VERANO12 • SUBNOTA › JOSE PABLO FEINMANN
Miss Piggy no se llama Miss Piggy. Sus padres, que pertenecían a una familia de la clase alta argentina, jamás le habrían puesto ese nombre. Corresponde preguntar quién se lo puso. Corresponde decir que nadie. Nadie le ha puesto Miss Piggy a Miss Piggy. Acaso, ese nombre, se lo pone ella. (Ya veremos por qué y cómo.) Miss Piggy nace en una distinguida y carísima clínica de la opulenta ciudad de Buenos Aires. Nadie elige dónde nacer. Este hecho, que uno no elige, decide su vida. Una cosa es nacer en un Hospital Público de Bezarategui, (Nota del editor: Ignoro por qué, acaso para hacer alarde de su dominio de la prosa según él la concibe, sumido en un exhibicionismo, en un vértigo egocéntrico que le restará lectores, nuestro autor retomará esta frase luego del primer punto y aparte.) populosa aunque estrecha ciudad de la Provincia de Buenos Aires, donde todos se apiñan y se pisotean o se agarran a trompadas, sangran, pierden los dientes, pierden también, y con frecuencia, un ojo, se les quiebra la mandíbula, caen de rodillas y se las revientan contra la vereda o los adoquines, ya que aún hay demasiadas calles sin asfaltar, y hasta se agarran a tiros y alguien, como suele suceder, muere y la sangre corre por entre los adoquines hasta perderse en una boca de tormenta, si es que hay alguna, porque escasean y esta condición, la escasez, determina que si llueve, y llueve con especial intensidad en Bezarategui, todo se inunde, o peor: que grandes olas (no tsunamis, algo que habla bien de las cloacas de la ciudad, pequeña y sobrepoblada) se paseen muy orondas por las calles principales, destrozándolo todo, y hasta arrastrando en su turbulencia, por qué no en su algarabía, a varios estúpidos que se asomaron para ver el espectáculo, razón por la cual fueron seducidos por las aguas y, en lugar de ver el espectáculo, formaron parte de él, de un modo, por decirlo así, profundo, ya que muy profundamente se hundieron en el petit, éphemère mais lapidaire, tsunami de Bezarategui, justamente en la calle Indio Arbolito, que nadie sabía por qué demonios se llamaba así. Y si alguien lo sabía vivía obsesionado, porque Arbolito era un indio y Rauch (el nombre alternativo, propuesto por lo mejor de la sociedad bezarateguiana) un coronel de origen prusiano. ¿Cómo no cambiar un nombre por otro? Esta es, aún, una de las discusiones más graves que inquietan a la estrecha y superpoblada Bezarategui. Unos dicen: Arbolito le cortó la cabeza a Rauch y la arrojó sobre Buenos Aires, injuriándola. Y a nosotros, todo lo que injurie a Buenos Aires, nos conviene porque hiere su orgullo y su poder, un poder que ejerce sobre todas las provincias interiores, ya que, como nadie ignora, Dios está en todas partes pero atiende en Buenos Aires, Otros dicen: aceptaremos cambiar el nombre de Arbolito por el del prusiano Rauch, el día en que nos demuestren que Rauch cortó la cabeza de Arbolito y no al revés. Hasta entonces, nada. (Nota del editor: Nos asombra y hasta nos saca de quicio esta larga disquisición del narrador sobre la ciudad de Bezarategui. Pero tal vez se justifique más adelante. La novela, por ejemplo, debería suceder en Bezarategui. Pero es improbable.)
Y otra es nacer en otra parte. No en Bezarategui, pues el que no nace en Bezarategui nace, necesariamente, en otro lugar: en esas casonas inglesas de calle Maure, en Belgrano C, o en la calle Melián, desbordante de árboles que la cubren al cruzarla de vereda a vereda, entregándole un cielo verde, tercamente primaveral, o en Puerto Madero, en una Torre altísima, tan arrojada hacia lo alto, tan poderosamente erecta, que todas las mañanas uno –si se le da por eso– lo saluda a Dios, le da los buenas días, le dice que no se moleste, que se quede tranquilo, que todo anda bien por aquí abajo, especialmente para los que vivimos en estas excesivas Torres, que tanto nos acercan a El, a ese Cielo que nos ha prometido, y tanto nos alejan de los que malviven abajo, derrotados persistentes, tenaces investigadores de los tachos, de los containers, de todo otro lugar donde sospechen puedan hacerse de alguna basura que les sirva de alimento o de abrigo.
En una de esas zonas en que la vida sonríe, en que llegar al mundo es llegar a la playa, sentarse en la orillita, rodeado de juguetes, de un baldecito, una palita, de dos o tres pequeñas computadoras –por si queremos llamar a un amiguito o amiguita—, un gorrito blanco para que no nos dañe el sol, y una mamá, y un papá que nos cuidan, que nos miman, que nos dicen lo hermosos que somos, ahí, en esa ontología del privilegio, donde el ser es más que en ninguna otra parte, nació Miss Piggy. Su padre, sonriendo con una dentadura que hacía de su sonrisa un desborde, un desenfreno, la tomó entre sus brazos y la exhibió a todos, ese mediodía, en la sala de partos de la Pequeña Clínica Wilson, en Recoleta, carísima, sólo para pocos, para cada vez menos.
—¡Vean lo hermosa que es! –dijo. La hizo danzar un poco entre sus brazos, de uno a otro, luego la exhala hacia lo alto y otra vez la recibe y la acuna por medio de esa danza jubilosa, de un brazo a otro y vuelta a empezar, que tanto placer le da, no sabemos si también a la nena. Que se larga a llorar. Contrariado, comenta el padre:— No me gustan los niños llorones. Y menos los gordos. Esta niña, y me jacto de ser el primero en descubrirlo, ha llegado a este mundo con mucho peso. Una balanza, ¡rápido!
La pesan.
–Cinco kilos y medio –dice el que la pesa. Como tirando a seis.
El padre se la da al médico. Se acerca a la madre. Le están aplicando oxígeno. Aún no se ve reanimada, y tiene una palidez y unas ojeras que podrían dar miedo en cualquier película de Universal Pictures, años treinta o cuarenta, ahora no. Ahora apenas hay unas gelatinas explícitas y unos efectos especiales degradantes que, lejos de asumir la dignidad óntica del miedo, trasmiten asco. Nos arrojan al vómito, no a la angustia. La angustia nos habría entregado a una meditación sobre la nada, la nada a enfrentar, en estado de abierto, la muerte, la finitud, el problema central de la condición humana, nuestro ser para la muerte. Por el contrario, el vómito nos arroja al Reliverán, que se consigue en cualquier Farmacia. La Humanidad vive consagrada a ocultar(se) la muerte. Karloff y Lugosi daban miedo y abrían las puertas de la angustia. Los adolescentes vampiros de Crepúsculo dan asco, ellos y los efectos especiales con que los adornan. (Nota del editor: No nos hacemos cargo de las opiniones críticas del narrador. A nosotros, Crepúsculo, nos gusta. Y Kristen Stewart, más. Del muchachito, ni hablemos. El Editor permanecerá en su closet durante toda la novela.)
–¿Viste lo que trajiste al mundo, mamita?
La dulce madre, herida por esa pregunta de tono acusatorio, potente, arrojada sobre ella por ese vozarrón áspero de ese padre escabroso, que, conjetura, la odia, odia a la hija que le entregó, y la hace responsable de ese mal, empina, con dolor, su cabeza y mira erráticamente la sala de partos en que, hace aún muy poco, ha parido, en busca de su niña, ya que quiere verla, verificar qué error, que cosa tan desagradable de ver que es mejor no mirarla, ha traído al mundo.
–Dónde está... la ne... na –consigue balbucear.
El médico se la acerca.
–Aquí está, señora. Esta es la niña.
–Es hermosa –dice la madre, y estira los brazos y recibe en ellos a su hija.
—¡Por favor! –dice el padre—. Vos debés creer que cualquier cosa que traés al mundo es bella. ¿No ves qué es, cómo es, lo qué es? ¡Es una gorda!
La madre ahora acuna a la niña y la mira con esos ojos, entre idiotas y sublimes, con que las madres miran a sus hijos, sobre todo cuando nacen, y sienten que esa maravilla, esa criatura, se ha realizado por medio de sus cuerpos, que Dios ha cedido en ellas la magia de la Creación.
–Es gorda, sí –admite con algún dolor que proviene de verificar que su Creación no es tan perfecta como ella la ve, y acaso algo menos también. Pronto, sin embargo, su cara se dulcifica, unas lágrimas lentas que no puede ni desea contener humedecen sus ojos y, empeñosa, argumenta:— Una niña gorda es una niña sana. Y ella, además, tiene unos enormes ojos azules que la harán bella para todos. Adelgazará, créanme. Se volverá esbelta, espigada. Se volverá un junco arrogante. Mirará el mundo desde lo alto y todo, a sus pies, se rendirá mansamente.
Miss Piggy, aunque aún no había almorzado, profirió un pequeño vómito verde y oloroso, que tiñó algo de la nariz larga y respingada de su madre y mucho de su camisón de santa parturienta.
—¡Sáquenmela de aquí! –chilló la madre. Y la tiró hacia el techo. Una enfermera la atajó y le dio un sedante. (A la nena.)— Gorda y vomitadora. Qué asco. ¡Gorda inmunda! ¿Cómo pude engendrar algo así, la puta madre?
-¡Sos vos la puta madre! –dijo el padre y lanzó una carcajada demoníaca, cruel. Si antes detestaba la vida, ahora la odiaba con toda su alma.
La madre le tiró un florero que adornaba la mesa de luz. Poco importa si el padre consiguió eludirlo o no.
Así, en medio de ese clima de amor, llegó al planeta Miss Piggy. Nunca se volvió un junco orgulloso, arrogante. Nunca miró al mundo desde lo alto. Nadie, jamás, se arrojó mansamente a sus pies.
Nació gorda y creció gorda. Si le pusieron Miss Piggy fue para injuriarla, para herirla, para recordarle siempre su gordura, para recordársela cada vez que la llamaran, que la nombraran por cualquier motivo. Años más tarde –muchos, en verdad—, sus padres se mataron en un accidente automovilístico. Manejaba ella, su madre, y estaba tan alcoholizada como siempre, pues para olvidar su tragedia, haber tenido esa hijamonstruo y, para peor, como castigo absoluto, intolerable en el que era imposible no sospechar la presencia de la mano justiciera de Dios, haber quedado infértil luego del parto de Piggy, se había hundido en el abismo del alcohol y la heroína, se inyectaba con una pericia (no envidiable, pues lo suyo pertenecía por completo al ámbito de la sordidez trágica) que le habría permitido triplicar su fortuna publicando un libro bajo el sugestivo título de: El perfecto heroinómano. Cómo inyectarse sin deterioro ni peligro de ser descubierto. Cosa que no hizo. Aclaremos: escribir el libro que la habría hecho rica y famosa. Eso: no lo hizo. Hizo otra cosa, o la que sólo sabía hacer a esa altura de su desdichada vida: siguió inyectándose. Cuando tuvo el brazo tan destrozado como Jared Leto en Requiem para un sueño, se lo cortaron, igual que a Leto en la mencionada película. De modo (y a esto queríamos llegar) que el día en que sucedió el accidente manejaba con un solo brazo, el izquierdo, porque ése le había quedado, el más inhábil, por decirlo así. ¿Por qué no manejaba el padre? ¿Era razonable cederle el volante a una manca alcoholizada? Lo era. Porque el marido, el padre de Piggy, estaba muerto. Se había suicidado, ahí, dentro del auto, apenas una media hora atrás. Le habían diagnosticado un cáncer. Uno de pulmón, que es cruel, excesivo. Al subir al auto, le dijo a su mujer que se suicidaría. Ella, posiblemente porque su relación con él se había deteriorado desde el día del nacimiento de Piggy, le dijo que sí, que lo hiciera, que si suicidarse le calmaba la angustia, esa cosa horrible que se adueña de uno si le dicen que se está muriendo de cáncer, lo hiciera, ya mismo, dale, no seas cobarde, demostrá alguna vez que tenés huevos, maricón. El se pegó un tiró. Ella, tal vez de modo inevitable, recordó el pequeño vómito verde y oloroso de Piggy, porque la sangre del inesperado o –más exactamente– precipitado, urgido o, aún más exactamente, apresurado suicida, la había cubierto por completo. Profirió un grito de horror y la sangre de ese hombre que había sido su marido y era ahora un mero cadáver le veló la visión. Conducía, inmoderadamente acaso, a 220 kms. por hora. Era una zona boscosa, de grandes árboles eternos. Pero no se detuvo. No redujo tampoco la velocidad. Se dijo que debía quitarse la sangre que oscurecía sus ojos. Para hacerlo, irremediablemente, debía recurrir a su mano izquierda, con la que conducía ese auto lujoso por esa zona de –según dijimos– árboles eternos. Soltó el volante un segundo o hasta tal vez dos, se quitó la sangre y pudo ver. Recuperó su visión. Apenas para descubrir que se dirigía hacía un enorme árbol, vertiginosamente se dirigía, ya se incrustaba contra él cuando consiguió pegar un volantazo hacia la derecha y salió indemne de esa tragedia que habría sido definitiva. Volvió hacia la ruta. Buscó serenarse. Todo saldría bien. Ella era feliz, sana. No tenía cáncer como su marido. No necesitaba pegarse un tiro. No era gorda y fea como su hija. Nada de eso. Pongamos en claro: era esbelta, era rubia, tenía piernas largas y unas tetas aún sólidas y deseables para cualquiera que no fuera un cadáver como su marido o un poema viviente a la fealdad como su hija. El cadáver se deslizó por el asiento y se apoyó contra ella. Se pegó un susto terrible. Eso, eso que había sido su esposo, tenía ahora los ojos tenazmente abiertos, la boca torcida hacia uno de sus lados en un gesto de asco (como si se hubiera visto en el espejo retrovisor) y sangraba y no cesaba de sangrar a raíz de su cerebro, que por ahí le había cruzado la bala destrozándoselo, provocándole un escupitajo de neuronas (¿cómo, entonces tenía eso: tenía neuronas ese descerebrado?) que había decorado de un rojo profundo el interior de ese auto caro, opulento y ahora macabro. Salí de aquí, rata cancerígena, ¿cómo te atrevés a tirarte sobre mí? Tomá nota, imbécil: estás muerto. Y yo me preparo para vivir mi nueva vida alocadamente, sin escrúpulos, sin ninguna puta moral que me frene. Enterate: todos los fines de semana, cuando dormías tu siesta pelotuda en el yatch, yo me lo cogía al timonel. Que era bastante pelotudo también. Como todos los hombres. No puedo, señora, no puedo abandonar el timón. Además, su marido es un hombre de bien, me paga un sueldo magnífico y me llama por mi apellido. Sos un gusano impotente, proletario de mierda, sirviente de lujo. Si usted me diera una mano, señora. Al vicioso lo volvía loco que lo masturbara con la izquierda. De paso, yo la fortalecía. ¡Salí, carajo, no te tires sobre mí! Respetame un poco. Un cadáver de mierda no puede pretender que una señora como yo le de bola. ¡Ya olés a tumba, miserable! Salí de aquí. Lo empujó con el hombro y el cadáver chocó contra la puerta. Tan fuertemente chocó o tan mal cerrada estaba esa puerta, que se abrió y el cadáver salió despedido hacia el exterior, hacia ese bosque de árboles (eternos). La madre de Piggy gritó con furia, con desesperación, y arrojó su mano izquierda para impedir que el cadáver se esfumara, huyera del interior del auto en busca del bosque de árboles (sí, eternos). No lo consiguió. Perdió el control del auto. Al ser manca (según está abundantemente establecido) no podía sujetar el volante e impedir, a la vez, la fuga del cadáver. El paisaje seguía siendo hermoso. Nada como un árbol de raíces profundas para asumir la metáfora de lo eterno, de lo que es por sí y para sí. Contra uno de ellos se estrelló el automóvil que –inmoderamente acaso, según hemos dicho– conducía la madre de Piggy, con un solo brazo, alcoholizada hasta el extremo de todos los extremos y maldecida –según ella creía y juraba– por el mismísimo Dios.
Cuando le dieron la noticia.
Cuando le dijeron:
–Querida, sus padres han muerto en un accidente.
Miss Piggy no derramó una sola lágrima.
–Usted es la heredera universal de todos sus bienes.
Mis Piggy, con la levedad de un cisne, sonrió.
Por el momento era una niña capaz de festejar con una leve sonrisa la muerte de sus padres.
Aún no era una asesina.
Pero lo será.
(Nota del editor: Detesto estos recursos bastardos del narrador. El capítulo debió terminar cuando Miss Piggy, enterada de su cuantiosa herencia, sonríe levemente. Punto. Las dos líneas que siguen son fruto de la inseguridad del autor. Teme perder lectores. Que no den vuelta la página. ¿Qué hace entonces? Adelanta la trama. ¿Por qué decirnos que Miss Piggy será una asesina? Es un golpe bajo. Como si dijera: miren lo que se viene, eh. Miss Piggy, asesina. No se lo pierdan. No abandonen este libro. ¿No hay, además, en esa intrusión en el texto una jactancia enfermiza? ¿Debe el narrador estar presente en la narración? Se trata de una sobreexposición del sujeto que narra. No soy objetivista, Dios me libre. Pero tampoco quiero quedar sometido a la omnipotente, intrusiva subjetividad del narrador. Como sea, sigan. Porque es cierto: Miss Piggy se convertirá en una asesina ayudada por su gobernanta y ama de llaves, la Sra. Hammer. Caramba, por qué negarlo: lo que sigue es muy bueno. Diría: superlativo.)
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