Sáb 16.02.2008

VERANO12 • SUBNOTA

HUGO, CORTO Y LA ARGENTINA DE MEMORIA

› Por Juan Sasturain

Y si no, bien valga el recuerdo hasta ese momento mágico de comunión en que –por fin, en 1923 en la ficción, medio siglo después en el papel– el Corto, en “Y todo a media luz”, se dio una biaba de gomina para bailar un tango en Buenos Aires.

Va Parda

Cuando en escena memorable el Corto se despide de Pandora Gloovesnore sobre el final de La Balada del Mar Salado (1967), no le pide que se quede ni que se vaya con él; sólo le explica que ella “le recuerda a alguien”. Y entonces le habla de la Parda Flores, de Arolas, de Buenos Aires... Poco podía entender la hermosa inglesita, pero con esa referencia irrumpe lo argentino, por primera vez y desde el comienzo, en el mundo narrativo del Pratt de la madurez creativa.

Pronto, en La conga de la banana (1971), episodio que transcurre en el trópico sudamericano, Corto encontrará en el burdel de Mosquito a la bellísima “Pequeña” Esmeralda y hablará de su madre, la mismísima Parda Flores porteña, y ella recordará que “aprendía a tirar con los milicos del Regimiento de Patricios”.

Luego, en Corte Sconta detta Arcana (Corto Maltés en Siberia o Las Linternas Rojas, según las versiones castellanas) el delirante y querible barón Von Urgern Sternberg canta tangos en el tren que recorre Siberia entre mongoles. Y, finalmente, uno de los personajes de Svend (episodio unitario para Un hombre, una aventura) es el engominado y despreciable Anchorena, un argentino que en medio de sus fechorías habla del Náutico de Olivos...

“Y todo a media luz”

El Corto se tomó su tiempo y sólo llegó a Buenos aires en su vigesimoquinta aventura: el marinero hijo de La Niña de Gibraltar y un militar inglés de La Valetta, con un arito en la oreja izquierda y la aventura en el corazón, hizo escala porteña después de veinte años de frecuentar papeles, tintas, mates, desiertos, guerras, revoluciones y búsquedas del tesoro por todo el mundo.

Dibujada y publicada en la revista Corto Maltese de Milán en 1985 y con una edición francesa del año siguiente, Y todo a media luz es de concepción muy anterior. En su viaje a la Argentina en el otoño del ‘85, a Pratt sólo le faltaba dibujarla. Anduvo por el sur, recogió documentación, juntó ánimo y nostalgias, algunas precisiones y finalmente refundió en una única aventura dos núcleos temáticos y de interés: las andanzas de los bandoleros yanquis en el sur patagónico a principios de siglo –con quienes habría estado Corto tras su aventura juvenil en Manchuria– y el submundo de las organizaciones que manejaban la prostitución por los años veinte, enmarcado en una atmósfera de tango, penumbrosa, ambigua.

Hay dos aspectos para señalar: por un lado está el gesto de Pratt, que desde las prolijas notas explicativas que anteceden a la historieta –-concebidas para un lector europeo– muestra el resultado de su investigación y reconstrucción histórica para luego fabular a partir de ellas; y por otro está el gesto y la mirada de Hugo, el que hace más de treinta años y con ojos nuevos y asombrados descubría en una ciudad y en los confines de un continente tan lejano a la patria mediterránea, un universo de misterios, claves y valores.

Y todo a media luz participa de ese doble efecto: la reconstrucción es más efectiva y sensual que rigurosa; ante la duda (o sin ella) Pratt optará por el mundo que vivió en los cincuenta y no por los datos precisos de fotos viejas y tablas cronológicas. El lector, todos, agradecidos, porque Pratt, una vez más, ha optado por el mito.

Entre sueños

Si toda aventura del Corto es, habitualmente, lugar de encuentros y reencuentros con viejos y recordados personajes y lugares (“¿Será posible que yo tenga que estar siempre pegado a cosas viejas?”, se queja ante Esmeralda) la irrupción del trashumante maltés en la Argentina en Y todo a media luz no es una excepción.

Ya el hecho de llegar a Buenos Aires es sólo un regreso a ambientes conocidos desde principios de siglo; los evoca su amigo Fosforito desde la primera escena, con la memorable secuencia contada desde el paño y las bolas de billar. Pero además, el motivo que lo trae también viene del pasado: es la búsqueda de la hermosa Louise Brooks –o Brookszowyk– que se proyecta hacia atrás en la ficción, hasta el episodio de la Fábula de Venecia. Pero también hacia delante: esta niña que ha dejado Louise, y que Corto rescata y envía a Europa, será, con el tiempo, la madre de Valentina, el personaje de Guido Crépax, cerrándose así el círculo abierto con la Fábula de Venecia.

La reaparición de Esmeralda, ahora en Buenos Aires otra vez, sirve para reconstruir otro mundo de amistades y recuerdos: el que unió a Corto con el destino de los desesperados yanquis en el sur, quince años atrás. Sólo que esa historia, perteneciente al ciclo de La Juventud del Corto Maltés y que sucede, cronológicamente, al episodio de Manchuria y de la guerra ruso-japonesa donde aparece Jack London y se conocen los jóvenes Rasputín y Corto, no existe ni existirá ya, pues Pratt no llegó a contarlo: Ras y Corto cruzarían el Pacífico, llegarían a Chile, pasarían al sur argentino...

Precisamente, Mr Habban, en Y todo a media luz, evoca haber conocido al Corto en 1906 en la estancia de los Newbery en el sur; el enigmático “gringo” alias Mr. Moore no es otro que el “desaparecido” Butch Cassidy, amigo de entonces y que ahora, en 1923, le salva la vida...

Todo ese contexto y entramado de personajes y referencias se sobreimprime contra un mundo y una escenografía que tienen mucho de oníricos y poco de realistas: el Buenos Aires del ’23 de Pratt refleja con propiedad y verosimilitud histórica las tensiones sociales y las motivaciones en el comportamiento de los grupos en pugna de entonces, pero elige pautas y modelos de representación gráfica mucho más libres.

Algunas circunstancias y personajes –la inclusión de la gomería El Parche Honrado y de su amigo y propietario, el vasco Larregui, dentro de la ficción– muestran a un Pratt poco dispuesto a la reconstrucción histórica, pero sí al homenaje emocionado de los ambientes en que vivió sus años de Argentina por los cincuenta: “sus” callecitas de San Isidro y Acassuso, la vieja estación Borges –en un explícito homenaje a la línea ya levantada y fuera de servicio–, etcétera.

Paralelamente, hay un forcejeo ostensible por fechar con precisión (la pelea Firpo-Dempsey de ese año ’23, la referencia a que Donato y Lenzi aún no estrenaron sus tangos) y por dejar constancia de instituciones y climas conocidos: el CASI, el Ejército de Salvación, la sociedad de la zona norte, con sus tantos apellidos debidamente ironizados...

Las dos lunas de San Isidro

La sensación de desrealización y magia que acompaña el despliegue de la aventura está acentuada por desarrollarse continuamente en ambiente nocturno –siempre es de noche o atardece– y por las míticas dos lunas que aparecen sólo para el Corto sobre las estaciones de San Isidro y Acassuso. Ese ambiente nocturnal es el propicio –para una mirada europea–- al tango, celebrado en una secuencia memorable, aparte, que nos regala al mismísimo Corto peinado a lo Valentino y derritiendo a las minas de la sociedad de San Isidro.

En cuanto a la intriga en sí, Y todo a media luz se desarrolla a través de una galería vasta de personajes que son un auténtico muestreo de esa visión que es tan propia de Pratt: la Argentina –y Buenos Aires– como encrucijada racial y cultural. Si Gómez es un cafishio que recuerda al Rufián Melancólico arltiano; Estévez es el comisario bien criollo; David Lypszia y Kazimsky, el poder judío de La Varsovia; los Farías Viola, las “familias tradicionales” de fortunas de oscuro origen y el inescrutable Mr. Habban (nombre de raíz celta, anglosajona, que significa “fuerza oculta, violencia amenazante”) encarna el alevoso poder del Imperio. Y aquí hagamos justicia, que nobleza obliga: Hugo no nos olvidó en el ’82 y hay un dibujo suyo que fue tapa, con el Corto reivindicando nuestras Malvinas.

A mano alzada

La última referencia que valdría la pena subrayar es con respecto al dibujo. A esa altura del arte narrativo de Pratt, una verdadera obrita de arte sin mayúsculas como Y todo a media luz –casi de cámara: no hay épica sino sucios asuntos de policía e intereses despiadados– en el trazo de los caracteres se ha hecho cada vez más despojado y lineal, funcional hasta el exceso de síntesis, mientras la puesta escenográfica, casi un telón de fondo, se detiene en el detalle documental.

Por minuciosos empedrados circulan o meramente se apoyan autos de época e insólitos tranvías debidos a la mano de Lelle Vianello –su ayudante en “cuestión máquinas” desde los trenes siberianos– y Corto y Fosforito van y vienen por una estación de ferrocarril reconstruida parte a parte, entre puntuales chalets de San Isidro e indicadores de calles de moderna, prolija y extemporánea maderita en punta.

Sin embargo, lo mejor está en esa soltura casi desganada que campea sobre todo en las últimas páginas, cuando Pratt, en la reunión final en la casa de Habban, dibuja –casi parece que calcara, simplificando– amables conversadores a mano alzada, como el mejor Jorge Pérez del Castillo de los cincuenta, y luego rompe el clima con un encontronazo a puñaladas en las sombras, pura silueta. Cosa de grandes.

Este retrato está incluido en Vivos, de Juan Sasturain.

(Editorial Astralib.)

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