Sábado, 9 de enero de 2016 | Hoy
Por Elvio E. Gandolfo
Mirá: al tipo (o sea: al rey) se le había puesto una cara como de jugador de poker, pero mal: se había quedado sin ganas, jovato, desinflado, callado. Las moscas le aterrizaban en la mejilla, y él no las espantaba. Tenía frío todo el tiempo, y lo tapaban con ponchos, con cobijas, y seguía teniendo frío. Y un yugador (o sea: un siervo) lo mira bien y opina: dénle una mina joven, virgen, dicharachera, que lo caliente, o sea una sunamita (que parece que para eso eran del mejor palo). Y el rey (el tipo) quedó abrigado, bien, pero todavía con cara de nada, sin meter mano, nada. Y viste cómo es: cuando un rey se pone así, medio boludo, siempre hay uno que quiere aprovechar. Así que un tal Adonías se sacó por completo y dijo: me rebelo, me junto con cincuenta tipos que corran adelante mío, a caballo, gritando, y mato un montón de animales gordos, y hago un gran asado y con mucho ruido, mucho vino y mucha onda, me hago rey.
No es tan fácil: vos sabés. Betsabé, una de las minas del rey, tenía de hijo a Salomón y entró hecha una furia, a hacerle recordar al tipo que él había prometido que Salomón iba a ser rey y resultaba que no: que Adonías ya estaba reembalado, dando el trono por ocupado. No le vino mal a Betsabé que un momento antes de entrar a la sala del rey se le sumara Natán (no Pinzón: un chanta de la época), porque, ducho en esas cosas, le armó un poco el teleteatro. Entrá vos, le dijo, y contale tu calentura al rey (que se llamaba David), y tras cartón entro yo y armo un poco de bardo. Así lo hicieron, y el tipo (el rey) abrió los ojos grandes como carozos y dijo: Qué increíble, no sabía nada de todo esto; tenés razón, tenés razón: el rey será Salomón. Explicó que Jehová (o sea Dios) siempre había tenido muy buena onda con él, y que él no tenía por qué andar bardeando a sabiendas. Betsabé quedó encantada, como loca: cayó de rodillas ante el rey y le dijo que sabía que él era bueno, que gracias, muchas gracias.
Mientras tanto, en el gran asado, los cincuenta tipos y Adonías oyen un kilombo infernal: que trombones, que gritos de hurra, que flautas y tambores. Y alguien le chimenta: mirá, David eligió de rey a Salomón, ya están festejando, así que fuiste. Y tras cartón otros amigos le descerrajan un montón de nombres de sacerdotes, milicos y toda la milonga, recién designados, así que se da cuenta de cómo viene la mano, y dice: “Bueh, está todo armado, hora de borrarse”. Y felicita a Salomón, sin muchas ganas, y hace molde, saluda y se va.
En seguida toda la gente de la vecindad se cuelga del éxito y dice: Ojalá que Salomón sea más grande que vos, oh, rey David. Y de hecho Salomón empieza a hacer lo que tiene que hacer, y va barriendo un enemigo atrás del otro, pin, pan, pun. El tipo (el rey), por otra parte, termina de recorrer su espinel y, decían en la época, se va a dormir con los padres, o sea que se murió, porque si hubieran seguido vivos, los padres a esa altura tendrían como ciento cincuenta años. Y Salomón sigue y sigue. Igual que su padre (el tipo, el rey, David) se sentía totalmente bancado por Jehová, o sea Dios. Mirá: yo a aquel Dios, a Jehová, me lo imagino distinto que al del Nuevo Broli. Este era más bien remilgado, complicado, lleno de misterios, por usar una palabra vieja, mirá lo que te digo: era un poco dandy, un poco petimetre; daba la sensación de que a veces estaba y a veces no estaba. Le decía al Cristo, por decir algo, serás mi hijo. Y después iba y lo dejaba colgado en la cruz, no le hablaba, el pobre hijo tenía que preguntarle por qué carajo lo había abandonado. Y ahí reaccionaba, pero apenas un poco, tipo liberal, tipo peli de Hollywood facilonga.
En cambio el del Antiguo Broli no tenía nada que ver. En esas páginas (o tabletas, viste: lo que se usaba entonces) nunca lo describen pero suena pesado, denso, ancho, alto (digo yo como cosa mía): muy existente. Y se la pasaba presionando: ojito, que si no me hacen caso, van a pasar cosas muy jodidas. Y si lo clavaba, es un decir, a Job, el tipo terminaba diciendo “¿Nunca acabará mi mala suerte?”, y él no le contestaba nada, y vos hasta podés imaginar que se divertía con esas cosas, porque sí, de puro Dios, sin andar pensando en el público, la imagen o la carrera. Cuando aparecía y hablaba, salvo alguna vez en que pasaba a ser un pasto ardiendo (truquero el hombre), yo me lo imagino como una cara muy enorme, digamos el alto de un edificio, que se les aparecía a los tipos (David, Salomón, de vez en cuando alguna sunamita) con una expresión cálida y al borde al mismo tiempo de la furia o la carcajada. Y que cuando hablaba, las palabras te envolvían como grandes sábanas, grandes frazadas: nunca dejabas de entender muy bien qué te decía. Y muy de vez en cuando, se ponía confianzudo y guiñaba en silencio uno de sus ojos enormes, campechano, como diciendo, sin decirlo: “Vos me entendés, no tengo que andar explicando nada, por algo sos del Pueblo Lo Más, del Pueblo Elegido”.
Tuvo sus largas charlas con Salomón aquel Dios de entonces, siempre dándole manija, apoyo, aunque advirtiendo: “Ojo, ojo, que si te me vas con otros dioses” (porque había un buen stock en ese entonces), “yo te bajo la persiana, y ahí te quiero ver.” Y Salomón, a quien le gustaba cada vez más ser un rey memorable, superar, como le habían deseado, a su padre David, prestaba atención y combatía, pensaba, opinaba, juzgaba. Terminó armándose una bola de apoyo total, irrestricto de la gente, tipo Maradona: pasaba simplemente caminando y la gente se prosternaba, se desmayaba de pura fascinación, le decía (o les decían a otros): “¡Ahí va! ¡Salomón! ¡Qué maestro!”, “¡Salomón, Salomón! ¡Es el uno y no hay otro!”, “Salomón: qué jugador.” Este último era un viejito muy viejito (igual que hoy, en ese entonces la época estaba llena de viejitos mal comidos), al que ya no le daban las fuerzas para andar empleando signos de admiración.
Mirá que no la tuvo refácil: siempre había tipos conspirando, jodiendo, o como dice el Antiguo Broli: “asiéndose a los cuernos del altar” cosa que, te soy franco, nunca entendí ni entenderé qué quiere decir exactamente. Para esos tipos no había afloje ni perdón. Tenía un colaborador eficiente, Benaia, a quien le decía: “Andá y deciles que se doblen, o fueron”. Y si no, directamente: “Ve, y arremete contra él”. Lo que quería decir: limpialo.
Claro, cuando hacés esa limpieza, manso y tranquilo, uno tras otro, terminás con un reino que, mal que mal, funciona. Así que te da tiempo para pensar. Y pensando, pensando, se le ocurrió hacer “la casa de Jehová”. Pero tardó años, y tenía una manía tal por las medidas, los materiales, la combinación de los distintos cuartos, que te podés volver loco cuando lo leés en el Antiguo Broli. Pero aparte tenía otras dos manías (también llamadas pasiones): el oro y los querubines. Donde había un lugar vacío, ponía un querubín, o dos. Y marcaba con precisión cuánto tenía que tener el largo de los brazos, y cuánto el largo de las alas, etcétera, etcétera. Y entretanto se mataba encargando madera: que cedro, que ciprés, que olivo. Ponía tanto cedro, que “ninguna piedra se veía”. Pero una vez que estaba todo muy bien hechito con puro cedro (con apliques de ciprés, o hasta de calabazas silvestres), con lo linda que queda la madera bien cepillada, bien medida, y bien encastrada, agarraba y recubría todo de oro. En ese sentido la pasión desbordaba a todas las demás: terminaba siendo una especie de Rico McPato: le gustaba ver el oro de cerca, por todos lados. El Broli es clarísimo: dice que hizo la casa cuidadosamente y después “cubrió, pues, de oro puro la casa por dentro, y cerró la entrada del santuario con cadenas de oro, y lo cubrió de oro.” Y tras cartón te cuenta con tanta minucia cómo fue haciendo dos querubines de madera de olivo (medidas, medidas y medidas), que te asombra que al final termine en lo mismo: “Y cubrió de oro los dos querubines.”
Como es lógico terminó por ser un templo del que se hablaba en todos lados, y donde el propio Dios se paseaba como en su casa, porque de hecho lo era. Pero el tipo no descansó: empezó de inmediato con la casa de él, de Salomón. Le llevó trece años, ¿entendés?: se ocupó con prolijidad. Y cuando inauguró el templo de Jehová se mandó un speech largo y tendido, dirigido al tal Jehová, haciéndole notar hasta qué punto los dos, ahora más que nunca, estaban en lo mismo, y que seguramente Él se daría cuenta de que con un pueblo así, como el de Salomón, habría un entendimiento especial. Y a Jehová, por más calentón y medio terrible que fuera, se ve que le llegó al alma todo aquel esfuerzo y aquellas palabras, y apareció de nuevo, como tantas otras veces, e hizo un pacto con el tipo, con Salomón, y su pueblo.
Aparte de estas andanzas arquitectónicas, el rey seguía con sus actividades. Estaban sus juicios, sus dichos, las levas que hacía para bancar templos y casas así, tan caras. De lo que hablaba, quedó una troja, un libro entero de Proverbios. Y a mí se me hace que muchos de esos proverbios Salomón los decía con los ojos entornados, y con una voz a la vez muy segura y muy grave, muy baja, y de vez en cuando alzaba un dedo, más o menos recto y erguido según el tema y el tono del proverbio. Cosa que aprovecharon después muchísimos tipos con mucho menos nivel que él, pero que sabían de dónde copiar para parecer lo que no eran: sabios, gurúes, tipos que tenían la posta.
De los juicios el que más quedó fue el de las prostitutas y sus bebés: seguro que aunque nunca hayas abierto ni el antiguo ni el nuevo Broli, alguna vez lo escuchaste. Las dos dormían juntas en la misma pieza, con un bebé cada una, y por la noche a la más atorranta se le muere el bebé de ella, aplastado por ella misma, de puro boluda, y, ni corta ni perezosa, se lo cambia a su vecina (mucha sanata de somos amigas, mucha onda durante el día, pero a las primeras de cambio la recagó). Así que van las dos con el bebé vivo y el bebé muerto, y Salomón las mira mientras se mesa su sedosa barba, escuchándolas, atendiendo con los ojos entrecerrados. Y no bien le terminan el cuento, sin darles respiro, dice: “¡Ya: me traen una espada, ya! ¡Y ya, me parten al medio al bebé vivo, y ya le dan la mitad a cada una!”. Y claro: la madre no se banca que le liquiden así al fruto literal de sus entrañas, y dice: “No, no, no, está bien, que se lo lleve” (aunque haya pensado para sus adentros: “esta yegua, esta pelafustana, esta hija de puta”). Y la otra en cambio: “No, paren la máquina. El rey habló: que lo partan al medio y si mal no viene en pedacitos, que yo igual me lo llevo en una bolsita.” Y no bien terminó de disparatar, todos (Salomón, las minas, el público presente) se habían dado cuenta de quién era la verdadera madre. Aunque igual Salomón lo dijo con todas las letras, porque su voz era la ley. Y en un rincón el mismo viejito de antes, un poco más baqueteado, muy escaso de fuerzas, sacudía la mano por un tic nervioso, con los ojos como platos de admiración y asombro, y alcanzaba a murmurar, como en una cantinela: “¡Qué jugador, qué jugador!” (hasta la imaginación se le había secado bastante).
Siguió y siguió Salomón. Oí bien: gobernó cuarenta años, que para esa época era como decir ochenta o cien. Se casó con una mujer de Egipto, un país que, igual que hoy, atraía mucho a las clases altas y armaba bardos espesos con los distintos países de la época. Y tuvo cientos, sí, digo bien, cientos de otras mujeres (el Antiguo Broli te lo dice letra por letra). Hasta pasó por ahí la famosa reina de Saba, para admirarlo, y con esa cosa un poco triste de los que tienen todo, intercambiaron riquezas: ella le dio oro, piedras preciosas, y madera de sándalo, y él, aún más poderoso, “todo lo que ella quiso”. Y viste cómo es: tanta cama, tantos juicios, tantos proverbios, tanta construcción recomplicada de cedro y oro, empezó a aflojar un poquito. Te digo más: cuando leés todas esas historias no podés dejar de pensar que las amenazas tremebundas, siempre cumplidas, de Jehová eran un poco especiales. El otro, el del Nuevo Broli, Dios, insistiría un poquito más con el juego suelto de las cosas, con el albedrío como equilibrante y lubricante entre el azar y el orden. Pero en el caso de Jehová, te juro que no puedo dejar de verlo con una sonrisa medio traviesa, pero también un poco torcida, amenazando con intensidad a quien no se mantuviera en su vereda, sin andar por ahí con otros dioses, sabiendo que en realidad toda esa gente, incluso Salomón, ese maestro, ese crack, ese gran jugador, eran meramente humanos, y si estaban mucho tiempo en la máquina del poder (por así llamarle), era casi imposible que no tuvieran un renuncio de vez en cuando.
A esa altura el Antiguo Broli se vuelve metafórico y complicado en parte: por ejemplo empiezan a pensar en qué va a pasar con todo después de que Salomón estire el pie (me cuesta decirle pata al miembro de un rey tan grande), y dividen una capa en diez pedazos, dos tipos, y ya saben que uno de los dos será el único que quede salomonista, por decirlo así, solo con una parte de la capa, y el resto caerá en otras manos, por el castigo de Jehova a la inconstancia del reino salomónico.
Porque al final habían caído en cualquiera, él y los suyos, y habían adorado a Astoret, diosa de los sidonios, a Quemos, dios de Moab, y a Moloc, dios de los hijos de Amón, todos dioses (no sé: digo yo como cosa mía) con nombres medio oscuros, malsonantes, siniestrones. Y Jehová, para comparar y provocar aún más vergüenza en los castigados, recuerda el pasado brillante, como siempre que hay tipos tratando de aplicar el poder con todo: qué bueno, pero qué bueno y qué jugador y qué maestro, que había sido en realidad David, que nunca se le había ido con ningún otro dios. Aunque si hoy día vos le preguntás a cualquiera así, a boca de jarro, se acordará casi seguramente más de Salomón que de David (ojo: es posible que el nombre, solo, le suene).
Al final Salomón fue sospechando, y después viendo, cómo se le iban las cosas de las manos (o los enemigos, como un tal Jeroboam, que se rebeló y se fue al inefable Egipto, a esperar que Salomón reventara de una buena vez –”loco”, debe de haber dicho el tipo, “van casi cuarenta años. ¡Es demasiado!”–). Aunque el Antiguo Broli te lo dice con una fórmula que ya te conté. Dice: “durmió Salomón con sus padres”. Y como ya leímos las páginas anteriores, y sabemos que David, su padre, hace mucho que se murió, a pesar de las sunamitas y todo, entendemos perfectamente que también Salomón ha muerto. Por más rey (o hasta Jehová) que seas, llega un momento en que te llega la fatiga de materiales toda junta, y sonaste. Y aquí la corto.
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