VERANO12 • SUBNOTA › FELIX BRUZZONE
Según la médica, la homeopatía no tiene nada para mi pierna amputada; a lo sumo una pomada que mitigue el dolor. De todos modos, dice, no tengo por qué preocuparme, el dolor siempre va y viene, no tiene raíz.
Le pregunto qué dicen los ojos.
–Lo normal –contesta ella–, ¿quiere que le prescriba la pomada?
Todavía me dura en el mentón la impresión de frío que me dejó el soporte negro en el que lo mantuve apoyado mientras ella me examinaba el iris de los ojos. Primero el derecho, luego el izquierdo –con un corto intervalo en el medio para que descansara–.
–¿Le parece necesario? –digo.
La herida estaba más clara y más suave, y el olor a vinagre había pasado a ser olor a uva vieja, y ahora: olor a limón; todo indicaba que la cosa iba mejor. O en cualquier caso, si aquello era signo de que en realidad empeoraba, lo hacía de una forma agradable. Tanto que hasta daban ganas de perder la otra pierna, los brazos; incluso daban ganas de morir en paz.
–Como usted quiera –dice la médica.
Por un momento nos quedamos en silencio, como si ninguno de los dos supiera a quién le toca el turno de hablar. Entonces hago un truco con las manos en el que parece que tengo cuatro dedos en cada una. Ella se asombra y suelta una risita nerviosa. Evidentemente, cuenta mis dedos. Los diez dedos de las manos, y los diez de los pies, se cuentan con un golpe de vista. Inercias del sistema de numeración decimal. Pero para contar ocho hay que ir uno por uno.
–Me gustaría recuperarla –insisto–. La pierna; leí artículos sobre autorregeneración de tejidos, de órganos, de partes enteras del cuerpo.
–Por ahora sólo podríamos pensar en prótesis, y en cirugía –dice ella poniendo boca abajo el recetario.
–¿Operarme? ¿Acá, en Nairobi?
–¿Cuánto hace que tuvo el accidente?
–Antes de venir para acá, unos meses.
–¿Cuánto tiempo piensa quedarse en la ciudad?
–No sé, no importa, pero hay algo que no entiendo: ¿usted es homeópata y me aconseja operarme?, ¿por algo que mejora todos los días?, ¿le dije que ahora despide olor a limón?, ¿no le parece que la misma herida pide florecer, convertirse otra vez en pierna?
–Usted sabe, la homeopatía no hace milagros. Y ya que la pomada no lo convence...
–No me convence porque el dolor va y viene, usted misma acaba de decirlo. No creo que el dolor sea el verdadero problema.
La médica se cruza de brazos y se reclina en su asiento. El ruido que hace su espalda al estirarse me excita un poco. Y verla ahí de brazos cruzados, derramada en el asiento, la muestra entregada a algo, a mi ataque, a mis impulsos de cazador primitivo. Pero enseguida se incorpora, otra vez a la defensiva, como si diera por terminada la controversia, y pregunta si veo a Pretorius.
–Prácticamente todos los días.
–¿Cómo está?
–No sé, como siempre, supongo: se le cae el pelo. Se atiende con usted, ¿no?
–Bueno, atenderse... Me viene a ver cada tanto.
–¿Usted le dio algo para la caída del pelo?
La médica sonríe y resopla al mismo tiempo.
–Pretorius no cree en la homeopatía, cree en la caída del pelo.
Me tomo un tiempo para pensar, pero lo único que pienso es que en cualquier momento ella se va a levantar y me va a acompañar hasta la puerta y me va a despedir.
–Está bien –digo–, deme esa pomada.
La médica vuelve el recetario boca arriba y empieza a escribir sobre las hojas dobles, divididas en el medio por una línea vertical de agujeritos. En la página de la izquierda escribe el nombre de la pomada; en la de la derecha, las instrucciones para aplicármela.
–Una vez por hora los primeros cinco días –dice mientras escribe–, una vez cada dos horas la semana siguiente. Cuatro veces por día la tercera semana, una al despertar, otra antes de almorzar, otra a media tarde, la última antes de acostarse. Y dos veces por día la cuarta semana, una al despertar y otra antes de acostarse.
Me alcanza la receta; su bastardilla parece una alfombra de pasto barrida por el viento. Y cuando me pongo a leer las primeras instrucciones ella termina de recitarme las últimas.
Ya en la calle, después de pasar por la farmacia, mientras espero para cruzar una avenida, una chica rubia con remera a rayas negras, violetas y verdes –de seguro extranjera– me toca el codo sin querer. Tiene una mochila en la espalda y un gato negro en brazos. Acaricia la cara del gato con intensidad, casi con violencia. Tanto que cuando sus dedos pasan sobre los ojos del animal da la impresión de que en cualquier momento podría arrancárselos. El gato tiene la nariz lastimada y asumo que las caricias intensas de la chica se deben a que necesita cuidarlo intensamente, lastimado como está. Es un corte vertical que le atraviesa toda la fosa nasal derecha y que se abre un poco cada vez que ella pasa su mano, descubriendo la herida roja y profunda en medio de la carne negra.
–Está lastimado –le digo.
–Disculpas –dice ella. No sé por qué lo dijo, y aclara–. Le toqué el codo, sin querer.
Sonrío. Cuando empezamos a caminar le digo que tengo una pomada.
–Para la lastimadura de tu gato.
Me mira extrañada, algo recelosa. Al final también sonríe. ¿Qué cosa mala podría hacerle un lisiado?
–Si querés te doy un poco y probás, es una pomada excelente.
La conversación fluye. Y después de algunas cuadras de caminar juntos me doy cuenta de que me estuve desviando. O quizá, de alguna forma no muy convencional, estuve siguiendo a esta chica rubia. Para entonces, ella ya me está invitando a pasar a su departamento. Luego me prepara un café. Y luego me hace hablar del accidente que me dejó sin pierna. Acepto todo. Desde que llegué a Nairobi, de alguna forma, siempre acepto todo. Y con esta chica parecen haberse soltado las riendas que me impedían hablar con ganas sobre mi pierna y hablo de ella mucho más que con nadie antes. Cuando termino, recuerdo el motivo que nos reúne en su departamento.
–¡No nos olvidemos de la pomada! –digo.
–Por supuesto que no –dice ella–, es lo más importante –y da unos saltos de bailarina (porque entre todo lo que hablamos me contó que es bailarina) hasta el sofá en el que estoy sentado y se sienta sobre mi falda–. ¿Dónde está?
La situación no llega a ser incómoda. Es más bien agradable. Pero me tensiona un poco el equilibrio que ella tiene que mantener mientras está sentada sobre mi única pierna. Meto una mano en el bolsillo y saco el pequeño pote. Ella me besa la frente y, ya con la pomada en la mano, da otro salto y se pone cara a cara con el gato. Recién al verlos así enfrentados como hermanos, o primos, o novios (en todo caso, como seres de la misma especie, no sé cuál especie pero la misma) encuentro las similitudes entre las caras de la bailarina y la médica: ojos de dos colores distintos que le dan a su mirada un aire ligeramente estrábico; una sombra tenue de vello que corre paralela al labio superior, y un pequeño lunar liso que cuelga como un aro flotante bajo el lóbulo de la oreja izquierda.
Cuando ella termina de aplicar la pomada a la nariz del gato, estoy perdidamente enamorado. Saco la receta del bolsillo y recito mi canción de amor:
–Una vez por hora los primeros cinco días, una vez cada dos horas la semana siguiente. Cuatro veces por día la tercera semana, una al despertar, otra antes de almorzar, otra a media tarde, la última antes de acostarse. Y dos veces por día la cuarta semana, una al despertar y otra antes de acostarse.
–Pongamos música –dice ella, y me saca a bailar.
Como me levanta rápido no me da tiempo a tomar mis muletas, que quedan recostadas sobre el apoyabrazos del sofá. Es un vals y ella, con fuerza insólita, me arrastra por el living de su pequeño departamento como a un papel o a una sábana.
–¡Está muy fuerte! –le grito.
–¡No importa, no vive nadie en el edificio, sólo una vieja sorda en la planta baja! –grita ella.
El gato, excitado con la música, nos sigue por todas partes. Probablemente celoso, se para en dos patas y también él ensaya sus pasos de baile. Al principio me siento un poco aparatoso. Pero ella hace todo fácil y en determinado momento, que parece haber sido calculado con exactitud, empieza a lamerme la oreja izquierda. Debe tener una lengua muy larga, porque no necesita acercar tanto su cara a la mía para hacerlo. En todo caso, al poco tiempo resulta obvio que lo que busca es que le lama la oreja mientras ella lame la mía.
Su lóbulo es carnoso y tiene diminutos pelos grises. Quizá todo su pelo, con el tiempo, se vuelva de ese mismo color. Si envejeciéramos juntos podría ver el cambio y recordar este momento para siempre. Después está el lunar, que vaya uno a saber qué es. Parece un lunar, sin duda, pero bien podría ser una verruga aplastada. ¿Usará alguna pomada para eso? ¿Despedirá olor a limón? Lo chupo con énfasis, lo aprieto fuerte entre mi lengua y mi paladar. Me dan muchísimas ganas de arrancárselo. Ella, a su vez, recrudece sus acciones sobre mi oreja y de a poco la música, tan fuerte, se nos va perdiendo y de golpe estamos en una cama y de golpe estamos desnudos y el gato, algo molesto –puede ser el comienzo de una furia incontrolable– me muerde el talón, pero no importa.
Despierto en medio de la noche. Ella no está en la cama y flota en el aire un calor espeso que se derrama sobre mí como un caldo. Hay ruido en el baño, a agua que corre. Por la ventana entra la luz de la calle: un cartel con palabras que no puedo descifrar, pero que promocionan a una empresa de encomiendas. Siento algo suave en mi herida, como si mi pierna estuviera por brotar y fuera a hacerlo de forma leve y silenciosa. Me incorporo y veo al gato sobre ella. No la muerde. Ya no va a intentar lastimarme. Tiene el hocico lleno de crema y recorre con su lengua toda mi cicatriz.
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