› Por Juan Sasturain
El maravilloso dibujante y narrador impenitente nacido en Rimini, en 1927 y muerto hace poquito de un último tropiezo al baqueteado corazón vivió –-todos lo saben– casi quince años en la Argentina. Fueron los de formación profesional, digamos. Entre 1949 y 1964, cuando después de algunos amagues, se volvió definitivamente a Italia. Es decir que estuvo de los veinte apenas pasaditos a los treinta maduros. De la primavera peronista a los golpes de los ‘60. Se hizo dibujante grande acá; pero también se hizo hombre en la experiencia –mujeres, hijos–, todo lo que anduvo, conoció y leyó entre el chalet de Acassuso y las salidas a cazar jabalíes en la Patagonia.
Cuando volvió a Italia, Hugo Pratt en Italia no existía. Su obra realizada con Oesterheld en la Argentina recién entonces comenzaría a difundirse en su patria y en Europa en general –Sargento Kirk, Ticonderoga, Ernie Pike–-, y sólo con La Balada del Mar Salado, a los cuarenta años, y con la invención dentro de esa saga del Corto Maltés –después personaje independiente– Pratt fue Pratt en el continente.
A partir de ahí y hasta su reciente última página, acumuló obra y personajes, fue construyendo su propio mito de bases sólidas: Pratt hizo de la aventura un emblema, jugó a confundir (mezclar, digo) vida y obra, dibujó con la misma soltura inteligente y despreocupada con que apenas apoyaba el talón sobre caminos y cubiertas.
Después de inventar al Corto y su mundo, en el que vertió todo el bagaje de sucesos ricos y sugerentes del primer cuarto de siglo más su propio álbum de fantasmas y obsesiones, alcanzó a incurrir en varias mujeres memorables que poblaron sus alrededores (los del maltés, los suyos) y hasta logró, fuera de tiempo y de moda, una gran historieta de guerra: Los Escorpiones del Desierto. Pudo, además, darle breve y fantástica vida a un perfecto héroe amoral e implacable, el hierático Jesuita Joe.
Al final, dejó secar el pincel, pero no la fantasía. Mientras alargaba los últimos episodios de Corto escribió una novela no casualmente argentina, Viento de tierras lejanas, y le tiró un par de historietas –Verano Indio y la sintomática El Gaucho– al consecuente Milo Manara. Así se dio el gusto de ver dibujadas las aventuras y los indios a los que él ya no tenía las ganas ni la energía necesarias para ponerles cada pluma. Mostró la hilacha de su más auténtica vocación: narrador empedernido, fabulador mentiroso y querible que tanto usaba la ficción para hablar de su vida, como el pretexto de la biografía para contar cosas que le hubiera gustado que fueran, que le hubiera gustado leer.
Durante todos estos años, no volvió demasiado seguido. A veces, como padre, sin ruido; a veces, para exponer, como prócer. Pero poco. Sin embargo, como el transitado Troilo, nunca se fue, siempre estuvo volviendo. Y es cierto: además de las memorias delirantes de Le pulci penetranti –Avant Corto, en francés– donde evoca un Buenos Aires y una Argentina tan esperpéntica como verdadera, Pratt no dejó pasar dibujito sin citar estas costas, no contó historia alguna que no evocara algún fantasma argentino.
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