› Por José Pablo Feinmann
El cuento por su autor
Falso, esto no es un cuento. Es el primer capítulo de una novela llena de ambiciones que acaso caiga víctima de ellas. No importa. Llevo encima unos cuantos años y no estoy como para emprender tareas menores. De los años que cargo, no me arrepiento. Habría deseado que, muchos de ellos, fueran mejores. Pero, de haberlo sido, la vida, según tantos dicen porque han vivido y lo saben, no sería lo que es: una mierda infinita, insensata, llena de guerras, de cadáveres, mutilaciones, torturas y con uno que otro toque del derrotado Eros. Lo que van a leer (si es que lo hacen) pertenece a un género que tal vez me pertenezca. Y si no, da lo mismo. Todos creemos venir al mundo a inventarlo y apenas si conseguimos hacer algo propio con lo que el mundo, cotidianamente, hace de nosotros. Somos mansos, inofensivos zombies constituidos por el Big Brother Panóptico. Lo que ha triunfado no es el Mal. Sería demasiado cederles los atributos del Angel Caído –que desafió a Dios para que torturara cruelmente a Job o para que humillara al Dr. Faustus– a una clase mercantilista, hecha espiritualmente a la medida del sistema que sostiene, basado en la codicia, en el espíritu de dominación, en la pulsión de muerte y en la voluntad de poder. Todo esto logrará, supongo, impresionar a más de uno. No vale la pena. Ellos podrán matarnos a todos, adueñarse del entero mundo, devastar la Tierra y, algún día, irse, los pocos que habrán de quedar, a alguna amplia y cómoda estación espacial. Que lo hagan. No por eso dejarán de ser lo que son: los idiotas que, al contar el cuento, se posesionaron de él y asesinaron lo bello, lo bueno, lo sagradohumano, es decir: el amor en todas sus formas, la música en tanto sendero hacia lo absoluto, la gran literatura, la epifanía del rostro de Emmanuel Levinas, que nos entrega al otro, que nos lo da como responsabilidad nuestra y como imposibilidad de matarlo, la filosofía dialógica del yo-tú de Martin Buber (pensador judío dolorosamente olvidado hoy por muchos judíos entregados a la lógica de la guerra), y la religiosidad sin trascendencia, sin Dios, ese impertérrito ausente, que nos lleva a una unidad con el Todo, que nos religa a él, que es el único sentido hoy posible de la palabra religión en tanto religatio, y que nos permite decir: en cada hambriento padezco hambre, en cada torturado el sufrimiento –porque es el mío– me arrasa, en cada muerte muero.
Esta novela, cuyo primer capítulo –que es casi un cuento– ofrezco hoy, pertenece al género del realismo-delirante. En un mundo en que la razón, destruyéndolo, triunfa por medio de sus peores expresiones, por su expresión técnico-bélica, por su ostentoso poderío y su desborde impune, por el sofocamiento de los sujetos, su colonización mediática, por el espionaje incesante, omnipresente, el delirio surge como una estética apropiada, como la cara más precisa del realismo: el realismo-delirante. Se llama, la novela, El gran carnaval. Y se burla, desde una sorna impiadosa, insolente, pero con minucia y aflicción (toda derrota es un largo, lento dolor), de los brutales idiotas que se adueñaron de todo para quitarle a la vida la poca belleza que le quedaba, para hacerla, en efecto, lo que es: una mierda. O si lo prefieren, un inmenso desierto sin significante alguno, mudo. Del que sólo nos llegan –cada vez más asordinados– los gritos de las víctimas, la metralla y la prepotencia de los asesinos, de ellos: los idiotas que cuentan ese cuento en que brutalmente vencen, ese cuento lleno de estruendo y de furia, que ya nada significa.
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