Le Mascaret Noir. Más tarde el cuento fue citado en Magazine Littéraire, Oliver Gilberto de León lo incluyó en la antología de cuentos policiales que preparó para la editorial L’Atalanta, y Néstor Ponce en su antología Crimen, Anthologie de la nouvelle noire et policière d’Amérique latine, editada por Presses Universitaires de Rennes.
El interés también se notó en España. En algún momento el cuento circuló por Internet, aunque en versión española, netamente española: los personajes no hablaban de vos sino de tú. Circunstancia que me resultó ofensiva y divertida al mismo tiempo. Como entonces desconocía los misterios de Internet (persisto en ese desconocimiento), nada pude hacer para retornarlo a su versión original. No obstante, creo que ya no está.
Ignoro por qué razón “El mejor amigo”, escrito para justificar un dibujo de Braldt Bralds, tuvo tantas secuelas. Podrá argüirse que maliciosamente evoca alguna historia de Borges. Tal vez, aunque no creo que los franceses y los españoles se hayan detenido en ese detalle. Desde aquella primera edición hasta hoy han pasado muchísimos años. Yo estoy muy lejos de aquel joven que ayer nomás decía y las bellas mujeres que ilustraron aquel ejemplar de Playboy no creo que hoy puedan mostrarse alegremente desnudas. Inexorablemente, todos envejecemos. Espero que “El mejor amigo” no haya envejecido.
Todos la deseábamos, pero ni siquiera nos atrevíamos a mirarla: Virginia era la mujer del jefe y nosotros conocíamos muy bien las reglas del juego. Ella nos trataba con desprecio. Sólo reparó en mí cuando el jefe le regaló el cachorro. Hay quienes aseguran que lo del perro fue un capricho de ella, otros afirman que fue una idea de él, como todo. Lo cierto es que una tarde en la casa grande apareció el bulldog, ya de pequeño era feo y fiero. El jefe le buscó un nombre humillante.
–Lo llamaremos Pimpollo –ordenó y se echó a reír.
Todos reímos. El se dirigió a Virginia y agregó:
–Ahora tendrás compañía. Acaricialo.
Virginia repitió: Pimpollo, y comenzó a acariciarlo. Estábamos acostumbrados a eso: jamás cuestionaba una orden.
–¿Qué te parece esta bestia? –me preguntó el jefe
Lo tuve un rato en mis brazos, le estudié el hocico y dije lo que me parecía.
–Habrá que creerle –dijo–, en sus tiempos de alcahuete entrenaba perros.
Todos festejaron menos Virginia. Me habló, era la primera vez que ella me hablaba.
–¿Es cierto? –preguntó–, ¿cuando cana...?
Dije que sí. Ella adoptó un gesto entre la inocencia y la alegría.
–Podrías criármelo –sugirió.
El jefe largó otra de sus risotadas.
–No hay problema –dijo– con este no hay problema.
Quise creer que se refería al perro. Todos rieron. Se dirigió a mí y ordenó:
–Criáselo.
Con la excusa del cachorro, Virginia y yo comenzamos a vernos a diario. Es cierto que yo no revestía peligro, apenas era un recadero en la organización. Tuve que soportar que incluyeran una nueva burla a las habituales: para algunos era el que le criaba el perro a la patroncita; para otros, el eunuco del harén. No me importó. La había deseado desde el primer momento y por el solo hecho de estar con ella, frente a ella, soportaba la burla de los otros. Me dediqué por entero al entrenamiento. El perro aún era cachorro pero ya me daba pruebas de obediencia. Ahora también yo tenía a un subordinado. Virginia lo comprendió pronto.
–¿Es capaz de obedecerte en todo? –preguntó.
Dije que sí.
Sonrió. Quise creer que entre ambos se estaba estableciendo un pacto y en ese instante se me hizo cierta la historia que circulaba acerca de Virginia.
Decían que había ingresado en la organización igual que las otras mujeres: por su cuerpo. Aseguraban que al principio hasta se había burlado del jefe y que el jefe había aguantado esas burlas, que le había consentido libertades sin pedir nada a cambio. Por eso, afirmaban, llegó a conocer cosas de la organización que muy pocos conocían. Decían que cierta tarde se había sentido poderosa y que había olvidado los consejos de las mujeres más viejas: había hablado más de la cuenta sin saber, pobre idiota, que estaba hablando con un espía del jefe.
A partir de ahí la historia se hace confusa, cada uno tiene su propia versión y todas un punto de coincidencia: la severidad del castigo. Dicen que la golpearon hasta el cansancio, hasta que ella se echó de rodillas y suplicó que, por favor, no le pegasen más. Dicen que el jefe primero la orinó (otras veces lo vimos hacer cosas parecidas con algún castigado, aunque jamás con una mujer), y dicen que después ordenó que le atendiesen las heridas. Dicen que estaba tan lastimada que no hubo modo de vestirla, que tuvieron que dejarla desnuda en la jaula. Dicen que no la encerraron en una cárcel sino en una gran jaula. Dicen que el jefe quería transformarla en un animal, en una bestia dócil y obediente. Dicen que ahí estuvo, durante semanas, sola con su rencor. Dicen que únicamente abrían la puerta para dejarle la comida o para revisar las heridas. Dicen que, cuando finalmente curó, el jefe la dejó salir. Dicen que ella había pensado que la mataría: nadie que se iba de boca en la organización vivía para contarlo. Dicen que otra vez se echó de rodillas para pedir por su vida. Dicen que el jefe no hizo nada, que sólo mandó que la bañaran y la preparasen. Dicen que ella fue mansa y sumisa y dicen que contentó hasta el ultimo capricho del jefe, dicen que aceptó hasta la más ruin de sus exigencias. Dicen que desde entonces supo transformar el asco en un perpetuo gesto de placer. Idéntico al que tenía cuando me preguntó si ese perro era capaz de matar.
–Sí, si yo se lo ordeno –dije.
Pimpollo creció robusto. Lo fui criando huraño y feroz. El jefe se había olvidado del animal, seguramente creía que continuaba siendo ese cachorrito manso que había hecho traer para entretenimiento de Virginia. Ni ella ni yo le hicimos ver lo contrario. Eso también, pensé, era parte del pacto.
Una mañana hubo alboroto en la casa grande: el jefe partía rodeado por sus mejores hombres. Supe que volverían en un par de días, me acerqué para despedirlo. Como siempre, el perro iba a mi lado. El jefe no reparó en mí, pero sí en el animal.
–¿Esta bestia es...? –preguntó, sorprendido.
–Sí –dije–. Pimpollo.
Se acercó para intentar una caricia, pero el perro mostró los colmillos. El jefe retrocedió, era la primera vez que lo veíamos retroceder.
–Tenés dos días para enseñarle que yo soy el patrón –ordenó–. Si cuando vuelva sigue así, no lo quiero ver en esta casa. Ni a él ni a vos.
Lo sostuve por el collar hasta que los coches se alejaron.
Virginia estaba en la puerta principal y con un gesto ordenó que me acercase.
–¿Te alcanzará el tiempo? –preguntó.
–Los animales no piensan –dije.
–Yo pensé.
–Pero te costó más de dos días aceptarlo.
–Nunca lo acepté –dijo–. Tengo algo que decirte. Dejá a esa bestia fuera, para que vigile.
Tendría que haberme negado, pero no pude evitarlo. La seguí. Muy pocos hombres entraban a la casa grande; ninguno al dormitorio de Virginia. Tuve miedo. Ella me ordenó que cerrara la puerta.
–Tu jefe me da asco –dijo–, siempre me dio asco.
Sabía que haber escuchado aquello ya me condenaba, quise huir. Me aferré al picaporte, pero no lo abrí.
–Echale llave –ordenó ella.
Obedecí como un autómata, pero no me separé de la puerta. Virginia continuaba al pie de la cama, lentamente comenzó a quitarse la ropa. Me costó aceptarlo: estaba realizando un diabólico strip-tease sólo para mí.
–Me deseaste desde el principio –murmuró–, desde el primer día deseaste a la mujer del jefe.
Aprobé en silencio, pero no avancé un paso.
–Y la mujer del jefe ahora puede ser tuya. Atrevete –ordenó.
Me abalancé sobre ella y le quité la poca ropa que aún vestía; después comencé a acariciarla, codicioso. Virginia se dejaba hacer, fría y solemne como un trofeo. Habló:
–Por mucho tiempo tuve que fingir el goce –murmuró–. Quiero gozar.
La besé ansioso. Estaba poseyendo lo imposible y sabía que iba a durar lo que un sueño. El miedo fue más fuerte que el deseo: acabé mal y pronto. Todo el tiempo imaginé que el jefe estaba en el marco de la puerta. Virginia jadeó, gritó, mordió mi cuello y arañó mi espalda. No le creí nada, pero lo sabía hacer: era su oficio.
–Salgamos de aquí –dije, mientras me vestía.
–No temas. Tardará dos días en volver –me tranquilizó.
–No importa, salgamos –supliqué, sentí que transpiraba.
–Todavía no te hice la propuesta –dijo.
Continuaba desnuda, le pedí que se cubriera. No me hizo caso.
–Dijiste que es capaz de matar, que si se lo ordenás, es capaz de matar.
No me atreví a contestarle. Afirmé moviendo la cabeza.
Sobre su cara se dibujó una sonrisa perversa, pero ni con eso perdió su belleza. Me miró a los ojos y sentenció lentamente, fríamente:
–Quiero que salte sobre él, quiero que lo destroce y quiero estar presente cuando lo mate.
–Estás loca, vos estás loca. ¿Por qué le voy a hacer caso a una loca?
–Porque si no, le diré que me forzaste. Fijate cómo te mordí y cómo te arañé para impedirlo. Estás condenado.
Me acerqué con la mano en alto.
–También le diré que me pegaste, para obligarme.
Dejé caer los brazos.
–Estás loca –murmuré y comprendí que finalmente habíamos cerrado el pacto.
Durante dos días planificamos la forma de hacerlo. Decidimos que no habría testigos: cuando el jefe y ella quedaran solos en la casa grande, me llamaría con cualquier excusa y yo acudiría con el perro. El resto era asunto mío: apenas una orden y el salto asesino. Le brillaban los ojos imaginando su momento de gloria. En ese instante la deseé otra vez, pero no dejó que la tocara; prometió que la gozaría después del crimen.
Regresaron pasado el mediodía. Los sirvientes se habían alineado para esperarlos, yo estaba en la otra punta, Virginia en la puerta principal y el perro atado en los fondos. El jefe bajó del coche. Ignoró a los sirvientes y a Virginia. Se dirigió a mí.
–Vení, con vos tengo que hablar –dijo.
Sentí una convulsión, apoyé las manos en mi vientre.
–Como usted diga –alcancé a decir y seguí sus pasos.
No se había ido el sol cuando uno de los sirvientes vino a buscarme. Pidió que fuese a la casa grande, con el perro. Todo sucedía como lo habíamos planeado: en la sala sólo estaban el jefe y Virginia. Ella tenía en los ojos el mismo brillo de los días pasados. Me recibió con una sonrisa.
–Te mandé llamar... –comenzó a decir.
La voz del jefe sonó soberbia y definitiva.
–¡Callate, hija de puta! –gritó.
Virginia entendió todo en un instante, pero esta vez no tuvo tiempo de sentir odio ni desprecio; no tuvo tiempo de hincarse de rodillas y pedir perdón. Tal como me lo había ordenado el jefe, azucé al perro para que saltara a la garganta de Virginia. Fue una verdadera carnicería, hasta los más duros sintieron asco; yo no pude evitar el vómito.
Le hemos conseguido compañía a Pimpollo. Es una bulldog, arisca pero obediente; hacen linda pareja. El jefe dice que es bueno tener animales fieles en casa.
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