Mar 19.02.2008

VERANO12 • SUBNOTA

GEORGE ORWELL X CHRISTOPHER HITCHENS

› Por Christopher Hitchens

Sir Victor Pritchett, como fue nombrado más tarde, fue uno de los muchos que situaron a Orwell entre los “santos”, aunque como miembro secular de esa comunión. Una vez más nos vemos confrontados con la frugalidad y con el espectro de la abnegación, y no con el escritor profano y humorístico que dijo –de Mahatma Gandhi– que a los santos siempre hay que considerarlos culpables hasta que se demuestre lo contrario. En referencia a otro celebrado y supuesto puritano, Thomas Carlyle escribió acerca de su Cromwell que había tenido que arrastrarlo desde abajo de un montón de perros muertos y vísceras antes de poder presentarlo como una figura merecedora de una biografía. Esta no es una biografía, pero a veces me siento como si hubiera que arrancar a George Orwell de una pila de tabletas de sacarina y pañuelos húmedos; un objeto de veneración enfermiza y elogios exagerados y sentimentales, empleados para embrutecer a los niños en las escuelas con una rectitud y pureza insufribles. Esta clase de tributos son muchas veces rochefoucaulianas que sugieren un ajuste de cuentas entre el vicio y la virtud; y también los trucos de una conciencia intranquila. (Fue Pritchett, después de todo, el que atacó de manera vulgar los partes peligrosamente veraces de Orwell, desde Barcelona, cuando escribió en 1938 que “hay muchos argumentos sólidos para mantener a los escritores creativos fuera de la política, y el señor George Orwell es uno de ellos”.)

Hubo muchos “escritores creativos” de gran perfil político en el período que transcurre entre Sin blanca en París y Londres (1933) y 1984 (1949). Si aceptamos limitarnos al mundo anglohablante, nos encontramos con George Bernard Shaw, H. G. Wells, J. B. Priestley y Ernest Hemingway como los que más sobresalieron entre ellos. Y por supuesto estaban los poetas, el grupo reunido bajo el burlón nombre de “MacSpaunday”, que es la combinación de los nombres de Louis McNeice, Stephen Spender, W. H. Auden y Cecil Day Lewis. (El apellido combinado omite el del mentor del grupo, Edward Upward, sobre quien Orwell también escribió.) De todas formas, puede decirse con bastante seguridad que las declaraciones políticas de esos hombres no resistirían una reimpresión en la actualidad. Algunos de sus pronunciamientos eran estúpidos o siniestros; otros eran sencillamente tontos o crédulos o frívolos. Sin embargo, y como notorio contraste, en los últimos tiempos se ha demostrado que es posible reimprimir todas las cartas, reseñas bibliográficas y ensayos compuestos por Orwell sin exponerlo a ningún descrédito. (Hay una discutible excepción a este veredicto, que tengo la intención de analizar por separado.)

Sería demasiado simple decir que los caballeros antes mencionados, al igual que muchos otros en la actividad del mero periodismo, eran susceptibles de ser seducidos y tentados por el poder mientras que Orwell no. Pero sería acertado decir que ellos contaban con ver su trabajo impreso mientras que él jamás fue capaz de escribir nada con esa confianza. Por ello, su vida como escritor fue, en dos aspectos importantes, una constante lucha: primero por los principios que sostenía y segundo por el derecho a dar testimonio de ellos. Jamás quiso que se pensara que había diluido sus opiniones con la esperanza de ver su nombre difundido entre los clientes que pagaran; esto sólo es una pista de cuáles son los motivos por los que él todavía importa.

De todas maneras, la imagen de un literato esclavo de su tedioso trabajo en una buhardilla, que considera que su fracaso es señal de sus elevados principios, es excesivamente familiar y Orwell se burló de ella con bastante minuciosidad en su novela Keep the Aspidistra Flying. Su valor para el siglo que acaba de terminar, y por lo tanto su status de figura de la historia tanto como de la literatura, se deriva de la extraordinaria importancia de los temas que “asumía”, con los que permanecía y jamás abandonaba. En consecuencia, por lo general utilizamos el término “orwelliano” de alguna de las dos formas siguientes. Describir una situación como “orwelliana” equivale a implicar una tiranía aplastante, temor y conformismo. Describir una obra literaria como “orwelliana” es reconocer que la resistencia humana a esos terrores es irreprimible. Nada mal para una vida corta.

Los tres grandes temas del siglo XX fueron el imperialismo, el fascismo y el estalinismo. Sería vulgar sostener que esas “cuestiones” tienen interés histórico sólo para nosotros; han dejado como legado la totalidad de la forma y el tono de nuestra era. La mayoría de los que integraban la clase intelectual estaban fatalmente comprometidos por su acomodamiento a una u otra de esas estructuras de inhumanidad hechas por el hombre, y algunos a más de una. (Sidney Webb, coautor junto a su esposa Beatrice del notorio volumen Soviet Russia: A New Civilization? [La Rusia Soviética: ¿una nueva civilización?], que en su segunda edición perdió los signos de interrogación justo a tiempo para coincidir con las Grandes Purgas, se convirtió en lord Passfield en el gobierno laborista de Ramsay MacDonald de 1929, y en calidad de tal actuó como un secretario colonial excepcionalmente represor y pomposo. George Bernard Shaw consiguió ser estúpidamente indulgente tanto con Stalin como con Mussolini.)

La decisión de Orwell de repudiar el imperialismo irresponsable que había provisto la manutención de su familia (su padre era ejecutivo en el degradante comercio de opio entre la India británica y China) puede ser representada como edípica por aquellos críticos que prefieren esas vías de análisis. Pero fue un repudio muy exhaustivo y, para esa época, muy avanzado. No sólo tiene una fuerte presencia en uno de sus primeros artículos publicados –una nota sobre el modo en que las tarifas británicas estaban causando el subdesarrollo de Birmania, escrita en 1929 para el periódico francés Le Progrès Civique– sino que también impregna su primer libro verdadero, Sin blanca en París y Londres, y formó el subtexto de su primera contribución al New Writing de John Lehmann. Orwell puede o no haberse sentido culpable por la fuente de ingresos de su familia –una imagen recurrente en su famoso retrato de la misma Inglaterra como una familia con una conspiración de silencio respecto de sus finanzas–, pero no cabe duda de que llegó a ver la explotación de las colonias como el secreto sucio de toda la iluminada clase dirigente británica, tanto del sector político como del cultural. Esta visión, también, le permitió observar ciertos elementos de lo que Nietzsche había denominado como la relación “amo-esclavo”; su ficción manifiesta una conciencia continua de los horribles placeres y tentaciones del servilismo, y muchas de sus escenas más vívidas habrían sido inconcebibles sin ella. Nosotros, que vivimos en el cálido resplandor crepuscular del poscolonialismo y en la apreciación suficiente de los estudios poscoloniales, olvidamos a veces la deuda que tenemos para con su insistencia pionera.

Orwell, que se mantuvo fiel a lo que había aprendido a través de su experiencia colonial y a la forma en que lo había confirmado en su estancia entre los siervos internos del imperio moderno (como uno podría imaginarse a los oprimidos y marginados en el París y Londres de esa época), estaba en mejor posición para opinar, tanto visceral como intelectualmente, sobre los imperios del nazismo y el estalinismo. Entre muchas otras cosas, señalaba una educada compasión por las víctimas y en especial las víctimas raciales; se había vuelto sensible a la hipocresía intelectual y estaba bien sintonizado para captar los ruidos invariablemente tétricos que ésta emite. En otras palabras, él ya era un experto a la hora de detectar las excusas corruptas o eufemísticas con que se justificaba el poder inmerecido e irrestricto.

Es extraño que sus polémicas con el fascismo no se encuentren entre sus mejores o más recordadas obras. Parece que había dado por hecho que las “teorías” de Hitler, Mussolini y Franco eran la destilación de lo más odioso y falso en la sociedad que él ya conocía: una suerte de satánica suma de arrogancia militar, individualismo racista, matonismo escolar y codicia capitalista. Su descubrimiento particular y especial fue notar la frecuente connivencia de la Iglesia Católica Romana y de intelectuales católicos con esta orgía de crueldad y estupidez; alude a ella una y otra vez. En el momento en que escribo esto, la Iglesia y sus apólogos están justo empezando a efectuar sus tardías expiaciones por ese período.

Parece que Orwell, que había sido uno de los primeros voluntarios en España, consideraba axiomático que fascismo quería decir guerra (en ambos sentidos del verbo “querer”) y que había que unirse a la batalla (en ambos sentidos de ese término) lo más pronto y con la mayor decisión posible. Pero fue cuando estaba en ese frente que llegó a entender el comunismo, y a partir de ese momento dio comienzo a un combate de diez años con los partidarios de esa doctrina que constituye, para la mayor parte de las personas de hoy, su legado moral e intelectual. No obstante, sin una comprensión de sus otros motivos e impulsos, ese legado es decididamente incompleto.

Lo primero que sorprende a cualquier estudioso de la obra de Orwell y de su vida es su independencia. Después de haber soportado lo que con frecuencia se denomina una educación inglesa “convencional” (presumiblemente, porque se aplica a un porcentaje microscópico de la población), no realizó el tradicional pasaje a una universidad medieval y en cambio eligió como alternativa el servicio colonial, para luego desertar de él. De allí en adelante, se ganó la vida a su manera y jamás tuvo que llamar “amo” a ningún hombre. Nunca tuvo ingresos estables y tampoco un mercado fiable para sus publicaciones. Sin estar seguro de si era o no un novelista, hizo aportes a la riqueza de la ficción británica pero aprendió a centrarse en la forma ensayística. De esa manera, se enfrentó a la competencia de las ortodoxias y de los despotismos de su época con poco más que una destartalada máquina de escribir y una personalidad tenaz.

El aspecto más destacado de su independencia es que tuvo que ser aprendida, adquirida, ganada. Las evidencias de su educación y sus instintos dicen que era conservador por naturaleza e incluso algo misántropo. Conor Cruise O’Brien, él mismo un notable crítico de Orwell, una vez escribió acerca de Edmund Burke que su fortaleza estaba en sus conflictos internos:

Las contradicciones de la posición de Burke enriquecen su elocuencia, extienden el alcance de ésta, profundizan su pathos, elevan su fantasía y hacen posible su extraño atractivo para los “hombres de temperamento liberal”. Siguiendo esta interpretación, parte del secreto de su capacidad para penetrar los procesos de la Revolución [francesa] se deriva de una simpatía reprimida hacia la revolución, combinada con una percepción intuitiva de las posibilidades subversivas de la propaganda contrarrevolucionaria para afectar el orden establecido en la tierra donde nació... para él las fuerzas de la revolución y de la contrarrevolución existen no sólo en el mundo en general sino también dentro de sí mismo.

En Orwell se aplica algo opuesto, en cierta manera. El tuvo que suprimir la desconfianza y el desagrado que le inspiraban los pobres, su repulsión por las masas “de color” que pululaban por todo el imperio, sus recelos respecto de los judíos, su torpeza con las mujeres y su antiintelectualismo. Enseñándose a sí mismo en teoría y práctica, aunque algunas de esas enseñanzas eran más bien pedantes, se convirtió en un gran humanista. Sólo uno de sus prejuicios heredados –el estremecimiento generado por la homosexualidad– parece haberse resistido a ese proceso para llegar a la autonomía. E incluso con frecuencia representaba esa “perversión” como una desgracia o deformidad creada por condiciones artificiales o crueles; su repugnancia –cuando recordaba hacer esa falsa distinción– iba dirigida al “pecado” y no al “pecador”. (Existen algunos indicios ocasionales de que una experiencia infeliz y temprana en las instituciones monásticas británicas puede, en parte, haber motivado esto.)

Así, el Orwell que algunos consideran tan inglés como el asado y la cerveza caliente, nace en Bengala y publica sus primeros artículos en francés. El Orwell a quien siempre le desagradaron los escoceses y el culto de Escocia forma su hogar en las Hébridas (una zona, justo es reconocerlo, despoblada) y es uno de los pocos escritores de ese período que anticipan la potencial fuerza del nacionalismo escocés. El joven Orwell que acostumbraba fantasear con hundir una bayoneta en las entrañas de un sacerdote birmano se convierte en defensor de la independencia de Birmania. El igualitario y socialista percibe simultáneamente la falacia de la propiedad estatal y la centralización. El enemigo del militarismo se convierte en impulsor de una guerra para la supervivencia nacional. El estudiante de colegio privado fastidioso y solitario pasa la “noche” con vagabundos y prostitutas y se obliga a soportar chinches y orinales y prisión. Lo extraordinario de esta nostalgie de la boue es que se emprende con una humorística timidez y sin ningún tinte de abyección o mortificación religiosa. El opositor al patrioterismo y al cristianismo agresivo es uno de los mejores escritores de versos patrióticos y de la tradición litúrgica.

Esta tensión creativa, sumada a una esforzada confianza en sus propias convicciones individuales, le permitió a Orwell tener una capacidad de anticipación poco común no sólo respecto de los “ismos” –imperialismo, fascismo, estalinismo– sino sobre muchos de los temas y cuestiones que nos preocupan en la actualidad. Cuando releí las recopilaciones de sus obras y me sumergí en el vasto y nuevo material compilado por la labor ejemplar del profesor Peter Davison, me encontré ante la presencia de un escritor que sigue siendo nítidamente contemporáneo. Algunos ejemplos son:

–su trabajo sobre “la cuestión inglesa”, así como las cuestiones relacionadas de nacionalismo regional e integración europea;

–su punto de vista sobre la importancia del lenguaje, que anticipó mucho de lo que ahora debatimos bajo la rúbrica de psicobalbuceos, discursos burocráticos y “corrección política”;

–su interés en la cultura demótica o popular, y en lo que ahora pasa por “estudios culturales”;

–su fascinación con el problema de la verdad objetiva o verificable; un problema central en el discurso que nos ofrecen los teóricos posmodernos de la actualidad;

–su influencia en la ficción posterior, incluyendo la denominada narrativa de angry young men;

–su preocupación por el medio ambiente y lo que ahora se considera “verde” o “ecológico”;

–su aguda percepción de los peligros del “nuclearismo” y el estado nuclear.

Esta es una lista parcial. Hay una laguna pendiente: su relativa indiferencia a la importancia de Estados Unidos como emergente cultura dominante. Sin embargo, incluso en ese punto, fue capaz de registrar algunas visiones y predicciones interesantes, y su obra encontró una audiencia inmediata entre los críticos y escritores estadounidenses que valoraban la prosa inglesa y la honestidad política. Entre ellos destacaba Lionel Trilling, que hizo dos observaciones de gran agudeza con respecto a él. La primera fue decir que Orwell era un hombre modesto porque en muchos aspectos tenía mucho sobre lo que ser modesto:

Si nos preguntamos qué es lo que él representa, de qué es él la figura, la respuesta es: la virtud de no ser un genio, de enfrentarse al mundo con nada más que la inteligencia simple, directa y desengañada de uno, y el respeto por las capacidades que uno tiene, y por la tarea que uno emprende... El no es un genio: ¡qué alivio! Puesto que nos comunica la percepción de que lo que ha hecho podría hacerlo cualquiera de nosotros.

Esta percepción es de una importancia fundamental, también, para explicar el odio feroz hacia Orwell que todavía existe en algunos círculos. Cuando vivía y escribía como lo hacía, desacreditaba la excusa del “contexto histórico” y la sombría coartada de que, bajo ciertas circunstancias, la gente no podía hacer más. A su vez, eso da lugar a la siguiente reflexión del profesor Trilling, expresado de una manera hermosa, donde especula sobre la naturaleza de la integridad personal:

Orwell se aferraba con una especie de orgullo irónico y lúgubre a los viejos modales de la última clase que había dominado el antiguo orden. Seguramente, algunas veces debe de haberse preguntado cómo podía ser que él estuviera alabando el espíritu deportivo y la caballerosidad y el sentido de la obligación y la valentía física. Parece haber creído, y es muy probable que estuviera en lo cierto, que esas características podían ser de utilidad como virtudes revolucionarias...

“Enfrentarse –como dice tan memorablemente el capitán MacWhirr en Typhoon, de Joseph Conrad–, enfrentarse siempre: ésa es la forma de superarlo.”

“Yo sabía –dijo Orwell en 1946 sobre los primeros años de su juventud– que tenía facilidad con las palabras y el poder de enfrentarme a los hechos desagradables.” No el talento para enfrentarlos, nótese, sino “el poder de enfrentarme”. Es una forma extrañamente acertada de expresarlo. Puede decirse, de manera básica, que un comisario soviético que se da cuenta de que su plan quinquenal es errado y que la gente lo detesta o se ríe de él, está confrontando un hecho desagradable. Para el caso, lo mismo podría suponerse de un sacerdote con “dudas”. Las reacciones de esa clase de personas a los hechos desagradables son muy pocas veces autocríticas; no tienen “el poder de enfrentarse”. Su confrontación con los hechos toma la forma de una evasión; la reacción al descubrimiento desagradable es un redoble de los esfuerzos para superar lo obvio. Los “hechos desagradables” que Orwell enfrentaba eran por lo general los que ponían a prueba su propia posición o preferencia.

Aunque popularizó y dramatizó el concepto de la todopoderosa telepantalla, y durante años trabajó en la sección radiofónica de la BBC, Orwell murió joven y pobre antes de que la era de la austeridad diera paso a la era de las celebridades y los medios de comunicación. No tenemos ningún registro real de cómo sonaba, o cómo “le habría ido” en un programa de charlas televisivas. Es probable que eso sea algo positivo. En las fotografías se lo ve como alguien enjuto pero gracioso, orgulloso pero de ninguna manera vanidoso. Y sí, en realidad sí conservamos su voz, y no parece que hayamos alcanzado una etapa en la que podamos decir que ya no la necesitamos. En cuanto a su “genio moral” –frase de Robert Conquest, en una accidental oposición a Trilling–, éste puede o no encontrarse en los detalles.

Este retrato está incluido en La victoria de Orwell
de Christopher Hitchens.
(Editorial Emecé.)

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