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Una tragedia cómica que tiene el sello de un auténtico Fassbinder
La reciente edición de “Martha” permite descubrir un film prototípico aunque poco difundido del controvertido director alemán.
Por Horacio Bernades
A pesar de no haberse caracterizado precisamente por su brevedad, la obra cinematográfica de Rainer Werner Fassbinder (1945-1982) se conoció en la Argentina sólo de modo marginal, fuera de las salas de estreno y gracias al aporte de fundaciones y cineclubes. Podría pensarse que no está tan mal que haya sido así, considerando que el realizador de Las amargas lágrimas de Petra von Kant y El frutero de las cuatro estaciones hizo de la marginalidad un modo de vida y hasta un arte. Extendiendo de alguna manera esa tradición al campo del video, sólo se han editado aquí los mismos pocos títulos (El matrimonio de María Braun, Lili Marlene, El deseo de Verónica Voss, Querelle) que en su momento se conocieron en cine. Con una única excepción hasta el momento: la reciente edición, a cargo del pequeño sello Gramado Videoediciones, de Martha, una de las cinco películas que, con característico furor creativo, Fassbinder completó en 1973. El carácter de acontecimiento que este lanzamiento tiene se amplifica si se considera que ni siquiera en cineclubes ha sido uno de los títulos más frecuentados de su autor.
Uno de los malentendidos más frecuentes alrededor de la obra de Fassbinder es la idea de que sus películas serían uniformemente densas, sombrías y opresivas. No es que no lo fueran sino que, casi sin excepciones, lo que filmaba el autor de Effi Briest eran tragedias cómicas. O fuertemente irónicas, al menos, y Mar- tha es ejemplar en este sentido. Ya la escena inicial, cuando la protagonista es visitada en un cuarto de hotel por un imponente morochazo a quien no conoce (El Hedi Ben Salem, coprotagonista de La angustia corroe el alma) y éste, sin decir palabra, comienza a bajar el cierre de su bragueta mientras la mira fijo a los ojos, instala en el relato un sentido de la ironía y el malentendido que lleva a mirar lo que de allí en más sucede con una semisonrisa ligeramente extrañada. Lo que cuenta Fassbinder en Martha es, sí, una tragedia densa, sombría y opresiva. Pero se divierte tanto con ella (aunque siempre de modo indirecto y distanciado, visible sólo en segunda instancia) que es imposible no divertirse junto con él ante las circunstancias más negras o terribles.
Se trata en este caso de la historia de una muchacha virgen que, pasada ya la treintena, troca el sometimiento a sus padres por la definitiva esclavización al servicio de un marido que la “salva” de su destino de soltería. El desarrollo es implacable y no deja lugar al menor resquicio. En la segunda escena, Martha Heyer es rechazada por su padre, que no tolera el contacto físico. Más adelante, cuando su único pretendiente –que tiene todo el aspecto de un perfecto príncipe azul– le ofrece casamiento, su madre se opone terminantemente, fingiéndose enferma y desmayándose; finalmente, su marido –que pasó de la condición de príncipe azul a la de dominador sádico el día del casamiento– le prohibirá sucesivamente fumar, tomar café, trabajar y salir de casa. En suma, el eterno tema fassbinderiano de la imposibilidad del amor y la inevitable recaída en lo sado-maso para toda pareja humana, llevado a los habituales extremos de exageración melodramática y, por qué no, operística.
Lo que hace de Martha una película divertidísima, chispeante y hasta encantadora es, además de esa misma exageración (cuando Martha y su galán se conocen, la cámara practica giros acrobáticos alrededor de ellos para subrayar la importancia del encuentro), el sentido del humor que circula, de modo subterráneo pero incesante, a lo largo de toda la película. Vayan algunos ejemplos: el papá de Martha sufre un síncope y muere en las escalinatas de Piazza Spagna, pero ella no llora su muerte sino la pérdida del bolso de mano. Cuando haga la denuncia en la embajada, no podrá parar de reírse. En pleno cortejo amoroso, el caballero achaca a la dama ser flaca y huesuda, y luego arriesga: “Tu cuerpo debe oler mal”. Sin embargo, o justamente por eso, la conquista. En el colmo del arbitrio, el marido-amo, ingeniero de profesión, terminará obligando a su esposa-esclava a leer un tratado de estática de represas, que ella, en la escena más desopilante, recitará de memoria como prueba de amor.
Claro que el encierro de la heroína, el agobiante mobiliario que la rodea y cierto invernadero de aire húmedo y asfixiante recuerdan que, para comedia, ésta es singularmente densa, sombría y opresiva. Un Fassbinder auténtico, en una palabra.