Tengo entendido que el nazismo ejerce una fascinación poderosa sobre quien lo estudia, al punto de que una vez elegido como objeto de investigación resulta difícil interesarse por ningún otro. No es mi caso. Si ubiqué este cuento en esa época fue porque me daba el verosímil para reflexionar sobre la moralidad que encierra, o que más bien deja afuera, la aplicación del medio menos admisible (la muerte del ser humano) cuando se lo justifica con el fin más alto (la vida del ser humano). También me permitía preguntarme por la paradoja que existe entre declarar inferior a una raza, quitándole prácticamente el rango humano, para luego hacer experimentos con su cuerpo, admitiendo de facto que guarda cierto provechoso parentesco con el del experimentador. Me interesaba sobre todo el caso de un médico amoral, pero exitoso. Un científico ad absurdum, sin otro parámetro para sus experimentos que el de obtener resultados, y que obtuviera esos resultados, y que luego sus presuntos beneficiarios se le tornaran odiosos. Una especie de filántropo que se siente incomprendido y en consecuencia desarrolla un resentimiento que lo lleva hasta la misantropía; o un profundo misántropo que a último momento tiene un instante de flaqueza y filantrópicamente nos ahorra la longevidad, consciente de que ninguna ventaja comporta prolongar la vida en un mundo que tolera a gente como él, o a sistemas como el que lo avaló.

Detrás del cuento hay uno de Borges, Deutsches Requiem. Cuando lo escribí, aún creía que uno sólo podía aspirar a escribir como Borges, y que por lo tanto debía intentarlo. Hoy sigo creyendo que es lo mejor que puede hacer un escritor, aunque aprendí a aceptar en mi caso otras aspiraciones que parecen estar más a mi alcance. Mucho después leí un cuento en las Historias Naturales de Primo Levi, “Mariposa Angelical”, del que me gustaría extraer a modo quizá de epígrafe a posteriori la inquietante última frase: “Creo que del profesor Leeb volveremos a oír hablar”.