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“Damas del mar”, un cuento moral de la vida interior de un prostíbulo
De un guión dejado pendiente por Kurosawa, el veterano realizador japonés Kei Kumai concreta un relato de progresivo dramatismo.
Por Horacio Bernades
Tres son los maestros clásicos del cine japonés y entre ellos parecería haber existido desde siempre una implícita división de tareas. Mientras las protagonistas casi excluyentes del cine de Kenji Mizoguchi fueron las mujeres (incluyendo una buena cantidad de geishas y prostitutas), Yasujiro Ozu dedicó toda su obra a tratar el tema de la disolución familiar y Akira Kurosawa se especializó en dramas masculinos, ya se tratara de films épicos como adaptaciones de Shakespeare, policiales o dramas íntimos como Vivir. Parecería que sólo después de muerto el fantasma de Akira se ha permitido violar aquel pacto jamás firmado, con una historia más cercana al mundo de Mizoguchi. Se trata de Damas del mar, que el veterano Kei Kumai filmó a partir de un guión que Kurosawa había dejado pendiente para siempre, y que tras estrenarse hace unos pocos meses en Europa y Estados Unidos el sello LK-Tel presenta ahora en la Argentina, tanto en formato VHS como en DVD.
Basada en dos relatos de Syugoro Yamamoto (de quien Kurosawa había adaptado antes Sanjuro, el samurai y Dodes’ka’den), Damas del mar es algo así como un cuento moral que transcurre casi enteramente en un prostíbulo, a mediados del siglo XIX. De tenue pero sostenido crecimiento dramático, se trata de una de esas historias que parecerían construidas de atrás hacia adelante. En efecto, da toda la sensación de que Yamamoto (o Kurosawa, según sea el caso) visualizó primero el desenlace, hecho de imágenes fuertes, circunstancias extremas y decisiones trágicas, para recién a partir de ahí tirar de los hilos que lleven hasta el origen de la historia. En el comienzo, hasta el barrio rojo de Kyoto llega un joven, inexperto y aristocrático samurai, que se metió en problemas y anda en busca de refugio. Una de las pupilas, O-shin, le dará algo más que eso. “Nunca te enamores de un cliente”, le había advertido a O-shin una de sus compañeras más experimentadas, pero la muchacha no sabe de precauciones y terminará sufriendo una de esas decepciones amorosas que dejan marca.
Apenas repuesta del desengaño, O-shin volverá a confiar en un hombre, y quizás esta vez tenga mejor suerte. A su alrededor se teje –tan tenuemente como en una filigrana oriental– la crónica de los trabajos y los días de las pupilas, entre quienes sobresale la figura de Kikuno (interpretada por Misa Shimizu, conocida en Buenos Aires por sus participaciones en La anguila y Kanzo Sensei). Dama pragmática y experimentada, Kikuno dice provenir de una familia de samurais (lo cual es seriamente puesto en duda por alguna sibilina compañera) y suele dividir su atención entre un comerciante bastante mayor, que siempre parece a punto de ofrecerle matrimonio, y un “pesado” de temer, de esos que llevan todo el cuerpo lleno de tatuajes. Funcionando un poco como hermana mayor de las demás, cuando la patrona del lugar se ausente por un tiempo, ella quedará a cargo del burdel.
De modo clásico y como solía ser frecuente en el cine de Kurosawa, las fuerzas desencadenadas de la naturaleza funcionarán como expresión de los conflictos internos de ese grupo humano, precipitando su resolución. Una espantosa tormenta se descarga, la casa de té se derrumba, la creciente destruye puentes, toda la zona se hunde y la gente se marcha. Sólo Kikuno y O-shin quedan en la casa, una porque se comporta como capitana del barco y la otra, tal vez, como modo de autopunición. Refugiadas en el tejado, las opciones se hacen extremas y todos hallarán su destino. Un hombre cobarde se comportará como un valiente, una chica encontrará finalmente a su hombre y aquella que había falseado su identidad se comportará como verdadero samurai, encarando un último y postrer sacrificio.
Recién entonces, en ese combate entre el hombre (la mujer, en este caso) y la naturaleza en su versión más furiosa, es donde puede reconocerse algo del mundo de Kurosawa que hasta entonces permanecía en un segundo plano. Vienen a la mente la lluvia incesante de Rashomon, el combate bajo la tormenta de Los siete samurais, el jubilado de Vivir hamacándose en medio de la tempestad, la anciana de Rapsodia en agosto luchando contra la furia del viento. Allí es donde la figura de Kikuno, que acepta estoicamente su destino frente a la creciente, se recorta de pronto como un Mifune en versión femenina, al apelar a la grandeza de espíritu como única arma frente al caos del universo. Ese caos que en japonés se dice ran.