› Por Claudio Suaya
Hace poco tiempo se estrenó Liv & Ingmar, un sugerente documental sobre la relación de la maravillosa Ullman con el genio de Bergman. Obviamente esto me proyectó –término justo– a mi imaginaria relación con ella. Que como la de Roland –mi profesor– con Greta Garbo y la de Farina –mi amigo—, con Marilyn Monroe, se nutrió de los sueños que se cuecen en la oscuridad de las salas. “Tras las huellas de Anna” forma parte de Sombras del Paraíso, un libro de relatos relacionados con el cine que escribí hace unos años y fue editado por Simurg. El cuento tiene una curiosa asociación entre la burocracia oficinesca y la creación artística, entre el cielo y el infierno, diría Glauber Rocha. Resultaría ridículo ver al sueco y a su Stradivarius trajinando los pasillos de la Dirección de Rentas, pero aquí la suerte los juntó. Queda por decir que tuve mi momento de gloria: en un festival de cine, ante el estreno de la primera película que ella dirigió, pude entrevistarla a través de un molesto intérprete y, cuando le dije que había amado su imagen en el cine, me exigió entornando sus ojos increíbles: espero que ahora ame mis películas.
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