VERANO12 • SUBNOTA
› Por David Viñas
Matar era fácil. “Pero no así, no”, reflexionó Brun con impaciencia y se pegó unos justazos en los borceguíes: a él le correspondía esperar ahí, sentado en el fondo del cañadón mientras Gorbea y sus hombres cazaban del otro lado de esa loma. Pero ya estaba harto de esperar y se había atado el cabestro de su caballo en un pie. Por lo menos quería estar cómodo, aunque con cada disparo que se escuchaba, el animal se estremecía, sacudía la cabeza y pegaba un tirón del cabestro. Podía ser por los disparos –calculó sin precisión– o por algún tábano que lo estuviera mortificando. “Pero no, no”, volvió a reflexionar. Su irritación lo obligaba a ser preciso: no era por los tábanos que su caballo se sacudía así ni se mataba de esa manera.
Y a causa de eso había discutido con Gorbea antes de que saliera a cazar.
“–No, no...” –le había dicho como si lo fatigara discutir sobre la mejor manera de cazar indios–. “No estoy de acuerdo con usted.”
“–¿No? –Gorbea se había sonreído blandamente–. “¿Por qué?”
“–Porque es mucho mejor hacer un rodeo.”
“–¿Como si fueran guanacos?”
“–Como si fueran guanacos o cualquier cosa –había asegurado Brun–. Lo importante es amontonarlos.”
“–Comprendo... comprendo...” –Gorbea se sobaba los brazos, él se irritaba–. “Es que usted está acostumbrado a organizar palizas con los lobos” –dijo–. “Por eso prefiere un rodeo...”
Pero lobos marinos o guanacos o lo que fuera, pensaba Brun con un malestar inseguro, era mucho mejor rodearlos y hacer un montón para ir arrimándolos hacia la costa.
“–Y no andar cazando al ojeo, de a uno...” –había dicho.
“–Un tirito aquí y otro tirito allá, ¿eso es lo que le molesta?”
“–No, Gorbea. Entiéndame: es el tiempo que se pierde.”
–”No es para tanto...”
“–¡Sí que es para tanto! Porque como usted quiere hacer, lleva demasiado tiempo y es peligroso.”
–”¿Peligroso?” –Gorbea no se dejaba convencer con esas cosas, era terco con lo que alguna vez le había salido bien–. “Pero si a la gente le gusta, se divierte.”
“–Pero ¿nosotros venimos aquí a divertirnos o a qué?” –por un instante, Brun había creído que Gorbea le iba a decir que lo entendía y que no se irritara porque tenía razón, pero Gorbea apenas si le había repetido:
“–A la gente le gusta, Brun” –después había montado en su yegua y había trotado hacia la loma cubierta por los pequeños cráteres de esos nidos. Allí lo esperaban Bianchi y el manco Bond adormilados arriba de sus caballos. Esos eran nidos de patos shacks, cientos de nidos de barro y paja que cubrían la loma amarilla, y los caballos de Bianchi y del manco Bond habían tenido que avanzar a los saltos; la yegua de Gorbea, no, porque ese animal ancho los sorteó haciendo eses.
“–A la gente le gusta, Brun.” Gorbea había aludido de esa manera a Bianchi y a Bond. Esa era su gente. Y los tres habían desaparecido detrás de una loma. Y cada vez que sonaban los disparos allá al fondo, se oía un aleteo y una nube de patos shacks ascendía, temblaba un momento a unos metros del suelo y se volvía a asentar suavemente.” –A la gente le gusta, Brun”, había repetido Gorbea antes de salir a cazar.
Brun estiró las piernas, bostezó y volvió a sacudirse los borceguíes con la fusta: hacía más de una hora que esperaba allí sentado, y no sólo se había sacudido los borceguíes hasta que le dolieron las pantorrillas sino que también se había arrancado las costras de barro de las suelas. Hasta había tenido tiempo para castigar reflexivamente dos toscas que había elegido: una que parecía un cigarro “Avanti”, con el mismo color y la misma forma, y otra que no era nada más que una bolita y que rodaba entre sus pies.
De vez en cuando se marcaba un largo silencio después de esos “¡Craann!” que retumbaban del otro lado de la loma donde se extendían los nidales de los patos shacks. Cada silencio no era un descanso donde él se pudiera tumbar sobre la espalda dejando que el sol le calentara la ropa. El sabía que cada silencio era una pausa. Nada más. Más largo el silencio, mejor puntería, más certero el tiro. Apretar los dientes, no respirar y que el índice de las carabinas quedara sobre algún pecho. O, no. Mejor sobre algún vientre. Porque matar era como violar a alguien. Algo bueno. Y hasta gustaba: había que correr, se podía gritar, se sudaba y después se sentía hambre. Y esa especie de polvareda temblorosa que con cada estampido se levantaba unos metros del suelo y se volvía a achatar sobre la loma, podía ser una manga de langostas. Es decir: una nube que se estremece por dentro y se desplaza oscureciéndose por partes, como una gigantesca madrépora.
Los disparos continuaban, cada vez más espaciados, seguramente más certeros. ¡Craann! Sobre los nidos de patos shacks. ¡Craann! Brun seguía repasando su diálogo con Gorbea mientras esperaba: tenía que repetírselo mentalmente hasta que lo ganara. “–¡Pero venimos a divertirnos o a qué?”, había preguntado él. “–A la gente le gusta”, era lo último que le había respondido Gorbea. ¡Craann! Y la nube de patos, que chillaban como miles de langostas que se estuvieran devorando entre sí, se inflaba y después se sosegaba blandamente sobre el campo y sobre los diminutos cráteres de sus nidos. ¡Craann! El tiempo pasaba. Más de una hora. Casi dos y todo porque Gorbea no le había hecho caso. El viento soplaba del lado del mar, pero no levantaba polvo en esa loma negra y muerta, rayada por miles de grietas. ¡Craann! Era allá, al fondo del campo donde estaban cazando. Brun no había dicho que no quería participar. Ni eso ni otra cosa. Solamente se había sentado en el suelo mientras la yegua de Gorbea trotaba en dirección a los dos hombres que lo estaban esperando. Que Gorbea hiciera lo que le pareciese mejor, al fin de cuentas era él quien se ocupaba de cazar. Brun lo había mirado alejarse calculando vagamente que el balanceo de las ancas de la yegua bien podía ser del trasero de Gorbea. “–A la gente le gusta, Brun.” Y en ese momento estarían galopando por encima de esos nidos diseminados uno al lado del otro, iguales a las raíces de un monte que acabaran de talar. ¡Craann! Talar un monte a la altura de las raíces y dejar todo ese espacio despejado. ¡Craann! Lo que molestara tenía que ser eliminado. Que toda esa tierra quedara limpia, bien lisa para empezar a trabajar. De eso se trataba. Los disparos se habían espaciado. También se alejaban. Ya estarían por Punta Loyola, pensó Brun.
Un grupo de patos se había desprendido del resto y revoloteaba por encima de su cabeza. Cuando planeaban bajo se les veía la panza violeta. Ya estarían por Punta Loyola, volvió a calcular Brun. Esta vez con mayor nitidez. Y faltaría poco. Había depositado la fusta entre las piernas y amasaba sus dos piedras, la alargada y la redonda, y fugazmente estableció que la redonda le gustaba más, hasta se la podía meter en el bolsillo y llevársela para ponerla en algún lado. Arriba de una repisa o bien para apretar papeles. Para algo serviría. ¡Craann! Seguramente Gorbea, Bianchi y el manco Bond estarían correteando por la playa de Punta Loyola. Ya ni bajarían de sus caballos para esperar, porque los disparos se escuchaban uno después del otro. Tirarían desde arriba de los caballos nomás. Una cabalgata, a todo lo que dieran, Gorbea, Bianchi y el manco Bond. ¡Craann... craann...! Y no era el eco. Qué iba a ser.
La nube de patos daba vueltas y vueltas por encima de sus nidos. Ya no se asentaban. Parecían atolondrados y soltaban unos graznidos metálicos y seguramente –presintió Brun– empezarían a roerse entre ellos como insectos. Entonces sacó su Malinchester y apuntó hacia arriba. ¡Aaanc! El estampido fue al lado de su oreja y el caballo pegó un tirón del cabestro. Nada. La nube de patos seguía cerniéndose sobre su cabeza. Había errado y eso era una idiotez. Tan idiota, como que Gorbea hubiera dicho: “–Un tirito aquí y otro tirito allá” se precisó Brun y volvió a disparar la Malinchester: ¡Aaanc! Esta vez los ojos de su caballo se agrandaron como si lo hubiera injuriado. Y cuando Brun descubrió el cuerpo de ese pato que se había desplomado sobre la tierra, a unos metros de sus pies, se sintió decepcionado: su buena puntería no lo entusiasmaba y Gorbea ni ninguno de sus acompañantes le importaban un bledo. Ya terminarían esos de cualquier manera, estarían correteando por la playa como si persiguieran a guanacos o a lobos marinos en una veloz y despiadada cacería. O a animales que vivían y corrían y se largaban a gemir cuando los golpeaban, y que no se escondían, sino que atropellaban con todo su terror, aullando con las bocas abiertas, húmedas. No como si tuvieran miedo a morir, sino a morir delante del manco Bond, por ejemplo. Miedo para gritar por lo que les iban a hacer después de morir. Era eso. “El manco Bond”, pensó Brun. Era famoso en toda esa parte de la Patagonia. Bond. Y cuando esos animales –o lo que fuera– caían, él los golpeaba hasta que agachaban la cabeza, no miraban más y quedaban completamente oscurecidos como su propia piel.
Brun tenía que seguir esperando. Allí, sentado al pie de su caballo, en el fondo de ese cañadón completamente desierto y liso como el cañón empavonado de su Malinchester. Pero la pistola estaba caliente. Claro que sí, como los cuerpos de los animales o de los indios después de una cacería: cuando estaban por morirse roncaban como si solamente les doliera alguna parte del cuerpo. Los lobos marinos tenían una piel lisa y suave, los guanacos una piel peluda y suave, y una concesión de tierra se conseguía tranquilamente con que la solicitara uno cualquiera: algún cuñado o mejor, un peón al que alguna vez se le había vendido algo. Primero había que pedirla: todo era cuestión de presentar uno de esos formularios del Gobierno. Después había que limpiarla. ¡Craann! Allá abajo seguían cazando. Ya estarían por terminar, pensó Brun sin ninguna certeza. Era un cálculo, simplemente, porque lo lógico era que tardaran mucho más. La nube de patos shacks se había desinflado sobre sus nidos como una enorme víscera. Nada. Ni un latido a lo largo de ese cañadón. Y del otro lado de la loma estaba el mar, y el viento soplaba a ras de tierra, como si se arrastrara. Las nubes permanecían inmóviles y a él le ardían los ojos. ¡Craann! Los disparos se habían ido espaciando. Seguramente habría quedado algún cuerpo horquetado en uno de esos nidos. Un cuerpo de indio echado hacia atrás, con una mancha negruzca entre los muslos, pensó con malestar.
Hubo un largo silencio y después no se oyeron más disparos. Entonces guardó silenciosamente su Malinchester toqueteándola varias veces para comprobar si estaba bien, si colgaba bien. Buen cinto, buena cartuchera.
Por fin, sobre la loma de los nidos apareció Gorbea con su gente, pero al llegar al filo del cañadón, el grupo de hombres se paró. El único que siguió avanzando fue Gorbea. “Demasiado rápido”, pensó Brun. Estaba harto de esperar, pero una mayor espera lo hubiera ratificado y Gorbea traía una bolsa que se sacudía contra el flanco de su yegua. Entonces Brun se fue desatando del pie el cabestro de su caballo.
–¡Ya está! –anunció Gorbea desde lejos iniciando un trote cachaciento que concluyó en seguida–. ¡Ya está! –repitió más fuerte y dio unas palmadas sobre su cabalgadura. Por un momento, Brun creyó que era para apurar su marcha, pero no–. ¡Ya está! –Gorbea señalaba la bolsa que se bamboleaba pesadamente contra su estribo.
–¡Sí!
–¿Ya?
–¿Mucho trabajo? –Brun hablaba desde el suelo, con un aire de incredulidad, haciendo y deshaciendo un nudo con la punta del cabestro.
–No –jadeó Gorbea–. Fue fácil. Muy fácil.
–¿Cazaron al ojeo?
–Y, un tirito aquí y otro tirito allá.
–Pero... por la playa corrieron ¿no?
–Un poco. Pero no perdimos nada de tiempo.
–¿Así?
–Sí –Gorbea estaba orgulloso de su éxito, pero se reía cubriéndose la boca, como si incomprensiblemente temiera que lo escucharan los que se habían quedado en la loma–. Y es que es maturrango este Bianchi –le secreteó a Brun.
–¿Qué? ¿Pegó una rodada?
–¡Y cuándo no! Siempre se cae: la vez pasada... Cuando fuimos hasta la frontera y cuando lo del río... siempre.
–¿Se hizo algo? –Brun no estaba preocupado, sino que quería saber lo que no había visto, lo que le hubiera podido resultar un contratiempo a Gorbea.
–No... ¡Qué se va a hacer! – la risa de Gorbea ahora era incontenible, jadeaba y se reía y se secaba la frente–. ¡Si cayó de cabeza!...
–Menos mal –murmuró Brun sin entusiasmo.
–Sí –Gorbea todavía hablaba entre jadeos doblado sobre el borrén de su montura–. Menos mal... –admitió pasándose la mano por la frente. Parecía satisfecho con su sudor, con su cara enrojecida y con el calor de su cuerpo–. ¿A usted no le gusta ver, eh? –preguntó bruscamente.
–No –vaciló Brun–. Yo prefiero... –presintió que Gorbea esperaba que le dijera: “–Yo no sirvo para eso” o “–Usted es el que hace lo más bravo del trabajo.” Y que eso lo tendría que decir humildemente, sin titubear, justicieramente. También sospechó que le correspondía excusarse por haberse quedado allí, sentado en el suelo, esperando, mientras los demás faenaban. Pero, no. El viento había empezado a soplar duramente, había que entornar los párpados para hablar y él tenía el sol de frente. El viento le raspaba las mejillas y ese sol morado en los bordes lo enceguecía. Había que apurarse.
–¿Y la gente? –preguntó; allá al fondo esperaban Bianchi y el manco Bond y parecían contener a sus caballos.
–Conforme –comunicó Gorbea.
–¿En serio?
–¿No le digo que sí?
–Pero... ¿Bond no protestó? –Brun se había puesto de pie, había recogido su fusta, y se sacudía los fundillos–. Casi siempre pide más.
–¿Bond? ¡Qué va a protestar!
–Y, como está acostumbrado a entregar orejas...
–Ese es un tramposo. Por eso.
–Pero sirve –Brun lo miró a Gorbea en la cara–. ¿O no?
–Sí que sirve... ¡Vaya si sirve! Pero a mí no me arregla así nomás –aseguró Gorbea–. A mí, Bond o la mona, me demuestran lo que han hecho, pero bien demostrado. Nada de mojigangas. Conmigo, si quieren cobrar, me traen de esto... –Gorbea se había incorporado sobre su montura y se ponía la mano sobre el sexo–. ¡De esto! –repitió; después, con cierta ternura tomó el borde de la bolsa que colgaba sobre el flanco de su yegua y la abrió–. ¿Ve? –mostró–. ¡Todos pagados! y uno por uno... Y nadie protestó. Ni Bond ni nadie.
–¿Pagó mucho? –preguntó Brun manteniéndose apartado de esa bolsa.
–¡No, qué voy a pagar! –Gorbea estaba entusiasmado, ya no se secaba el sudor, pero su cara seguía igualmente enrojecida–. Pagué lo que correspondía, ni medio chelín de más... –sacudió la bolsa y por la boca de la arpillera fueron rodando esos muñones sanguinolentos.
“Parecidos a cebollas”, calculó Brun.
–¿Vio que no era necesario hacer un rodeo? –seguía Gorbea.
–Sí –reconoció Brun–. No era necesario.
Pero el tono triunfal de Gorbea no se aplacaba:
–Yo tenía razón, ¿eh?
–Sí...
–¿Vio? Y eso que usted nunca me lo quiere reconocer.
–Sí, sí... –dijo Brun.
–Pero es que si a la gente le gusta, hay que dejarla que se dé el gusto.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux