VERANO12 • SUBNOTA › POR CLAUDIO SUAYA
Caminó con el paso y la decisión de quien piensa que por fin –y con razón– ha solucionado un problema grave. La imprenta quedaba a pocas cuadras de su casa, sobre Independencia llegando a Boedo y era la misma donde un año y medio atrás, había impreso el talonario de facturas que lo legalizó como Monotributista frente a la AFIP.
El regreso de su viaje no fue sencillo: Bergman ya no estaba más y el duelo no sería apacible luego de la primera consulta al contestador telefónico, que lo incluiría en una trama absurda de la que no pudo prever las consecuencias.
“Señor Agesta, habla la señora Mary, de Personal. Nos avisan de Contaduría que hay un problema con su factura, así que por favor, pase por la oficina”, decía una voz modelada por años de municipalidad, que no dejaba espacio para el aire entre palabra y palabra. No se imaginó, en aquel momento, el periplo ridículo que lo esperaba.
Los dos primeros días los dedicó a organizar los regalos que habían traído, revelar las fotos y situarse. Además, el shock Bergman lo envió apenas llegar, a la biblioteca. La revolvió hasta dar con Linterna Mágica y se entregó a la nostalgia. Pero no le habían depositado el sueldo de julio y ese dato lo lanzó a la oficina de Personal.
Fue la primera vez que la señorita Mary y él no se entendieron:
–Sí, hay un problema, de la Contaduría nos devolvieron su factura, ahora le muestro”, y fue y volvió con una rapidez que no concordaba con sus años para entregarle varios papeles. Y como se quedó mirándolos, sin comprender, agregó:
–Tiene que pasar por Contaduría, véala a la señorita Alejandra.
–Pero, no me depositaron...
–Yo lo llamé hace unos días...
–No estaba en la ciudad.
–Bueno, tiene que ir allá, a Contaduría.
Lo despidió la cara administrativamente ajada de la señorita Mary, y, ya en Contaduría, la tal Alejandra se sorprendió de verlo.
–Pero...¿ por qué lo mandaron aquí, señor Agesta? Espere que voy a llamar a Personal.
Desde el mostrador no veía a la empleada, pero sí que la escuchaba.
—¡No Mary, vos no tenías que mandarlo acá, cuando nosotros les devolvimos las facturas era para que nos contesten ustedes, no para que envíen a los contratados!
—...
–No Mary, para qué lo mandaste acá ¡¡Vos estás ahí hace muchos años y sabés lo que tenés que hacer, así que hacelo !!!
Colgó con violencia pero a él llegó con tranquilidad.
–Disculpe señor Agesta. Vaya a verla a la señorita Mary, que ya hablé con ella.
–¿Qué le dijeron? preguntó la empleada pareciéndose más que nunca a un cuatro de copas.
–Que ya hablaron con usted y que venga para aquí.
–No, no, no, se reprodujo a sí misma Mary mirando su mesa de trabajo. -Nosotros desde aquí no podemos hacer nada...
—¡¡Pero yo no cobro....!!
–Es que su factura esta exenta de Ingresos Brutos. Y no le sirve a Contaduría.
–Pero si todo este año cobre con las mismas facturas...
–Sí, pero ahora dicen que tiene que estar inscripto.
–Señora, yo escribo un libro para este ministerio y además soy periodista. Y ambas actividades están exentas. No pago ingresos brutos.
–Señor, es Contaduría la que rechaza sus facturas. Vaya y dígales
Ante lo que entendió como seguridad de la ignorancia, preguntó por Fernando, que era superior a ella en jerarquía y podría resolver.
–No vino Fernando hoy.
–¿Y mañana?
–Supongo que mañana viene...
A la mañana siguiente y ya frente a Fernando abrió su cuaderno y allí buscó unas hojas del Boletín Oficial de la Ciudad de Buenos Aires, que componían el Capitulo II –Texto Ordenanza Código Fiscal 2006 DE LAS EXENCIONES—. Y no pudo disimular un gesto triunfal al mostrárselas.
Fernando las miró con atención y leyó con rapidez. La señorita Mary acudió al llamado:
–Está muy claro. Fíjese...
Los gestos de los cuerpos indicaron un reposicionamiento frente al asunto. El se relajó. Con un tono que no reconocía, Mary le preguntó si se las permitía para hacer una copia, pero él llevaba dos.
Con una copia del capítulo Exenciones en la mano cada uno, ella interrogó a su jefe con la mirada y escuchó una respuesta ágil y rápida.
–Mándelos a Contaduría de nuevo con las facturas.
–Puede pasar mañana, Agesta. O...mejor el lunes, así hay un tiempo para que respondan y no se molesta sin necesidad.
–No, no, gracias. Sugirió al señor de la puerta, pero era incorruptible y se apuró a abrirle. En la calle corría aire y, tal vez por la hora, el andar de la gente era más pausado y había más lugar. Buscó un café para retomar la lectura de las memorias de Bergman, que tenía interrumpida. Pensaba, sobre todo, al leer el relato de su vida, sobre la voluntad incorruptible de un hombre para regir su vida como un acto creativo.
—¡Cómo vas a venir a morirte en un hotel de Misiones! pensó en voz alta mientras esperaba el café y recordaba que aquél cuarto donde la televisión lo enteró esa mañana se parecía al del hotel donde Ester y Anna combaten el deseo en El silencio.
En los pueblos de Humahuaca, rodeados de cerros y de valles que nacían al llegar a la cima de aquellos, se encontró varias veces con fotogramas de La pasión de Anna, que le habían provocado uno de los enamoramientos más fulminantes y, lo diría el tiempo, perdurables, de su vida. Creía poder asegurar que se había estrenado en el Lorange en los tiempos de esplendor del cine de arte y de la calle Corrientes, que había ido con Ana, no se acordaba de si ya se habían casado, que a ella no le gustó demasiado y que él anduvo varios días cargado con las imágenes de aquellas soledades ajenas. De que ella, la Anna de la película, le había parecido maravillosamente bella. De que no se había dado cuenta en absoluto –uno nunca ve esas cosas– que coincidían esa noche las Anas de su vida. Y tampoco comprendió que si Bergman era adusto y desconfiado en las relaciones era porque había entendido que el hombre no llega a ser nunca merecedor de su propia confianza. ¿El enfado a la hora de filmar sería por eso?
En la película, la Anna de Bergman decía de manera enfática y acentuando el tono, durante una discusión que –estaba seguro—, se daba en una mesa, ella que estaba en la cabecera (de eso no estaba muy seguro) declamaba que el amor debe basarse en la sinceridad. El recordaba con ternura –y la ternura le fabricaba una sonrisa que disipaba la seriedad de la cuestión– que durante la cerveza y la pizza, discutían porque ella, su Ana, afirmaba que no, que lo que había dicho Anna era que la sinceridad debía servir como garante del amor.
Lloviznaba. Habían aparecido vendedores de paraguas por todos lados En las películas de Bergman solía llover bastante, O no, lloviznar. Suecia, allí siempre está nublado y el cielo es tímido. Pero paraguas, que es un elemento tan notable, pensó, no recordaba muchos.
Diez pesos los chicos, los que se pueden llevar en la cartera y veinte los normales, con mango. Y Veinticinco los “seguros”, con estructura antiviento y broche automático. Los paraguas iban y venían veloces y hacían difícil cruzar Florida. Debería comprar uno, pensó y no lo hizo.
Después de comer y hasta que el vino se hizo sentir, estuvieron mirando las fotos. En verdad eran las primeras que se hacían juntos en varios años de relación. Y las festejaron sin pensar en el hueco fotográfico. Ni en que no habían hecho el amor durante las vacaciones en la Quebrada: ella no se sacaba las calzas por el frío, él tenía la libido en otra cosa y el sueño, abrazados, llegaba rápido. En una, él se mostraba cariñoso junto a una llama y ella le recordó que una noche después de la foto, había cenado guiso de ellas sin pestañear. Acusó el golpe y revivió el clima creado en la película por un loco que mataba animales.
Marcela blandía ahora una ampliación de Maymará y recordó que allí, en esa inmensa pantalla de la montaña, al costado del camino, se le había aparecido ella, con sus ojos azules viviendo en la piedra.
La divisaba con nitidez yendo de una cabaña a otra en medio de una relación reveladora... rengueaba! Claro, ahora recordó que Anna rengueaba y se le mezclaron los tiempos: fue a los catorce años cuando a raíz de viajar por la muerte de su padre a Santiago, que Bergman había entrado en su cabeza, o en su vida, por influencia de su padre que en sus últimos días le impuso la visión de Detrás de un vidrio oscuro. Mandato que cumplió allí, en un cine de Santiago, del que había salido con la angustia adolescente de no entender.
En una parte del libro, de manera que suena apocalíptica, Bergman dice “Empezaba a oscurecer sin que yo viese la oscuridad” y Ely se llamaba la bellísima santiagueña que lo había enamorado al tiempo que su padre, que se disponía a irse, lo zambullía en el enigmático y oscuro universo del sueco, que en la página 231 cuenta que “en La hora del lobo la cámara efectúa una panorámica sobre los demonios a los que el poder de la música ha calmado unos momentos y se detiene en la cara de Liv Ullman. Una doble declaración de amor, tierna pero sin esperanzas”.
Su padre no había elegido Santiago y menos aún 27 años antes, como Bergman que sin quererla la eligió y se quedó en Farö para morir, un cuarto de siglo después de filmar en la isla Detrás de un vidrio oscuro, reproduciendo un múltiple desencuentro humano. ¿Siempre lo que hay entre la gente es distancia?
Después del cine, se imponía la pizza en Güerrín. A Bergman la pizza no debería gustarle demasiado. ¿Alguien puede imaginarse una escena de comida en Fanny y Alexander donde se sirviese pizza con faina? Su padre tampoco.
Fue decidido a la imprenta. Consultó al gráfico sobre su problema y recibió un condimento no deseable en sus circunstancias: le dieron la razón:
–No, si eso es lo que hace usted, lo que está exento es la actividad y si esa es la suya, le tienen que pagar con las que tiene. No importa que sea el gobierno de la ciudad o la fiambrería de aquí al lado.
–De todas maneras, si tengo que hacer otro talonario, ¿cuánto me cuesta y cuanto tarda?
–No, no tiene que hacer otro, intervino el socio del primero, el que usted...
–Sí, Fabián pero el señor quiere cobrar...
Caminó por Agrelo hacia Maza, el 115 lo dejaba en la esquina de Suipacha y Viamonte, justo frente a ese templo de la burocracia que siempre le había sugerido la sede de la DGI. Claro que ya había estado allí alguna vez. O más de una. Mientras el gentío atiborraba la puerta giratoria, eligió una de las laterales.
Ya estaba dentro.
Ahora iba con su talonario exento pero inservible y, dentro de él, sus papeles de la AFIP, constancia de monotributo y credencial de CUIT. Y La linterna. Era temprano y si obtenía el número de inscripción en el día, podía encargar el talonario nuevo por la tarde.
La multitud andaba con paso rápido y con papeles en las manos. Una actitud única que les borraba los rasgos y los hacia repetición de uno. Los únicos estacionados eran los policías, que obviamente eran también uno.
En la fila del mostrador de informes para su inscripción en el Régimen, tenía el 275 y comprobó que iban por el 220, Se instaló a un costado de los tres escritorios de los asesores, pero un guardia de seguridad le sugirió que se sentase. Todos tenían que estar sentados, argumentó el hombre de uniforme y a la segunda recomendación decidió ser uno de todos.
Una pila de carpetas, el teclado y el monitor eran la escenografía común de cada escritorio. El asesor de la izquierda era muy pequeño con una joroba enorme, el del centro vestía con cuidado, exhibía su corbata y tenía mal carácter y el de la derecha era extremadamente lento. Nadie del público hablaba, ni leía ni charlaba con nadie.
El tiempo parecía suspendido para todos, que solo esperaban la voz que recitase su número. El ambiente físico era el sugerido en una terrible novela de Canetti. con leyes simples y raras. Debería haberse quedado en Tilcara. Tener, ser, estar, imaginar, eran imposibles aquí. Esta realidad triste y gris no reconocía a Farö. Ni a su luz, ni a su mar, ni a su limpia soledad. El de esta sala era un silencio ruidoso. Abrió su libro pero lo dejó al instante: de la representación de la realidad a la realidad sin representación había un trecho insondable.
A su número le tocó el empleado del centro, cuando pudo le pidió que lo inscribiese, que no importaba si tenía o no razón, pero quería terminar de una vez y cobrar su sueldo. Esto último no pareció caerle muy bien al hombre que dejando entrever una sospecha y ya buscando, primero con la vista y luego con la mano, el pinche donde se colocaban los números llamados, pensaba en el siguiente mientras le señalo al empleado de la derecha:
–El lo va a inscribir.
–Tiene que ir ahí enfrente a la ventanilla 4. Van a tener que pedir su expediente, eh...Tome, llévese estos papeles. ¡¡281!!....
Caminó unos pasos y se detuvo, tratando de entender en qué lugar del trámite estaba. Descubrió un ascensor no muy lejos y se dirigió a él. Pero se volvió a la Ventanilla 4.
–Bueno, mire, tiene que ir al segundo piso. Ventanilla 1 o 2. Ahí le van a dar el número de su expediente. Que después tiene que traer acá.
–¿Esto se hace en el día?
–Nooooo. Esto lleva bastante. Pero ahora usted vaya tranquilo al segundo piso que le den el número.
De nuevo en la ventanilla 1 le entregó a la empleada el papel, sobre el que ella puso un sello y escribió sobre el papel:
PEDIDO AL ARCHIVO
El Día 16-08-07
PASAR el día 30-08-07
Ahí pegó un salto y se deprimió. Todo a la vez.
–Es lo menos que tarda. Si quiere pase antes, pero...
Decidió no irse y no protestar. Quería inscribirse y enojarse, pensó, no lo iba a ayudar. Miro en derredor y vio un montón de gente como él, lejos del privilegio de Humahuaca. Volvió a mirar en un plano general a la vez que subía de nuevo, esta vez por las escaleras, hacia el segundo piso. Sus ojos imitaron el plano secuencia de Sed de mal, con un poblado de cabezas que techaban el piso del inmenso salón. Esto no es una isla, se dijo tristemente, dobló los papeles y se fue a su casa.
TENES CIELO EN LOS OJOS
Estaba escrito sobre las baldosas en la vereda de la parada del colectivo. La lectura de esa frase lo transportó muy lejos, para allá y para aquí. Aquí se pasó dos cuadras de su casa. Llegó al piso recordando que estaba escrito mezclando cursivas y letras de imprenta. Era muy buena, la frase. El inspirado Cupido tenía que haber imaginado un cielo límpido. Bajó con una sonrisa y unos ojos imaginados y conocidos.
Ella tenía una historia en los ojos. Su claridad, su transparencia estaba como empañada, nublada. Sucedían cosas en esos ojos. Bergman tiene que haber percibido una película en ellos cuando los miró por primera vez.
Yo sé que ellos vivieron en Farö, se dijo con un tono de posesión de una historia que no conocía.
Sin dejar de pensar lo que pensaba reparó en sus papeles y recordó su trámite. Qué tiene que ver el culo con las ganas de tomar la sopa, solía preguntar su amigo Maximiliano, que tenía una ferretería, ante cualquier digresión. Cruzo Boedo y caminó hacia su casa.
Esa noche hicieron el amor. Ella tenía los ojos tristes y oscuros y no quiso prender la luz.
A la mañana ella lo acompañó a Ingresos Brutos, porque vos te vas a pelear con la gente y va a ser peor.
La mujer reaccionó mal ante su tono imperativo.
–No puedo, señor, manejar el tiempo de los trámites.
–Ni los trámites tampoco, por lo que veo.
–Hablale bien, no te ibas a pelear, ¿te acordás?
–¿Vos viniste a apoyarme o a ponerte detrás del mostrador?
–A ayudarte tonto. Si es posible...
–¿Vos viste El huevo de la serpiente?, le preguntó con el oído pegado al de ella.
–¿Qué es?
–Si la hubieses visto entenderías lo que se cuece en estas oficinas.
Todo era absurdo a esta altura: su enojo, el acompañamiento terapéutico de su mujer, la ofensa de la señora Mirta, la corbata del empleado del medio; el trámite de baja incompleto, la anulación del trámite de cese, los tiempos de la Mesa de Entradas, su inscripción en el Régimen simplificado, las tetas de la señorita Lorena, los maduros y hambrientos ojos que la violaban en cada consulta, el libro en el que estaba trabajando, la puerta giratoria y la denominación Ingresos Brutos. Y la pasión de Ana y la muerte de Bergman en el hotel de Misiones y la Quebrada de Humahuaca y las fotografías que no reproducían bien el tono de los ojos de la mujer que aparecía en ellas. El 115 de ida y el 7 de vuelta completaban el desatino: ¡¡qué drama rural iba a ser posible entre tanto colectivo, semáforo y vereda...!!
Aceptó esperar un día y pasó al siguiente.
–Pase por aquí señor Agesta, lo llamó la señorita Mirta apenas lo vio llegar a la fila de su mostrador. Esto se lo solucionan en la AFIP de Rivadavia y Paso. Pregunte por Abel.
Cruzó Rivadavia en diagonal y buscó la oficina. También optó por ir al fondo de un pasillo largo y sobrecargado de escritorios. Abel no estaba a la vista, una empleada le hizo esperar.
–Pase, por favor...
El tal Abel lo hizo sentar sin preguntar y le regaló una mirada mansa
Acomodó sus cosas sobre la mesa ¿puedo?, dijo.
–Claro –dijo Abel
El explicó que dependía de cuando la AFIP recogiera su Alta, para poder registrarse y... quería saber...
–Me parece que conozco ese libro, lo está leyendo mi hijo.
–Era un genio. El mejor de los directores que...
–Sí. Pero mi hijo me dice que es muy complicado y que hace las cosas difíciles.
–No, no. Era muy bueno, porque acaba de morir.
Abel se cuadró frente a la computadora y estiró el brazo para encender la impresora.
Trató de explicarse frente al funcionario:
–Yo sólo quiero que se reconozca mi profesión y mi ocupación de verdad...
Sin mirarlo, el tal Abel mientras tecleaba comentó:
–Escuché por ahí que la verdad es un deseo peligroso que suele llevar a la mentira. Aquí eso pasa mucho.
Se concentró y a los cinco minutos le dijo ya está y le devolvió todo y le dio una declaración jurada y un formulario para pagar en el banco.
Recibió todo con las dos manos como si estuviese sosteniendo una paloma y dudase si apretarla o no. Y calló.
–Ya está todo, repitió Abel. Con eso paga en el banco y...
–Y después, ¿ya me puedo inscribir? Preguntó con alborozo contenido.
–No. Ya está inscripto
–¿Cómo es su nombre?, balbuceo
–Abel
–Muchas gracias Abel.
–¿En serio que se murió?....
La mañana se presentó calma, salió de su casa pensando en tomar un café y leer un rato antes, pero cruzó Independencia por el paso de cebra de Virrey Liniers y enfiló hacia la imprenta. Fue saludado con la cordialidad terapéutica de la comprensión, y le prometieron el talonario para primera hora de pasado mañana.
–Me dijeron que lleva mi número de clave...
–No, lleva el número de la Ciudad de Buenos Aires, no es una clave privada. No saben nada y dicen cualquier cosa. Esos no son empleados. ¿No les vio las caras? son marionetas...
La palabra lo impactó y acusó el impacto. Balbuceó algo. Entró y salió de una imagen en un instante. Ella ya no estaba allí, se había quedado en el muro pero, ¿cuál es la diferencia entre la imagen que se ve y la que se imagina?
–El viernes puede pasar.
–Le dejo una seña...
–No es necesario. Vaya tranquilo.
Salió a la calle sin montañas. Caminó unos pasos, se detuvo y regresó a la imprenta. Había dejado el libro sobre el mostrador.
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