› Por Luisa Valenzuela
Definí mi novela La travesía, de 2001, como una autobiografía apócrifa porque situé a personas conocidas y sus obras en una trama totalmente inventada. Del presente cuento también puede decirse que tiene algo de apócrifa autobiografía, dado que la introducción –es decir el disparador– y ciertas inquisiciones pertenecen al orden de lo real.
El gran novelista y ensayista mexicano Gonzalo Celorio me invitó por segunda vez a participar del ciclo titulado Los placeres de la lengua en la FIL de Guadalajara. Es ésa la Feria del Libro más imaginativa del mundo, y me jacto de conocerla bien. Casi la vi nacer, cuando era chiquitita, con pocos stands en un predio enorme y semivacío, y la fui viendo crecer hasta esta fantástica y descomunal dimensión de hoy, razón por la cual me siento allí como en casa y puedo permitirme ciertas –digamos– travesuras. Travesuras que la FIL Guadalajara agradece, porque sabe hacer concursos y lecturas maratónicos de cuentos eróticos, por ejemplo, y porque durante de la mesa redonda “El sexo en la lengua”, mencionada en el presente cuento, el más enorme de los salones se atiborró de un público entusiasta que supo colaborar con lo suyo.
Narro esto para explicar por qué me permití, “autobiográficamente”, escribir un cuento que con total seriedad leí allí como ponencia. Por supuesto la imaginación aportó lo suyo, pero los diagnósticos y opiniones médicas son reales, aunque me temo que el traumatólogo es sabroso fruto de mi fantasía.
Sin perder las esperanzas debo agregar que este cuento forma parte de un futuro volumen que se titulará –qué le vamos a hacer– Los Intraducibles, porque los muchos cuentos ya escritos juegan con el lenguaje en una medida que no permite reproducirlos en otras lenguas. Con o sin sexo en ellas.
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