VERANO12 • SUBNOTA › SELVA ALMADA
Puso la caja cuadrada, de cartón, enorme, envuelta en papel estraza y asegurada con varias vueltas de piola, sobre la cama de los padres y se sentó al lado con las manos cruzadas sobre las rodillas.
La habitación estaba en penumbras, con los postigos cerrados. Hacía calor. Uno de los perros, el galgo atigrado que dormía en la cama de la hermana, abrió un ojo ámbar y la miró sin levantar la cabeza apoyada en las patas delanteras. Movió la cola finísima, larga y dura como un látigo, sobre las sábanas revueltas y volvió a caer en el sueño. En el sopor de ese verano interminable, seco, que abre rajas en la tierra del ancho del dedo de un hombre.
Miró de reojo la caja. Sentía en los labios la raspadura de los troncos colorados de la barba de tres días del Gringo.
Había bajado de la F100 flamante, roja, con los parachoques cromados. Una camioneta nueva con cada cosecha. Había salido del interior de cuerina negra cubierta de polvo del camino y pisado el suelo con sus botas también recién compradas, de cuero de yacaré y puntas de acero, los vaqueros roñosos, bien ajustados, marcándole la hombría.
Ella y la hermana, un paso detrás del padre, lo recibieron en la entrada.
La madre se había quedado bajo los árboles, esperanzada de que el Gringo, en este viaje, le trajera al hijo. Pero no. Vino solo.
Antes, los cuatro, el padre, la madre, la hermana y ella estaban despatarrados en las sillas, en la sombra de las copas inmóviles pues no corría una gota de viento, callados porque parecía que hasta hablar daba más calor. La madre abanicándose con una revista vieja. Ella fue la que se puso de pie de golpe y dijo:
–Viene el Gringo. Oigo su camioneta.
Parece imposible reconocer el motor de un vehículo que cada vez es uno nuevo, pero la madre acierta siempre. Sexto sentido. O instinto materno. O rara habilidad en una mujer que no se destaca por sus habilidades. El padre había hecho un gesto, desacreditándola, pero igual los tres pararon la oreja. Y sí, a lo lejos se escuchaba algo.
El padre se levantó de la silla y caminó unos cincuenta metros hasta la entrada. Se puso la mano sobre los ojos. Vio la polvareda y delante un punto metálico moviéndose a toda velocidad, tomando rápidamente el contorno de un coche. Podía ser el Gringo como cualquier otro, pensó para sí por no dar el brazo a torcer. La hermana y ella también abandonaron sus asientos, pero se quedaron en el lugar. La hermana se puso en puntas de pie como si desde allí pudiera ver algo la muy tonta.
La madre se agarraba el escote del vestido con un puño como si el corazón fuera a saltarle del pecho.
Recién cuando la trompa de la camioneta apareció en su campo de visión, las chicas corrieron atrás del padre. La madre no. Se quedó en su sitio con la revista colgando de una mano y la otra mano en el surco de los pechos, seguramente rezando para que Dios pusiera a su hijo en el asiento del acompañante.
El padre y el Gringo se abrazaron, se estrecharon las manos, se palmearon las espaldas, volvieron a abrazarse. La hermana también fue y lo abrazó al recién llegado. Ella le sonrió, pero no se movió. Ya estaba grande para ir a colgarse del cuello de un hombre.
El Gringo bajó varias cajas y dejó para el final la caja más grande.
–A ésta te la manda especialmente para vos –le dijo.
Ella se adelantó para agarrar la caja y el Gringo no terminó de soltarla del todo.
–Si no me das un besito no te la doy.
Ella tironeó un poco.
–Sin beso, no hay regalo. ¿O querés que le diga a tu hermano que sos una desagradecida?
Ella estiró la cabeza por encima de la caja y besó la mejilla áspera del hombre. Tenía un olor dulzón a tabaco y caña Legui.
Entonces él soltó la caja bajando los ojos por la blusita translúcida y la pollera corta que dejaba al aire las piernas con la erupción tenue de las primeras afeitadas.
–Le voy a decir que se le está poniendo linda la hermanita –dijo en voz baja. Y enseguida: –Y usted, madrecita, no piensa venir a saludarme.
Ella se metió con la caja en la pieza. No se animaba a abrirla. Quería retrasar todo lo que pudiera el momento. Su hermano había comprado un regalo para ella. Especialmente, dijo el Gringo. ¿Habría pensado en ella y buscado el objeto? ¿O habría visto el objeto y pensado inmediatamente en ella? Cualquiera de las dos opciones estaba bien. Su hermano, a quien no veía desde hacía tres años, le había mandado un regalo en una caja muy grande. No parecía tratarse de los frascos de agua de colonia que solía enviar. Ni de los jabones con formas de corazón o trébol que daba pena usar de tan amorosos que se veían, ni de los estuches de maquillaje que seguían intactos en un cajón de la cómoda porque el padre no la deja pintarse todavía. Tampoco de las blusas bordadas y con festones que son preciosas, pero tampoco las usan porque estarían muy de moda allá, pero acá... Todo comprado en la frontera con Paraguay. En el mercado negro, había escrito su hermano en una carta y ella sintió el vértigo de la ilegalidad, del contrabando.
El Gringo no es tanto mayor que su hermano. Pero el Gringo es el patrón y eso hace la diferencia. Es el patrón de su hermano y en cierto modo de toda la familia que espera los giros y las encomiendas que el hermano manda, desde Formosa, donde trabaja los campos del Gringo. Con lo que el padre hace acá en el campo, con la sequía de este año y las vacas que se caen de flacas, no podrían vivir.
¿Pensaría en serio el Gringo que ella se estaba poniendo linda?
Desde afuera le llega el rumor de la conversación animada, risueña, que crece bajo la sombra de los árboles. Seguramente el padre sacó la damajuana del pozo de agua donde la sumerge para que el vino se mantenga fresco. Es probable que el Gringo se quede a comer, como siempre que viene. Se queda a comer y el padre y él se emborrachan como si el Gringo no fuese el patrón sino un hijo más. Pero ahora está claro que el Gringo no es como su hermano. Siente los labios cortados por la barba del Gringo como si hubiera atravesado desnuda un monte de espinillos.
Le da vergüenza salir ahora después de esconderse en la pieza como un animal arisco. Con qué cara caer bajo los árboles ahora que están todos alegres y achispados.
¿Qué habrá adentro de la caja? No puede adivinar así que fantasea con cosas improbables. Como un mono marrón clarito con una larga cola que le permite agarrarse de las ramas de los árboles, de esos que el hermano contó en una de las cartas que hay pila en el Norte. Pero si fuera un mono, la caja tendría agujeritos para que respire.
El galgo atigrado gime, se le encrespa el lomo y le tiemblan los carrillos enseñando la doble hilera de dientes afilados. Está soñando quizás una pelea de perros. Este galgo participó y perdió en una carrera de caza a la liebre. Fue por unos meses una gran promesa para su padre. Lo crió y lo entrenó, pero puesto en la pista fue un fracaso. Al galgo lo trajo el hijo, de cachorrito, y le metió en la cabeza al padre que ganarían fortuna. Se apuesta fuerte en las carreras de galgos, eso es verdad. Pero el hijo se fue dejando al perro, una preciosura de animal, con el cuerpito marrón y las rayas oscuras, la cara picuda. Se fue dejando la promesa, como dejó los huevos de tortuga enterrados en el patio. Hace un rato, en cierto modo, el Gringo le ha dicho que ella promete ser una mujer hermosa. Pero a su edad, que no es mucha ni es poca, ha visto tantas promesas romperse en el aire. ¿Para qué sirve una promesa si no se cumple?
Se va haciendo la noche. Por las hendijas de los postigos le llega el olor a leña quemada. Están preparando un asado. En algún momento habrán salido en la camioneta velocísima a comprar la carne y más vino y tal vez sidra helada para las mujeres. Su hermana habrá ido con ellos, seguro.
El galgo se espabila. Se estira sobre sus cuatro patas largas y flacas. Si no oliese tanto a perro podría pasar por un gato grande, por lo delicado. Salta de la cama, sus uñas negras se clavan en el piso de tierra, acomoda las vértebras del esqueleto, bosteza abriendo su fino hocico y sale por la puerta al patio, la noche, la fresca.
Ella se decide y desanuda los piolines, rompe el papel –oyó que romper el papel trae buena suerte–, abre la caja.
El acordeón a piano verde niquelado, con sus teclas de nácar, resplandece como una de esas víboras gigantes que, dicen las cartas de su hermano, son muy comunes por allá.
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