Mar 26.01.2016

VERANO12

La princesa enamorada

› Por Alejandra Zina

Mamá siempre habló con dulzura de Tía Lili, yo pensaba que como la había conocido antes de los ataques podía ver en ella a otra persona: una chica con todo el futuro por delante, criada en una familia sin problemas económicos, bella como la foto donde posa con un solero de tul, la sonrisa melancólica y una coronita de strass engarzada en su pelo.

La otra noche soñé con ella. Estaba sentada en la mesa larga con los platos puestos para el almuerzo. El living de Gascón como siempre en penumbras, casi oscuro. Usaban las luces de una forma muy medida. De pronto aparece una mano, no todo el cuerpo, sino el detalle de un brazo y una mano que agita en el aire una foto vieja, tan vieja que se deshace como una hoja de árbol seca que se aprieta adentro del puño. La foto desaparece antes de que pueda verla. Las imágenes pasan como un álbum, veo a papá, veo a los abuelos, veo los cajones y estantes forrados de papel floreado. En un momento recorro el departamento y es exactamente como lo conocí, y eso me da cierta tranquilidad dentro de una visita que casi nunca es tranquila.

Nadie hablaba de cómo había empezado todo: si rompía cosas, si se escapaba sola por ahí, si inventaba historias. Ningún detalle de cómo se dieron cuenta de que ya no era la misma hija, la misma hermana, la misma chica de siempre. El cómo y el porqué eran un misterio tan callado que quizá todos se fueron olvidando. En algún momento, la relación con Tía Lili se volvió práctica, casi administrativa: estar pendientes de lo que necesitaba y lo que no. No había recuerdos ni proyectos. Nadie decía ¿te acordás cuando...?, nadie tiraba la primera piedra, nadie hacía planes para el futuro. ¿Cómo hacer planes con alguien que no saben quién es? Todo era aquí y ahora. Un presente que duraba 24 horas y volvía a empezar. Pensándolo bien, ni mis padres ni mis abuelos hablaban mucho de su pasado. Como si la familia entera hubiera aparecido un minuto antes de mi nacimiento.

Lo poco que sé es que en la adolescencia, más o menos por la época de la foto con porte de princesa, Tía Lili tuvo un brote de esquizofrenia. Mientras vivió casi no se hablaba de otra enfermedad que no fuera la de ella, había una especie de autocensura o pudor o cábala sobre contar las propias dolencias, a nadie le pasaba nada importante comparado con Tía Lili.

Estuvo internada en hospitales y clínicas a los que nunca me llevaron, vivió en cuartos de hotel y en pensiones donde los conserjes y las mucamas la vigilaban por una buena propina. De vez en cuando la llevaban a pasar un tiempo en Gascón, la casa de mis abuelos. Ahí es donde yo la veía. Los domingos.

Una de las últimas veces hacía un calor fuera de estación, me acuerdo de la vereda con hojas pisoteadas y que todos llevábamos ropa de verano. La blusa de seda de Tía Lili era sin mangas y sus brazos pálidos con las venas dibujadas de azul parecían salidos de las láminas del cuerpo humano que usábamos en la clase de ciencias naturales.

Desde la puerta de entrada vi su perfil con el pucho en la mano, su cuerpo era tan escuálido que se veía filoso. Estaba sentada en la mesa del living (la misma de mi sueño). Sola. Durante la comida se servía un montoncito de ensalada o una presa de pollo, así no la molestaban, pero no comía, esperaba a que levantaran los platos para volver a meter sus dedos flacos adentro de la cigarrera. Se pasaba el rato así, con el pucho prendido y la radio cerca, una portátil con estuche de cuero, grande como su mano. Le gustaba pegársela a la oreja. Todos los domingos escuchaba los partidos, especialmente si jugaba River. Decía que Francescoli era su novio. A veces lo llamaba mi amor y largaba una carcajada escandalosa, como si acabara de contar detalles de una noche de sexo y disfrutara con nuestra incomodidad. La abuela para no ser menos decía que el suyo era Julio Iglesias.

Tía Lili tenía una cabellera finita que le llegaba hasta los hombros, algunos pelos flotaban rígidos por la estática, tapándole la cara como un velo. Cuando me acerqué, aplastó el pucho en el cenicero y bajó el volumen de la radio. Nos habíamos visto cinco o seis meses atrás, o quizás había pasado más tiempo pero por distintas razones ni ella ni yo sabíamos muy bien en qué momento de la vida estábamos paradas.

–Estás enorme. ¿Cuántos años tenés?

–Diez.

–¿Y ya te hiciste un novio en la escuela?

Negué con la cabeza.

–Pero seguro te silban por la calle.

Volví a negar.

–Tengo un regalo para vos –se levantó de la silla tropezando con las patas y se llevó la radio en volumen bajo con ella–. Estoy bien, estoy bien, contestó apurada cuando cruzó la cocina. Volvió con la radio apagada y una bolsa blanca que apoyó sobre la mesa.

–Tuyo.

Metí la mano sin mirar y saqué un corpiño y una bombacha de encaje lila que olían a remedios. Podía verme los dedos a través del triángulo transparente del corpiño. Pasarían cuatro años hasta ponerme uno; si no fuera porque un viejo en la calle me gritó algo sobre mis pezones no hubiese tenido necesidad. Volví a guardar el conjunto en la bolsa y le di las gracias.

Papá se fue después del almuerzo, dijo que pasaba a buscarme más tarde. Mamá hacía tiempo que no iba a Gascón, prefería quedarse en casa preparando alguna materia (en esa época estudiaba Ciencias de la Educación), durmiendo hasta el mediodía, o acomodando los placares para que entrara todo lo que no pensaba tirar. Al principio, los abuelos se sentían ofendidos, pedían explicaciones o aprovechaban para ventilar sus opiniones sobre la nuera. Ser madre no es para cualquiera y ella es bastante nerviosa, ¿no está grande para seguir estudiando? Al final agradecían no tener que aguantarle los humos de mujer independiente, las respuestas altaneras, el mal genio, mejor que se quede en su cueva.

Sola me senté a ver las películas de la tarde. En casa teníamos un Noblex blanco y negro, pero en la tele a color las capas de los soldados romanos se veían de un rojo flúo, hermoso, artificial. Estuve un rato con la cabeza recostada en el apoyabrazos y hubiese podido quedarme así hasta que los ojos se me llenaran de arañitas, nadie iba a decirme cuándo apagar ni qué mirar. De un lado llegaba el ronquido de mis abuelos; del otro lado, el silencio de pasillos y puertas entornadas. Y más allá, el zumbido de transistores.

El techo del living era de madera flotante, con ondulaciones, medio metro por debajo del original. La abuela siempre se quejaba de ese diseño moderno, decía que escuchaba las ratas pasar de una punta a la otra. Yo nunca llegué a oírlas pero las imaginaba reunidas encima de nuestras cabezas. Pasé del living a la cocina y de la cocina al pasillo, donde estaba el cuarto de planchado y la pieza que originalmente debió ser para una chica con cama adentro pero que mis abuelos nunca se animaron a contratar (les daba terror la idea de convivir con un extraño). Esa misma pieza que terminó acaparando papá y que ahora ocupaba Tía Lili. Si hubiese sido una casa de dos plantas y no un departamento, seguramente viviría en el altillo. Sería la loca del altillo.

Escuché un largo grito de gol seguido de varios gritos cortos, como pelotazos. Y enseguida la voz cascada alentando.

–Vamos mi amor que falta poco.

Me acerqué con el hombro izquierdo rozando la pared. Por la abertura podía ver una silla tapada de ropa y el empapelado de enredaderas color té con leche. De golpe, la puerta se abrió del todo.

–¿Te mandó tu papá? –preguntó, y unas gotitas de saliva me salpicaron la remera.

Retrocedí un paso y negué con la cabeza.

–¿Estás buscando algo para dibujar? Yo no tengo nada –Tía Lili se dio vuelta, como si alguien la hubiese llamado; en la mesa de luz estaba apoyada la radio que seguía transmitiendo en volumen bajo. Volvió a mirarme–. ¿Te gusta el rojo?

–Sí.

–Rojo es mi color. ¿A vos te gusta?

–Sí.

–En inglés se dice red, ¿sabías? Red, como la red de pescar. Igual no te voy a explicar todo eso ahora. Sentate en esa silla. No, mejor ahí. Y no hables.

Entré y me senté en los pies de la cama, el colchón era recto y duro, y los flecos del cubrecama me hacían cosquillas en las pantorrillas desnudas. No me gustaba ese cuarto, pero sí su olor, mezcla de desodorante Polyanna, tabaco y ropa usada. Había entrado algunas veces a rescatar un vaso, llevar una pila de ropa planchada, devolver una almohada; si no había nadie me quedaba revisando el cajón de la mesa de luz, el placard, los estantes de la biblioteca.

Nos quedamos escuchando el partido hasta el final. Yo, a los pies de la cama, con las manos sobre las rodillas para poder bajarlas cuando sintiera la picazón de los flecos. Ella, en la cabecera, con una pierna cruzada sobre la otra y el pucho entre los dedos.

¡Nery!

¡Sacala de ahí!

¡Sacala de ahí!

Agitó la mano libre como espantando moscas.

No puede ser.

¿Cobró penal?

Vos escuchaste.

¿Cobró penal?

Negó con la cabeza.

Ahí patea él.

Cerró los ojos.

¡GO...! Puta digo.

Dio un zapatazo con un pie y retorció la brasa sobre el colchón de colillas del cenicero.

Igual lo perdono, qué voy a hacer.

Me miró, se levantó, caminó hasta la puerta y volvió a sentarse en el mismo lugar.

Los últimos minutos del partido no hizo ningún comentario, como si ya conociera el final y nadie pudiera hacer nada para cambiarlo. Ninguna goleada salvadora, ninguna sorpresa.

–Empatamos –dijo resignada, y apagó la radio.

La ventana del cuarto estaba abierta de par en par, pero igual había una nube sucia entre nosotras. Tía Lili abrió el cajoncito de la mesa de luz, sacó un par de anteojos de leer y se los puso. Yo me los había probado una vez pero la visión borrosa me dio vértigo. Sus ojos se agrandaron detrás de los cristales, como si el aumento viniera del lado de afuera y no al revés. Encima una de las patillas estaba agarrada con varias vueltas de cinta scotch y chingaba el marco hacia un costado.

–Cuando seas grande, tenés que conseguirte un Príncipe como el mío –dijo, dando un vistazo a ver si todavía seguía sentada donde me había dejado, y volvió a concentrarse en su cajón, que no paraba de revolver, sacando cajitas de remedios, una parva de invisibles con pelos enredados, potes de crema para manos y limas de uñas suaves y rosadas que ya no limaban.

Algunas veces trataba de encontrar en su cara poceada, castigada por el cigarrillo y la medicación, la cara de aquella quinceañera con vestido de tul y coronita de strass. Pero nunca la encontraba. Ni la sonrisa melancólica, ni la mirada perdida (a propósito y con elegancia), ni siquiera un rastro lejano que me hiciera pensar: sí, es la misma de la foto. Y eso me hacía creer que eran dos personas completamente distintas. Que la chica del vestido de tul se fugó antes de que yo naciera, y que tiempo después llegó Tía Lili, a la que todos adoptaron como parte de la familia.

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