Sábado, 26 de diciembre de 2015 | Hoy
Por Ricardo Piglia
Cuando desapareció el ingeniero Panizza, llamaron al comisario Croce para que se ocupara del caso. Llegó una tarde a la casa del industrial en un barrio residencial en City Bell y fue recibido por la mujer. La casa era amplia y en una primera recorrida, Croce, casi por casualidad, al mover un cuadro que estaba imperceptiblemente mal colgado, descubrió la puerta camuflada que le dio acceso a un cuarto lleno de libros en ruso. Había también un informe que no pudo descifrar y en la mesa vacía, una tarjeta del Hotel El Tropezón, en el Tigre. Eso fue lo único que se llevó Croce esa tarde de la casa del posible prófugo. La mujer no conocía ese lugar clandestino de la casa, ni sabía que su marido leyera obras en ruso, sorprendida, sugirió que la habitación oculta podría ser del propietario anterior de la casa, un ciudadano alemán que se ocupaba de la cría de caballos árabes. Croce dejó todo como estaba pero le pidió a su ayudante Barrios que sacara fotos de los libros y los documentos.
Había dos lugares donde ella podía imaginar que su marido se había recluido. Uno era la casa de verano de la familia, cerca de San Javier, en Córdoba, pero luego de algunos tímidos llamados, primero el casero y luego el encargado de correos, le respondieron que no lo habían visto cuando ella preguntó –con aire despreocupado– por su marido. Ella sabía además que Panizza solía pasar algunos dias solo en Piriápolis porque le gustaba jugar en el casino y no quería que sus socios lo vieran. Prefería esa ciudad del Uruguay donde podía aspirar a cierta invisibilidad. Era su manera de descargar las tensiones del trabajo y de tirar la plata. Su mujer, Carmen Unzué, tenía el estilo frugal de las clases altas argentinas y a menudo le parecía vulgar el modo en que su marido gastaba el dinero. Le gustaban los hoteles de lujo, los autos importados, la ropa de marca exclusiva y las propinas desvergonzadas. Una tarde le había dado un billete de cien dólares al botero que lo llevaba al amarradero del Tigre donde guardaba el velero. Carmen, desde luego, veía esa ostentación como un gesto de debilidad que expresaba la ascendencia modesta de una familia de inmigrantes italianos. Tal vez su marido se había refugiado unos días en el Delta del Paraná, le gustaba el río, la calma, salir a navegar por los brazos del Rama Negra, buscando el río abierto.
Son tantas las cosas que pueden sucederle imprevistamente a una persona. Son tantos los secretos. Pero Carmen era una mujer demasiado bella y segura de sí misma para hacer escándalos, estaba acostumbrada a las extravagancias de su marido y durante unos días mantuvo la calma. Resuelta y tranquila, le dijo a su hijo que su padre estaba en un inesperado viaje de negocios y que no tenían noticias, seguramente por culpa de las cansadoras reuniones con los ejecutivos de la firma matriz en Italia. El sábado su marido la llamó por teléfono. Le dijo que estaba con un problema que tenía que resolver solo, que seguramente le preguntarían por él, que tenía que decirles que estaba ausente y que no le había dejado ninguna dirección. Parecía querer tranquilizarse a sí mismo, más que calmarme a mí, dijo ella. Le contestó con frialdad, secamente, como si estuviera tratando con un chico caprichoso.
–¿Ausente dónde?
–Ausente –le dijo–. Decí eso.
Ella tuvo la certeza de que él seguía en Buenos Aires.
–Estás por aquí.
–Puede ser –dijo él.
La respuesta era tan irritante que ella, furiosa, se empezó a reír.
–No te puedo explicar ahora, Carmen. Un hecho trivial.
Estaba harta de las excusas de su marido, de sus cambios de humor, de sus maniobras de clase baja.
Imaginó –o quiso creer– que Panizza estaba teniendo una aventura con alguna tilinga veinte años más joven. Una de esas secretarias o traductoras o coperas, infantiles y depravadas, que circulan y levantan pajarones por la city en todas las ciudades del mundo.
Al tiempo, junto con el desconcierto, empezó a tener la sensación de que tendría que haber sido más buena con él, menos exigente, tal vez menos irónica. Lentamente se dio cuenta de que lo quería y lo extrañaba, no era cierto que lo menospreciaba, se había hecho solo, había llegado de la nada a un lugar destacado.
Panizza era minucioso y ordenado, no era alguien del que pudiera esperarse una sorpresa. Pero la sorprendió darse cuenta de las pobres huellas que deja un hombre cuando muere o abandona imprevistamente el lugar donde vive. No se había llevado nada, ni su ropa, ni el dinero del banco, ni siquiera los objetos que habían sido siempre sus manías: los prismáticos que habían sido de su abuelo, la libreta con el número de sus cuentas en el extranjero, la foto de su hijo, el pasaporte.
–Había dejado el pasaporte –remarcó la mujer.
Esa noche llamó a la policía, luego de algunas discretas averiguaciones, el inspector le mostró unas fotos y ella reconoció a su marido de joven. Desde entonces nadie supo más nada del Ingeniero.
De las hipótesis posibles, la verdadera resultó la más sorprendente. Un hombre abandona a su familia, su posición, el dinero que tiene en el banco y cambia de vida o desaparece. Ella pensó que se había fugado y en un sentido esa presunción era cierta. No había adoptado la identidad de otro, había olvidado su propia identidad.
Podemos imaginarlo quizá disfrazándose, aunque no era fácil porque tenía un leve estrabismo disyuntivo, sus ojos miraban hacia los costados y eso le daba un aire vagamente enfermizo. No debe haber cambiado de profesión, pronosticaban, quizás algún desvío pero no demasiado ajeno a la ingeniería y a la industria.
Hasta que un día se revelaron, en parte, las razones del cambio. Panizza había estudiado ingeniería en Santa Fe y alguien había logrado identificarlo, sí, era Panizza, el bizco –el Virola– Panizza. Venía de Tostado, un pueblo del interior de la provincia, donde tenía una novia con la que iba a casarse y que todavía lo debe estar esperando. Lo recordaban como un muchacho alegre, el único rasgo que parecía conservar de aquel tiempo era su facilidad para las matemáticas y su afición por la pesca. También entonces había desaparecido. Dejó la pensión, dijo que iba a Buenos Aires por unos trámites, abandonó todo y no apareció más.
Nadie supo en aquel entonces por qué lo hizo. Dio sus últimas materias, visitó a su novia y luego desapareció. También en ese momento –según la policía– llamó por teléfono y dijo que dijeran que iba a estar ausente un tiempo. Pero nunca volvió. Muchas veces los estudiantes se comprometen con su novia de pueblo y no pueden romper el compromiso y se fugan.
Apareció como si fuera otro, con un pasado oscuro que nunca quiso aclarar y rápidamente subió hasta dirigir la UIA. Nunca tuvo empresas propias, siempre fue gerente o director de las ramas de investigación. Empezó en Massey Harris y así llegó a la Metálica Fergurson y luego fue director general de Aluar.
–¿Por qué lo hizo?
El comisario Croce había pasado años investigando a los hombres –y a las mujeres– que tienen –o “llevan”, pensó– una doble vida. El mismo, varias veces, se había infiltrado en las bandas de cuatreros y se había comportado durante meses como uno de ellos y había arreado en la noche una tropilla de caballitos de polo, y los había vendido en la feria donde se remataba ganado alzado, y luego había pasado la noche jugando a la taba con plata robada. Y se había emborrachado con ellos y había ido a los prostíbulos ambulantes que circulaban con sus grandes carromatos por la pampa, llevando a las alegres mujeres de la vida, que fumaban cigarros y se reían entre ellas, como si los hombres no existieran. Ellas, esas muchachas, también llevaban una doble vida y eran, o hacían, de vistosas y viciosas, chicas –o loras– ligeras de cascos, aunque también en su vida secreta eran mujeres abnegadas, que guardaban en una caja de galletitas la plata que habían ahorrado para mantener a sus hijos, que vivían con nombres cambiados, en un carísimo internado religioso.
Había pensado varias veces el comisario que de ese modo, imaginaba hasta sus últimos detalles esas conductas, para poder asir el perfil posible de los hombres –y de las mujeres– que vivían una vida paralela. Aunque a veces pensaba que la identidad usada como coartada –por ejemplo en su caso, hacer de comisario– era en verdad su vida falsa y que la otra era en realidad más intensa y más verdadera.
Croce sabía adaptarse al disfraz y podía vivir meses como si fuera otro, mas libre porque tenía que seguir la letra del personaje que interpretaba y entonces había dicho lo que había que decir en cada ocasión, como si otro hablara por él. Un hombre taimado y procaz, eso fingía que era él, capaz de matar a quien se opusiera a sus deseos siempre cambiantes y contingentes, un hombre maldito o maldecido, del que se sentía cerca, como si esa versión de sí mismo lo estuviera esperando, junto a él. ¿Pero quién era él? Un policía de provincia y por lo tanto, una figura tan irreal como la del ladrón cuyo juego él jugaba. Para resolver un crimen, había que ser capaz de pensar con la cabeza del criminal y vivir en él para saber en qué encrucijada del camino podía esperarlo.
Convertirse en otro era, entonces, uno de los métodos de deducción del comisario Croce, y lo puso a prueba en 1968 en ese caso. Reconstruyó los elementos y los indicios que resultaban de la investigación. Un industrial que formaba parte de la élite económica del país había desaparecido de pronto. El hombre se había perdido en la noche y el comisario fue el único que sospechó que llevaba una doble vida. Entonces siguió ese rastro –esa corazonada– y en la jefatura en La Plata le dieron vía libre; podía usar todos los medios disponibles para descubrir el paradero del sujeto en cuestión.
–Es un caso delicado, con posible implicancia política. Por el momento no hay una causa, la justicia no está al tanto. Hay que moverse con cautela y mucha discreción –dijo el jefe.
Lo asignaron a la sección extraviados de la repartición y Croce se dispuso, contento, a actuar en la sombra, camuflado y alerta. El área de trabajo era muy sensible, porque buscaban personas perdidas, habitualmente se trata de ancianos que se pierden, salen a la calle y se olvidan quiénes son, también hay chicos que se escapan de la casa o muchachas que se fugan con un gavilán. Se publican avisos en los diarios y se pegan carteles con la foto y la descripción de la persona buscada, en las oficinas de correo, en las estaciones de tren, y en otros lugares concurridos. No se los detiene, sólo se los localiza. Croce decidió seguir un pálpito –como llamaba a su método de inferencia silogística– y disfrazarse de isleño y tantear el terreno, siguiendo el rastro de la tarjeta que había encontrado en la casa de Panizza. Había pasado muchos veranos en la laguna grande cerca del pueblo, para escapar de la rutina y hacer vida filosófica, como decía. Dormía al aire libre y así podía pensar tranquilo, en la noche estrellada, mirando el fuego en un claro del monte. Se llevaba bien con el agua, como decía, varias veces había recorrido en bote la ruta encadenada de las lagunas del sur de la provincia y ahora se dispuso a volver a internarse en los caminos abiertos de la naturaleza. Iba a moverse como si fuera un baqueano en el Delta, disimulado, para que no se volara el pajarito.
Vestido con ropa de trabajo muy baqueteada, con botas de goma y sombrero de paja, Croce remontó en bote el río Sarmiento y siguió por el Paraná de las Palmas hasta llegar a la hostería El Tropezón. Amarró el bote en el muelle y cruzó el jardín. Estaba amaneciendo y el lugar parecía cerrado. Un perro negro salió del fondo y empezó a ladrarle.
–Tranquilo chucho –le dijo Croce y le palpó el lomo.
En ese momento un individuo, una especie de pigmeo, se asomó por la puerta y luego de llamar al perro con un chiflido perentorio, se acercó a Croce. Estaba reducido a lo esencial y parecía vivir en otra escala; era tan diminuto y envarado, que por un momento el comisario pensó que estaba soñando. Era el Sereno, y Croce le preguntó por su amigo El Bizco, al que andaba buscando por un negocio. El hombrecito, luego de una pausa interminable, le dijo con voz aflautada que le parecía haberlo visto ir hacia la isla La Lucha. Había venido a buscar un teléfono para llamar a la capital. El pigmeo era medio marrón, como recién salido del horno, y se movía y hablaba con extrema lentitud. “Como si fuera un muñequito mecánico al que se le está acabando la cuerda”, pensó el comisario.
Croce se fue remando por el Paraná de las Palmas y salió al Capitancito, y desembocó en el aguaje del Durazno y de ahí subió hasta el arroyo Ciego cerca del grupo de islas que formaban una cadena en el borde del Río de la Plata. En la isla principal estaba el astillero del Francés; era el más importante de la región y ver el edificio oscuro y los diques con barcos abandonados y cascos a medio calafatear, imponentes bajo el sol, justificaba –sonrió Croce para adentro– su viaje por esa tierra perdida. Fue ahí donde lo encontró.
–¿A Panizza?
–Creo que era él.
Le hablaron del mecánico que desde hacía meses se ocupaba con gran eficacia del mantenimiento de todas las máquinas. Le decían el Preso, nadie sabía bien por qué lo llamaban así. Lo habían visto aparecer una tarde, por el río, en una canoa, sofocado y hambriento. Era una chalupa en realidad, uno de esos botes salvavidas de los barcos que navegan por el río, pero los leñadores y los trabajadores al ver que se llamaba Solano López, imaginaron que era el bote del barco que transportaba los presos desde Asunción por el río Paraná. Pensaron que se había escapado de la cárcel y empezaron a llamarlo así, cuando ya trabajaba como ninguno y vivía encerrado en su barracón. Al principio casi no hablaba, se dedicó a arreglar el bote y en dos días parecía nuevo.
El comisario se hizo llamar El Bagre y dijo que era un nutriero y se quedó esa tarde a tomar unos mates con los peones y a recoger información.
–Muy buen tornero. No prueba el alcohol ni busca mujeres, pensamos que era medio evangélico, pero no. Un mozo inteligente, hábil como un mago con las manos, parece leído pero habla poco, y es medio raro. Dijo que venía de Santa Fe y que se conchababa de mecánico y se quedaba donde había trabajo, siempre cerca del río.
–Para poder escabullirse –dijo un viejo con cara de zorro.
–Se va unos días pero siempre vuelve –dijo uno de los peones, un paraguayo con la cara picada de viruela.
–Lo voy a esperar –dijo Croce–. Le traje una plata que le debía.
Las grandes máquinas en medio del monte y al costado del río le daban al astillero un aspecto fantasmal. Los peones se dispersaron y el siguió en el claro, a la sombra, solo, sentado sobre un banco. Era la hora de la siesta y estaba aturdido por el calor. Se adormeció y lo despertó un grito que llegó de la orilla del río.
–Ahí llega el Preso.
El comisario escuchó primero un ruido que venía del monte, una rama rota y pisadas en el barro y después le pareció escuchar una música a lo lejos y también la sirena apagada de un buque y entonces vio aparecer al hombre entre los matorrales. Alto y rubio, con el pelo color ceniza hasta los hombros, venía hacia él, descalzo y con el pecho desnudo, vestido con un pantalón blanco y gorra de marinero. No dijo nada y no saludó, se sentó en un tronco y miró a Croce con indiferencia. Sacó una bolsita de tabaco y armó un cigarrillo usando sólo la mano izquierda, con la habilidad y rapidez de un ilusionista que hace trucos moviendo los dedos con delicada elegancia. Tenía las manos sucias de grasa, y no sólo era bizco, sino que cada ojo era de un color distinto. Había visto varias fotos del prófugo y lo reconoció a primera vista.
–¿Se acuerda de mí? –mintió Croce, tanteándolo–. Usted es Panizza.
Con gran placidez, le respondió, muy sereno como quien atestigua bajo juramento.
–Puede ser.
Después le pareció escuchar que decía en un murmullo leve. “Pensar, pensar, no hay que pensar. Si no destruimos el pensamiento, el pensamiento nos destruye”, pero cuando se inclinó hacia él y le preguntó qué había dicho, sólo dijo:
–No confirmo ni desmiento.
La mirada estrábica, las manos como pertenecientes a otro cuerpo, agrandadas por el trabajo manual, encallecidas en algunos lugares, suaves y blancas en otros. Panizza se las miró como si fueran objetos extraños.
–Me acuerdo –dijo–, de los obreros de la comuna a los que detenían en París, les tocaban las manos y así los idenficaban antes de fusilarlos. Fumó, abstraído, el sol brillaba en lo alto y la claridad era un fuego.
–La comuna, sí –dijo Panizza–, los insurrectos disparaban contra los relojes de la ciudad, todos los relojes de París quedaron inmoviles...
–No se puede mantener esa luz prendida –dijo de pronto–. Los botes chocan contra el muelle.
Había logrado tirar un cable por tierra hasta el borde del murallón y ahí había puesto un farol. Se levantó y fue a arreglar el cable. Cuando volvió, se sentó otra vez.
–La organización del tiempo y no el invento de la máquina de vapor son la clave del capitalismo –dijo sosegado.
Conversaron un rato, sobre los beneficios de vivir cerca del río y sobre el porvenir de las islas y sobre maquinarias y barcos. Pensaba que si hacían diques en la desembocadura del Paraná se podría mejorar el tráfico e impedir las inundaciones. Describió en detalle, haciendo dibujos en la tierra con un palito, y siguió un rato más mostrando la clase de diques y el tipo de motor necesario y al final se perdió en unas divagaciones electromecánicas. Luego se quedó callado, y con una navajita de bolsillo empezó a tallar las ruedas dentadas de un engranaje hipotético. Abstraído, parecía estar ausente. Entonces Croce lo encaró.
–Mire, ingeniero, no hay orden de captura sobre usted, sólo hay preocupación en su familia y en su profesión. Soy el comisario Croce, de la sección extraviados de la Federal, me gustaría llevarlo de vuelta a la capital.
Panizza sonrió y negó resignado, moviendo la cabeza.
–No afirmo ni desmiento. Soy y no soy –dijo y se levantó–. No creo que haya orden de captura, no hay delito si un hombre se cansa y quiere vivir tranquilo, lejos de todo. ¿Quién se lo puede impedir? Vuelvo en unos días, voy hacia la isla Nutria –agregó y empezó a alejarse.
Tenía razón, no había venido a detenerlo, sino a buscar una explicación que tranquilizara a la mujer y a su hijo y poder así cerrar el caso. Por eso Croce, para usar una metáfora acorde con la región, tiró la línea, dejó las boyitas rojas flotando en el río, como si quisiera pescar al fugitivo, y se fue. Se instaló en El Tropezón, pasaba largas horas charlando con el hombrecito, al que todos llamaban el Sereno y también don Eliseo. Era paraguayo, tenía el pelo teñido y hablaba en un lenguaje incomprensible donde se mezclaba el guaraní con el castellano. Conocía como nadie la región.
Una semana después, cuando Croce volvió a la isla La Lucha, Panizza ya no estaba ahí. Prefirió irse. Se metió en el monte y salió por los bajos, del otro lado del astillero, en una zona de pantanos donde el río se achicaba entre los camalotes bravos y enfiló para el lado de Tres Pozos. Iba en bote, por el Alto Paraná hacia el norte.
Había dejado todo, ni siquiera cobró la quincena. En lo hondo de la isla, en el monte, en un claro, a unos cien metros del muelle, se extendía el barracón de las herramientas, donde él había instalado su covacha, en un cuarto que terminaba en un paredón ciego horadado por una ventana con rejas. Un tejido de cuerdas en la entrada formaba una red que parecía una defensa. Los muros que se extendían a cada lado carecían de ventanas. Por eso también lo llamaban como lo llamaban, el Preso, aunque el Francés le decía Don Diego y lo trataba con respeto. Ahí vivía, en un jergón, con unos cajones esqueléticos para guardar sus propiedades.
–Se voló no bien lo vio aparecer a usted, comisario –dijo el Francés. Y se quedó un momento abstraído con aire de tristeza en la cara–. Le aseguro que ese hombre impasible, y escéptico que se alejaba remando encorvado, hacia lo más oscuro de la selva, era grandioso en su idea fija y su tranquilo desprecio de cualquier convención –o posesión o identidad– que no se sometiera a su férrea, invicta e inexplicable voluntad de huir.
Estaban en una oficina que parecía el camarote de un barco, con ventanucos circulares que daban al río; así conversaban Croce y el Francés, tomando ginebra mientras caía la noche. El Francés también tenía una historia como tantos otros que se pierden en la orilla de los grandes ríos, seguros de que la correntada los llevaría lejos cuando hiciera falta. Se habia negado a pelear en Argelia y era un desertor del ejército francés, con captura internacional, se había escondido en el Delta, cerca de la frontera con Paraguay y a un paso de Colonia, del otro lado, en la Banda Oriental. Había montado el astillero con plata de su familia y con la experiencia que le había dado el haber nacido en Saint Nazaire en un enclave marítimo sobre el océano Atlántico.
–Hay hechos que no tienen explicación o que tienen una explicación tan evidente que no vale la pena anunciarla –prosiguió el Francés–, yo lo quería a ese hombre, tan educado y tan hábil, se refugió aquí, lejos de todo y nos hicimos amigos, si podemos llamar amistad al trato con una persona tan solitaria y tan desesperada.
Mirando al río, el Francés fue reconstruyendo la historia para Croce y también para sí mismo. Panizza se la había contado como si quisiera que alguien conociera la verdad de su vida –“El escéptico más escéptico que he visto nunca”–. A medida que el Francés le contaba la historia, Croce se sentía más desorientado. Panizza era un topo, un agente encubierto, un espía infiltrado en los círculos de las finanzas y de la industria. Era un militante revolucionario haciendo trabajo sucio y obteniendo información en las altas esferas del empresariado argentino. Lo habían reclutado en Santa Fe cuando estaba terminando la carrera, activaba en el movimiento universitario y era un hombre de izquierda. Vieron algo en él y lo convencieron de la importancia de ser una pieza secreta en el ajedrez político de la Guerra Fria. Lo mandaron a Moscú donde pasó un año adiestrándose como cuadro clandestino de la Internacional Comunista. Volvió a la Argentina y empezó su doble vida. Se había casado con una mujer a la que necesitaba como coartada. No la quería y tampoco soportaba los ambientes en los que frecuentaba. Había vivido una vida falsa, con amigos que no le importaban y representado el papel de un miembro de la clase dominante, con sus prejuicios, su forma de hablar, sus diversiones y sus contactos. Una vez cada tanto viajaba a Uruguay y en un departamento alquilado con nombre falso, en Piriápolis, se reunía con un camarada del partido, con el que por fin podía hablar y decir lo que pensaba. Le pasaba información y escuchaba los informes del Partido Comunista sobre la situación política. El resto del tiempo tenía que decir lo que no pensaba, hacer de cuenta que era un canalla, un hombre ambicioso dispuesto a todo. Entonces cuando se desató la polémica entre los rusos y los chinos, su mundo se vino abajo. Los maoístas demostraban que la Unión Soviética era un país imperialista, que había traicionado toda las banderas por las que Panizza había dado su vida. Era un leninista obligado –en defensa de la causa del socialismo y la revolución– a vivir como un burgués. Cuando comprendió que las razones de su vida habían sido traicionadas por los dirigentes en los que confiaba, se vino abajo y escapó dejando atrás su vida acomodada y ficticia.
–No tenía otra opción –dijo el Francés–, se escondió de sí mismo, la sensación de haber vivido equivocado no le dejó salida.
–Se convirtió en un fugitivo –dijo Croce–, escapaba de los días inútiles.
–No tenía a dónde ir y ya no pudo vivir en la superficie.
–Buscó el agua –dijo Croce–, buscó la fluidez y escapó de la tierra y de los hombres.
–No podía soportar el recuerdo.
–Trataba de no pensar –dijo Croce.
–Remontó el Paraná, busca llegar a Corrientes
–El impenetrable –dijo Croce, y se quedó pensando.
Entonces el Francés desplegó un mapa y los dos imaginaron el itinerario del prófugo. Había entrado por el río Bermejo hacia el norte, se metió en el monte, enfiló para el lado de El Sauzalito, un paraje que está sobre la margen chaqueña del río Teuco.
–En realidad son poblados o ranchadas que siempre han sido afectadas por grandes inundaciones, es zona de pueblos nativos donde conviven los “hombres de frontera” –dijo el Francés.
–El Impenetrable en su vastedad comprende todo el norte chaqueño hasta tocar la margen del Bermejo.
–En ese desierto verde se extraviaban los pilotos de pequeñas aeronaves, desorientados por la falta de referencias visuales.
–¿Cómo encontrar a alguien refugiado en su interior, cómo y para qué buscarlo en esa inmensidad?
–Lo veo –dijo el Francés–, armando una guarida en el corazón de la tierra de nadie.
–No quiso matarse –dijo Croce–, porque eso hubiera sido admitir que su derrota era definitiva.
–¿Le queda alguna esperanza? –preguntó el Francés.
–Ninguna –dijo Croce–, ni la más mínima ilusión.
–Estaba hundido –dijo el Francés.
–Para sí mismo –dijo Croce–. Un hombre que detesta su pasado.
–Tiene memoria –dijo el Francés.
–Pero está destruida –dijo Croce–. He conocido hombres cuyos recuerdos eran insoportables pero siempre tenían en un rincón algunos hechos que les permitían sobrevivir.
–Pero él no –dijo el Francés–, no había en su vida un acontecimiento del que pudiera sentirse orgulloso.
Siguieron imaginando los días y las noches del hombre más desesperado que habían conocido.
–Vivía las derrotas políticas de la clase obrera como parte de su biografía personal.
–Un hombre histórico –dijo el Francés.
–La historia lo ha traicionado –dijo Croce–, vivió en carne propia la catástrofe del socialismo. No le quedó nada.
–Nada de nada.
–Sólo el agua.
–Los ríos, las islas perdidas.
Croce volvió remando a la civilización, no terminaba de entender las razones de la historia, esa cuestión de chinos y soviéticos no entraba en su cabeza peronista, lo excedía, sin embargo comprendía bien al hombre, al ingeniero que había vivido una existencia equivocada. No soy el que soy, decía –pensó el comisario–. No niego ni afirmo, decía. Oh Panizza, oh la vida traicionada.
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